Animal de medianoche. Salem Arce Tavares
personas mueren, sabía que tarde o temprano me llegaría el turno de afrontar ese proceso. Me preparé mentalmente muchos años antes de que siquiera me imaginara cómo morirían mis seres queridos. Pensar como un desalmado hijo de puta… ayuda, aunque quizás esa fortaleza era más fingida que mis lágrimas de cocodrilo; al final ese sentimiento de ausencia es algo contra lo que no se está preparado nunca. No importa cuántas veces me repita que es simplemente mi egoísmo no querer dejar ir a esa persona, desear que siempre esté a mi lado… esos pensamientos son veneno del ego… son pruebas irrefutables del alma humana cegada por los sentimientos.
En fin… a pesar de la mierda presente en mi vida (como en la vida de todos) era feliz en cierta medida… pero no me sentía lleno. Era una sensación de vacío, un hoyo en mi pecho. Un día mientras exploraba la carne de mi esposa, durante ese momento de conexión no sólo física sino espiritual, mi mente recibió la visita de epifanías y visiones de tiempos pasados. Lenta y cariñosamente me despegué de mi mujer y me senté al borde de la cama mientras me rascaba la barbilla.
–¿Qué pasa Jaime? –preguntó mi esposa, con cierta inquietud en su voz. Me volteé para encararla, mi mirada lánguida penetró su alma.
–Creo que… necesito cambiar mi vida –respondí yo melancólicamente.
–¿Por qué lo dices, cariño? ¿No eres feliz? –replicó ella, buscando mentalmente maneras de elevar los ánimos.
–No lo sé, Marta. Simplemente siento que me falta algo.
–Tienes una familia que te quiere, amigos leales, un buen trabajo y una casa más que decente. ¿Qué te falta?
Mis labios no alcanzaron a pronunciar palabra, pero mi mente albergaba elucubraciones epifánicas que servían de respuesta para las dudas de mi amada. Me faltaba el olor de la carretera, la adrenalina que me inyectaba el misterio del camino en el corazón, ese sentimiento de libertad que me enamoró originalmente de los motores, sentimiento que no podía alcanzar trabajando dentro de un taller. Necesitaba cambiar de vida urgentemente, antes de que las cuchillas de la nostalgia terminaran por drenarme la sangre.
–Necesito… volver a la carretera –musité antes de sumergirme debajo de las sábanas.
Al día siguiente no abrí el taller. Dediqué mi día entero a conseguir trabajo en las serpenteantes calles de esta ciudad. Originalmente tenía en mente volver a conducir grandes camiones, llevando cargas igual de grandes a través de las grandes carreteras transnacionales, idea rápidamente descartada por el peso de la nueva familia presente en mi vida. Resolví por aplacar mis ansias de conducción volviéndome taxista. Con el objetivo ya trazado era hora de sumergirme en… ya saben, la burocracia, la siempre omnipresente y aburrida burocracia. Enfrentar unas cuantas colas, sacar permisos, registrar mi coche, bla, bla, bla, a la mierda. Después de afrontarme satisfactoriamente a las porquerías del mundo civilizado, por fin lo tenía todo: tarjeta de identificación del conductor, carnet del registro de taxis, todo cabrón, todo correcto.
Unos días después empecé a ejercer mi nuevo laburo. Primer día de trabajo, nada recalcable, unas cuantas carreras realizadas con el debido respeto y eficacia, monedas y billetes ganados para el ahorro. La primera semana sentía que lo había logrado, aplaqué ese vacío voraz que amenazaba mi cordura. Lastimosamente, ese sentimiento de realización empezó a ser mermado rápidamente una vez más por la monotonía. La misma rutina, la visión de las mismas calles día tras día, el mismo y familiar vacío que abrazaba mis percepciones. Una vez más intenté enfrentar ese sentimiento desolador cambiando mi rutina y tomé el horario nocturno. De nuevo resultó: la visión de la ciudad nocturna, un ambiente que difiere tanto de las calles bañadas por la luz del sol, llenó el agujero profundo que florecía en mi alma. Pero… ya lo adivinarán, el hoyo no se extinguió, sólo fue temporalmente burlado. Me di cuenta de que quizá ese vacío era inevitable; no importaba qué hiciera, siempre terminaría volviendo. Era un… algo, un algo que nunca imaginé que existía, un algo que no fue contemplado por mi yo más joven; un algo propio del mundo de los adultos, ese desencanto por todo, una forma de concebir el mundo que nace cuando la fascinación del infante, su salvaje imaginación, muere. Finalmente, esa revelación se paró clara ante mí para darme un par de buenas bofetadas: ese vacío sólo se iría si volviera a ver el mundo a través de los ojos de un niño, fascinado por los misterios del mundo circundante que clamaba ser descubierto. Esa es una opción que debía eliminar rápidamente, ya tenía casi cuarenta años, adulto hecho y derecho, era simplemente imposible. Mis ojos se llenaron de lágrimas, nublando mi visión detrás del volante. Recordé el verso de una canción gaucha… “Y la panza de mi vieja es el único lugar al que quiero volver”. Sí, por supuesto, sería fantástico, todos tienen un lugar feliz al que quieren volver. Redoble de tambores.
Unos días, o unas semanas después, no lo sé. Bueno, la cosa es que me encontraba dentro de mi coche, aportando mi granillo de arena para hacer girar este gran sistema de relojería al que llamamos civilización, llevando gente a sus destinos, la misma mierda de todos los días. Ya muy entrada la noche, a eso de las once, recorría no sé qué avenida cuando a lo lejos vi una silueta rodeada por las penumbras de la bóveda, un hombre que me hace señas para que detenga el vehículo. Bajé la velocidad y me detuve justo frente a él. Abrió la puerta del coche y se subió en los asientos traseros. Ya dentro e iluminado por la luz del techo, pude verlo con claridad: un hombre alto y delgado, de larga cabellera y vistiendo un elegante traje negro, sujetando firmemente una de esas enormes maletas de viaje con una de sus manos.
–Buenas noches –me dijo amablemente con una melodiosa voz–. Necesitaré de sus servicios por buena parte de la noche, sólo lléveme adonde le indico y al final de la jornada recibirá una buena paga.
Me limité a asentir con la cabeza mientras mi rostro mostraba una gentil sonrisa de performance. Este hombre no se viene con rodeos pensé, directo al grano, sí señor. Sin más dilación arranqué.
–La primera parada será en el Cementerio Jardín –dijo mientras se recostaba en la espaldera del asiento forrado con cuero.
Mientras conducía no dejaba de ver a ese misterioso sujeto por medio del espejo retrovisor. Tenía un aire extraño que describiría más bien como sospechoso. Escudriñaba las oscuras calles con su penetrante mirada a través de la ventana. Una de las cosas que más llamó mi atención era un tic nervioso que su busto evidenciaba… contorsionaba su cuello mientras levantaba ambos hombros simultáneamente. Era simplemente inquietante. Lo único que me calmaba era su amabilidad, pero no podía dejar de pensar que era más bien fingida y que tarde o temprano sacaría un cuchillo y me degollaría. Después de estar conduciendo casi quince minutos, finalmente llegué al Cementerio Jardín.
–Espéreme aquí –dijo el sujeto con su suave voz. Bajó del auto llevando esa gran maleta consigo.
En cuanto se fue, lo primero que cruzó mi mente fue pisar el acelerador a fondo, directo hacia la noche para ser engullido por las protectoras sombras del cielo sin sol. Sin embargo, no lo hice, una fuerza mayor que yo me impedía huir despavorido de ese hombre con voz de flauta.
Pasados unos diez a quince minutos más o menos, el sujeto volvió. Se subió en el mismo asiento de antes, justo detrás de mí. Al lado de él depositó la gran maleta. Sin embargo, esa carga tenía algo diferente ahora… quizá fue simplemente mi impresión engañada por la oscuridad de las calles, pero sentía como si el equipaje que llevaba adentro se hubiera aligerado. ¿Eran acaso sus ahora más gráciles movimientos? ¿O eran más bien mis ansias por encontrarle un sentido a la actitud de ese hombre? Tenía un nudo en la garganta que me dificultaba tragar mi saliva.
–Ahora lléveme a Alto Llojeta. Le iré indicando el camino mientras conduce –dijo el hombre, rompiendo el silencio imperante.
Me limité a seguir las órdenes del sujeto. Una vez más tenía el motor en marcha rumbo al nuevo destino que me había marcado. Mientras conducía exploraba las calles con ojos curiosos a través del parabrisas; las pocas almas que recorrían esos lares nocturnos olían a trago barato y tabaco, de vez en cuando mis faroles desvelaban jóvenes inhalando humo de mota a través de pipas hechas con tarjetas de crédito o con envoltorios de chocolate. El hombre