Animal de medianoche. Salem Arce Tavares

Animal de medianoche - Salem Arce Tavares


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era bastante obvio después de toda la parafernalia melosa que mostrábamos en clases –comenté yo en tono burlesco.

      –¿Parafer… qué? Mierda, ese vocabulario tuyo siempre hizo que la profe de literatura se mojara. ¿Por qué terminaste conduciendo taxis? –añadió Gabriel a la conversación.

      –Creo que es para lo que nací, hermano, para sentir la brisa de la carretera acariciándome. Es lo que me llena.

      –A mí me llena estar con una preciosura en la cama –comentó él mientras gesticulaba obscenas imágenes con sus manos.

      Conduje por casi media hora, sorteando obstáculos ocultos en la negrura de la carretera, intentando mantenerme despierto en esas vacías calles llenas de grava. Finalmente llegué a Kenko. El pasajero de la maleta volvió a abrir la boca después de mantenerse en profundo silencio durante todo el final del recorrido. Me señaló un callejón resguardado por centinélicos edificios. Me estacioné en la calle contigua, permitiendo que el misterioso hombre sin nombre bajara para que hiciera lo que sea que hacía. Me quedé dentro del vehículo. Mi ánima estaba menos inquieta gracias a la tranquilizadora presencia de mi viejo amigo.

      –¿Qué carajos se supone que está haciendo allá? –preguntó él con voz seca.

      –Para serte sincero, no tengo ni la más mínima idea, hermano. Estuve llevando a este sujeto de aquí a allá toda la maldita noche. Me dijo que esta era la última parada de la jornada.

      –¿Y todas las paradas a las que te hizo conducir eran igual que esta? –añadió Gabriel viendo por la ventana hacia la negra noche.

      –Sí, más o menos. Hicimos paradas incluso peores que esta.

      –¿No te parece un tanto… sospechoso? ¿No crees que estás metido en algo denso?

      –No soy estúpido, Gabriel. Por supuesto que estoy metido en algo denso, pero no puedo rechazar los billetes de este sujeto.

      –¿Cuánto te está pagando? –preguntó Gabriel mientras me miraba a los ojos.

      –Mil cuatrocientos bolivianos –respondí yo con naturalidad.

      –A la mierda, esa es una gran cantidad de dinero. ¿Qué harás con él?

      –Ya veré cuando tenga el resto.

      –Nunca me imaginé a ti hablando de que prefieres plata a no ayudar a un criminal a hacer sus pendejadas. Estoy feliz de que hayas olvidado tus huevadas progre-comunistas, Jaime; no iban a llevarte a ningún lado –dijo Gabriel, reflexivo.

      –Debe ser por mi familia. Antes de tener una podía hacer con mi vida cualquier cosa, hasta hacerme hippie. Ahora esas fantasías están muy atrás en el pasado.

      –Me alegra que entiendas por fin, Jaime; me alegra que entiendas.

      Gabriel empezó a mirar en todas direcciones, como si buscara los indescriptibles horrores lovecraftianos dentro de la oscuridad.

      –¿Cuánto suele tardar este sujeto cuando baja del coche? –rompió Gabriel el silencio.

      –Depende. Entre diez a quince minutos, más o menos –aplaqué yo sus dudas.

      –Más que suficiente –dijo él mientras sacaba una navaja del bolsillo–. Afloja tu plata, cabrón.

      –¡¿Qué carajos, Gabriel?! ¿Qué demonios estás haciendo? –pregunté con el corazón a punto de chorrearse por mi boca.

      –¿Qué crees, idiota? Te estoy asaltando –dijo Gabriel indiferente.

      –Pero, ¿por qué? Creí que éramos amigos…

      –Y yo creí que ya habías entendido, Jaime. Tú tienes una familia que mantener y yo también. ¿Qué quieres que haga? –se escudó Gabriel.

      –¡Quiero que no me putas amenaces con una maldita navaja, la puta madre! Se supone que somos mejores amigos de la secundaria, ¿es que no tienes un ápice de decencia?

      –¿Quién eres tú para hablarme de decencia? ¡Estás ayudando a un maldito criminal a hacer no sé qué mierdas! ¿Y aun así me hablas de decencia? Me enfermas. Además, no nos vemos desde hace más de diez años, no tenemos un vínculo especial en este momento. Carajo, prácticamente somos personas completamente diferentes. ¿Y aun así me llamas amigo? No seas descarado –explicó Gabriel, sin pizca alguna de empatía para bañar sus frías palabras.

      –Gabriel, hijo de tu grandísima puta madre, ni en un millón de años hubiera imaginado que ibas a caer tan bajo –exclamé yo con afilado resentimiento.

      –Ya somos dos, ¿verdad? Si no vas a hacer esto por las buenas, me obligas a usar la fuerza bruta, Jaime. Dame el dinero y esto termina aquí –añadió Gabriel a su patético y cínico discurso.

      –Jó-de-te –dije yo después de aclararme la voz.

      Gabriel frunció el ceño y se abalanzó sobre mí con asesinas intenciones. El filo de la cuchilla apuntaba directamente a mi estómago. Gabriel intentaba usar el peso de su cuerpo para empujar la navaja hacia mí. Me arrinconó contra la puerta; poco a poco cedía más ante su ciega ira. Ya podía sentir el frío metal sobre mi ropa, cada vez más cerca de penetrar la blanda carne. Me limitaba a ver a Gabriel directamente a los ojos, no hallé ni la más remota señal de remordimiento ante tan atroces acciones.

      De repente Gabriel levantó la mirada, atraída por extraños movimientos provenientes del exterior del vehículo. En ese momento el cañón de un arma rugió desde el otro lado de la puerta del auto, una ardiente bala de plomo atravesó la ventana e impactó en la frente de Gabriel, llevándose pedazos de cráneo y sesos consigo. La bala terminó su trayecto dejando una firma de sangre en el vidrio detrás de él, una gran mancha que camuflaba los horrores visibles a través del cristal. El cuerpo inerte del que alguna vez fue mi compañero cayó sobre mí. Usando lo que me restaba de fuerzas me quité el bulto sin vida de encima, dejándolo caer a mi lado. Me asomé por la agujereada ventana para ver quién era el perpetrador de tan dantesca escena… vi al hombre de la maleta sujetando un revólver de humeante cañón entre las manos. Él me devolvió la mirada.

      –Mierda, fallé –fue lo que alcancé a distinguir proviniendo de los labios del hombre.

      El sujeto volvió a levantar su arma y disparó una segunda vez. La bala abrió un nuevo agujero en mi ventana. Esquivé el proyectil agachándome velozmente y cubriéndome detrás de la sólida puerta.

      –¡Mierda! –exclamó frustrado el hombre.

      Escuché sus pasos acercándose al vehículo. Rápidamente miré en torno mío, buscando desesperadamente algo que me ayudara a salir con vida de esa jodida situación. Vi el cadáver de mi compañero que aún sujetaba la navaja. Le arrebaté el arma blanca a Gabriel y esperé. Cuando escuché que los pasos de mi atacante estaban a pocos centímetros del vehículo, quité el seguro de la puerta y la abrí con fuerza sobrehumana, golpeando al hombre de la maleta y tumbándolo violentamente en el suelo. Oí un tercer disparo del arma, el hombre había jalado el gatillo en un sorprendido reflejo y la bala se dirigió al negro vacío que nos rodeaba, siendo tragada por la oscuridad. Aproveché que estaba tirado en el suelo para salir del auto y abalanzarme sobre él. El sujeto jaló el gatillo por cuarta vez. El disparo me rozó la mejilla a la vez que su ensordecedor sonido me dejaba un molesto pitido en el oído. Con la navaja corté la muñeca de la mano que sujetaba el revólver. Mi atacante lanzó un adolorido grito antes de dejar caer el caliente cañón a su lado. En un último intento por borrar cualquier testigo de la escena el hombre trató de agarrar nuevamente el arma. Antes de que lo hiciera le clavé la filosa punta en el cuello. Mi enemigo se quedó inmóvil en el piso, viéndome fijamente. Yo me levanté adolorido y pateé el arma, permitiendo que las penumbras engulleran su siniestro hierro ardiente.

      –Si te quitas ese cuchillo del cuello te desangrarás y morirás, así que mejor quédate ahí hasta que llame a la policía. Ellos sabrán qué hacer –dije yo, intentando mantener la calma.

      Saqué mi


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