Animal de medianoche. Salem Arce Tavares
o si quería ahorrarse los incluso mayores dolores del posterior castigo que le imputarían las autoridades, no lo sé. Lo único que sé es cómo ese hombre rodeó el mango de la navaja con sus dedos y sé cómo se extrajo el filo de la carne en un último despliegue de sus habilidades humanas; también sé cómo se sintió cuando un chorro de sangre caliente proveniente de las arterias abiertas del moribundo salpicó mi ropa… dos cadáveres que debía explicar a la policía; grandísima, putísima, carajísima e interestelar mierda de caballo mutante. Mejor irse de aquí, ta-tá. No, muy tarde, escuché las patrullas policiales que se acercaban a la escena, era imposible que no hayan oído cuatro malditos disparos. Decidí que lo mejor era esperarlos e intentar razonar con ellos, contarles lo que pasó; huir me hubiera hecho parecer culpable de dos homicidios en primer grado. Me metí en el coche y abrí la guantera, saqué una cajetilla de cigarrillos junto al infaltable encendedor. Volví a salir del auto y me senté en el suelo, coloqué la colilla entre mis labios y encendí el tabaco… y a esperar, me dije… cerré los ojos… volví a abrirlos, una idea había surcado mi cabeza. Tomé la navaja ensangrentada que yacía en el suelo, la lavé con un poco del alcohol guardado en el botiquín y después apunté el filo hacia mí. Tomé una larga bocanada de aire, las sirenas cada vez estaban más cerca, era ahora o nunca… puta mierda, puta mierda de caballo, puta mierda de caballo mutante. Cerré los ojos… en un hábil movimiento de samurái realizándose el seppuku hundí el cuchillo hasta las profundidades de mi abdomen. Me quedé sin aire. Volví a extraer el cuchillo de mi piel y lo arrojé a un lado del cadáver de mi querido pasajero de la maleta. Ahora sí, era hora de sentarse a esperar, otro cigarrillo.
Días después me encontraba recostado en la camilla del hospital, aún adolorido por esa puñalada autoinflingida. Hasta donde sabía, los policías se estaban tragando bastante bien mi historia, exitosamente sazonada con la profunda herida de mi abdomen. Me enteré que el hombre que interpretó el papel de mi pasajero en esta historia se llamaba Vladimir Mendoza, un sujeto que durante la mañana de ese fatídico día había asesinado a su familia para después descuartizarlos en pedacitos, los cuales empezó a desperdigar por toda la ciudad en un astuto intento de despistar a la policía. Con mi ayuda encontraron todas las piezas putrefactas de las víctimas. Al final esos “documentos” de los que se estuvo deshaciendo toda la noche eran las cabezas, brazos y piernas de su esposa e hijas. Todavía no entiendo qué es lo que lleva a un hombre a matar a toda tu familia tan sádicamente. Si quería empezar una nueva vida tal y como él me contó, ¿no era más fácil simplemente divorciarse y ya? No sé, quizá sea la persona menos indicada para opinar, considerando que no soy ningún jodido iluminado.
Y ahora se preguntarán, ¿qué fue de mí después de tan traumática experiencia? Ese vacío que empezaba a consumir cada rincón de mi vida fue mermado definitivamente. Aún no sé exactamente por qué, quizá una experiencia tan cercana a la muerte como la que viví yo ese día hizo que me replanteara la existencia. Me gusta esa teoría, sin embargo hay otra que la verdad me convence más, y que incluso podría explicar las motivaciones de mi pasajero de medianoche y también las de mi corrompido examigo, pero que a la vez me aterra aceptar. Pienso que lo que necesitaba en esa etapa de mi vida era ver directamente a la cara de mis más bajos y salvajes instintos… instintos aplacados esa violenta noche cuando oí los sanguinarios rugidos de los leones de la jungla de asfalto.
Sobre las decisiones precipitadas y la naturaleza caótica del universo
El ser humano, esa máquina de interesante funcionar, movido por invisibles motores sagrados, alimentado por la magia de las dulces emociones que nublan la fría lógica del universo, que siempre nos recuerda que no importa cuánto lloremos, riamos o amemos, somos simple abono tan valioso como una lombriz, tan frágil como el cristal y tan desechable como todo lo que fabrican los sistemas modernos de producción. El ser humano, ese ente que se considera tan especial postrado en su trono erigido sobre las artes y las ciencias, tan frágiles estas últimas como él mismo, ya que sin seres humanos pululando por los ríos confluyentes del aquí y el ahora no existiría forma alguna de apreciar la magnificencia de su casi ilimitada creatividad.
Bueno, la historia que ahora nos compete se centra en uno de esos seres humanos, movidos por el misterioso funcionar de los invisibles motores sagrados. Como cada uno de esos extraños seres lampiños que andan en dos patas, tiene un nombre, un primer establecimiento de identidad, una carta de presentación asignada sin posibilidad de elección alguna, ya que el extraño e invisible motor sagrado de alguien más decide eso por nosotros. Sin embargo, en este caso nos dirigiremos al protagonista como… “nombre genérico número 1908”, porque cuando nos encontramos con alguien por la calle, el primer contacto, la verdadera carta de presentación es… sí, el rostro, la administradora de nuestros gestos, la que regenta nuestro sentir y lo evidencia al resto de la humanidad; no el nombre, simple estigmatización de la faz, una mera manera de formalizar una nueva relación humana. En este caso el rostro que nos compete le pertenecía a un hombre joven, en un rango de edad de entre veinte a veintidós años, de facciones delicadas, casi femeninas (si se deja crecer un poco más la cabellera tranquilamente lo pueden confundir con una hembra humana), sobre todo en las dionisias fiestas, donde todos pierden el hilo del mundo tangible para empezar a introducirse en su propio mundo corrupto. “¿Cómo estás, preciosa?” Dice un alcoholizado hombre-oso de poderosos brazos, que decide huir en cuanto se percata que 1908 es un varón con un rostro lleno de vellos mal afeitados. Esa mañana, 1908 tenía el rostro bien afeitado, cosa que en ese momento vio como una mala decisión, ya que el frío rasguñaba su fina tez con sus garras gélidas; una barba habría sido una barrera defensiva más que eficaz, sí, señor.
El joven 1908 se dirigió a una de esas paradas de buses, ya saben, esos puntos geográficos estratégicamente posicionados en zonas centrales muy concurridas, donde buses de variopintas formas recogen a los pasajeros que se enfilan en largas columnas para ingresar ordenadamente a los vehículos que van llegando. 1908 estaba en una de estas filas, él a la cabeza. No se percató cuando llegaron los demás transeúntes a posicionarse detrás de él, simplemente llegó y se paró en esa esquina donde los buses acostumbraban a detenerse para llenar sus asientos con fofas posaderas de oficinistas. Mientras los minutos iban pasando la fila se hacía más y más larga, pero ningún mentado bus llegaba nunca. Mierda, ¿acaso se habrán dormido en sus laureles?, pensó 1908, ¿por qué no hay buses? ¿Habrán movido su parada a otro sitio? 1908 era así, siempre lo fue, bastante paranoico; cuando las cosas no salían como él esperaba empezaba a elucubrar teorías de conspiración que únicamente lograban ponerlo más nervioso de lo que ya estaba. ¿Habrá muerto alguien? ¿Un accidente? ¿La tercera guerra mundial? Obviamente nunca pasaba nada, pero ese inherente sentido de la calamidad, que antaño ayudó a nuestros ancestros a sobrevivir en un entorno tan hostil como la naturaleza virgen y que ahora sólo sirve para inquietar ciegamente a nuestros sentidos acostumbrados a la comodidad de las ciudades, no lo dejaría tan fácilmente.
1908 observó su reloj pulsera; el tiempo avanzaba, se hacía más y más tarde. En teoría ya debía estar acurrucado en el cuero del asiento de un bus, encaminándose a su destino, el mundo de la educación universitaria; para empeorar las cosas, ese mismo día tenía un importante examen al que no debía faltar bajo ningún pretexto. Decidió esperar un poco más, mientras tanto, observaba a las demás personas que construían la fila detrás de él. Todos estaban tensos, viendo cada uno la hora en su propio reloj, preguntándose cuándo llegarían los malditos buses. Por depender del transporte público, supongo, pensó 1908. Pasaron otros diez minutos y no había señal alguna de la proximidad de los vehículos. Algunos, pensando que la espera era inútil, se salieron de la fila en busca de rutas alternativas para llegar a sus destinos. 1908 no se movió, prefirió pensar en los pros y contras de salirse de la fila en ese punto. La universidad a la que asistía se encontraba bastante lejos, a una hora aproximadamente. Si se sale de la fila en busca de otros medios de transporte perdería mucho tiempo, daría varias vueltas antes de llegar finalmente a su destino. El bus que esperaba y que nunca llegaba tenía la ventaja de que lo dejaba a unas cuantas cuadras de su centro educativo, por lo que era la apuesta más conveniente de lejos.
Sin embargo, el tiempo pasaba, otros diez minutos y ninguna señal del pinche bus. 1908 empezó a lanzar injurias