Superior. Angela Saini
si quisieran salir de las paredes de roca para chocar los cinco con el visitante. Descubro asimismo unas cuantas líneas paralelas, posiblemente el esbozo difuso de un dingo.
No es fácil datar estas imágenes porque algunas tienen una antigüedad de miles de años y otras son muy recientes. Lo único que sabemos es que en este continente el arte rupestre se remonta a lo que en términos culturales se considera la noche de los tiempos. Cuando en 2017 los arqueólogos empezaron a excavar en la roca Madjedbebe, situada en la Tierra de Arnhem, al norte de Australia, estimaron que existieron seres humanos modernos en la región desde hace unos 60 000 años, mucho antes que en Europa. De hecho, hace tanto tiempo, que los habitantes de estas tierras fueron testigos de una era glacial y asistieron a la extinción de los mamíferos gigantes. Puede que fueran artistas desde el principio. Uno de los arqueólogos de Madjedbebe me contó que habían encontrado ocho restos de «lápices» de color ocre muy gastados. A orillas del lago Mungo, en Nueva Gales del Sur, se hallaron en una excavación arqueológica restos de 42 000 años de antigüedad. Hay indicios de enterramientos ceremoniales y cuerpos decorados con pigmento ocre que debieron transportarse cientos de kilómetros para ser enterrados allí.
«La huella de una mano puede significar algo muy diferente en distintas sociedades e incluso en el seno de una misma sociedad», afirma Benjamin Smith, un especialista británico en arte rupestre que trabaja en la University of Western Australia. Puede expresar el hecho de que alguien estuvo ahí, pero también puede adoptar significados más complejos. Los expertos como él intentan descifrar el sentido del arte antiguo de cualquier lugar del mundo, pero solo son capaces de arañar superficialmente sistemas de pensamiento tan antiguos que la tradición filosófica occidental no los puede explicar. En Australia, una roca no es solo una roca. La relación que tienen las comunidades indígenas con la tierra e incluso con los objetos inanimados carece de fronteras: todo y todos están interrelacionados.
Lo que me había parecido una zona asilvestrada no es en absoluto tan salvaje como había imaginado; es el hogar de muchas más formas de vida de las que habría creído posible. Incontables generaciones fueron acumulando aquí conocimientos sobre fuentes de alimento y navegación. Dieron forma al paisaje de forma sostenible a lo largo de milenios, creando un vínculo espiritual con él, con su flora y su fauna únicas. Poco a poco voy aprendiendo que en la Australia indígena el individuo parece fundirse con el mundo que le rodea. El tiempo, el espacio y el objeto adquieren dimensiones diferentes y nadie que no se haya criado en el seno de esta cultura en este lugar puede entenderlo. Sé que podría pasarme el resto de la vida intentando comprenderlo sin avanzar un paso más allá de donde estoy ahora: sola, de pie, en esta cueva.
No podemos penetrar en las mentes ajenas.
Era una adolescente cuando descubrí que mi madre desconocía la fecha exacta de su nacimiento. Siempre celebrábamos su cumpleaños el mismo día de octubre y un año nos comentó de pasada que sus hermanas creían que había nacido en verano. Mi madre creció en la India, donde no era muy habitual recordar datos. Me sorprendió que no le importara y mi desconcierto la hizo reír. Para ella, lo esencial era la intrincada red de relaciones familiares, el lugar que ocupaba en la sociedad y su destino escrito en las estrellas. En aquel momento me di cuenta de que solo valoramos las cosas que conocemos. Yo, por ejemplo, comparo toda ciudad que visito con Londres, donde nací. Es el centro de mi universo.
Para los arqueólogos supone todo un reto interpretar el pasado descifrando culturas que no son las suyas. «Los arqueólogos llevamos mucho tiempo intentando determinar qué es ese rasgo que nos hace especiales», dice Smith, que antes de trabajar en Australia pasó dieciséis años excavando en el sur de África. Su trabajo le ha llevado a la cuna de la humanidad, donde ha estado hurgando entre los restos de los inicios de nuestra especie. No es una empresa fácil. Resulta sorprendentemente difícil datar con exactitud el surgimiento del Homo sapiens. Se han hallado fósiles de personas que compartían nuestros rasgos faciales, con una antigüedad estimada de entre 100 000 y 300 000 años. En África se han encontrado representaciones artísticas, o al menos signos color ocre, de hace más de 100 000 años, de antes incluso del inicio de las migraciones que sacaron a nuestros ancestros africanos del continente y les permitieron ir poblando lentamente otras regiones del mundo, incluida Australia. «Una de las cosas que nos caracteriza como especie es la capacidad de producir arte complejo», me dice Benjamin Smith.
Cuando nuestros ancestros se dedicaban al arte hace unos cientos de milenios, el mundo no era en absoluto lo que es hoy. Hace más de 40 000 años los humanos más modernos, los Homo sapiens, no eran los únicos que vagabundeaban por el planeta. Lo compartían con humanos más arcaicos como, por ejemplo, los neandertales (a los que a veces se ha denominado «hombres de las cavernas» porque sus huesos se han hallado en cuevas), que vivían en Europa y en ciertas zonas de Asia occidental y central. Hoy sabemos que también vagaban por ahí los denisovanos, cuyos restos se han encontrado en cuevas calizas de Siberia, y cuyo territorio probablemente se extendiera por todo el sudeste asiático y Papúa Nueva Guinea. En momentos puntuales del pasado hubo otros tipos humanos, pero aún no se ha logrado identificar ni poner nombre a la mayoría de ellos.
En la noche de los tiempos todos compartíamos el planeta e incluso vivíamos unos junto a otros en ciertos momentos y lugares concretos. Algunos académicos consideran que ese instante cosmopolita de nuestra historia más antigua es el corazón de lo que significa ser moderno. Casi siempre imaginamos a estos antiquísimos humanos como si fueran bestias simiescas. Pensamos que debemos tener alguna cualidad de la que ellos carecían, algo que nos dio la ventaja, la habilidad de sobrevivir y prosperar mientras ellos se extinguían. Se ha abusado mucho del término «neandertal». Los diccionarios nos dicen que fue una especie humana, ya extinta, que vivió en Europa en la Edad del Hielo, pero existe una segunda acepción: hombre tosco, poco civilizado y de escasa inteligencia. Smith me explica que los neandertales y el Homo erectus fabricaban las mismas herramientas que nosotros, los Homo sapiens, pero señala que, según los datos de los que disponemos, carecían de la capacidad de pensamiento simbólico, no hablaban en tiempo pasado o futuro y no producían arte como el nuestro. En su opinión, fueron estas capacidades las que nos hicieron modernos, una especie aparte.
Lo que «nos» separa de «ellos» es el núcleo de lo que somos, y conviene tener en cuenta que al investigar esta cuestión no nos limitamos a formular una pregunta sobre nuestro pasado. Hoy parece tan evidente lo que es un ser humano, que toda aclaración al respecto semeja estar de más y nos resulta increíble que las cosas fueran diferentes hace no mucho tiempo. En los siglos xix y xx, cuando los arqueólogos encontraron fósiles de otras especies humanas extintas en la actualidad, empezaron a preguntarse hasta qué punto se podía decir que todos los Homo sapiens vivos eran iguales. Hace no mucho, en la década de los sesenta, el hecho de que un científico creyera que los humanos modernos habían evolucionado de modo independiente, en diversas partes del mundo y a partir de formas arcaicas sin conexión entre sí, aún no suscitaba controversia. Pero lo cierto es que sigue inquietando la incertidumbre que impera en este asunto, y el debate científico en torno a lo que convierte a un ser humano moderno en un ser humano moderno es más intenso que nunca.
Puede que todo esto parezca absurdo desde nuestro punto de vista del siglo xxi. La idea más generalizada es que tenemos el origen común que describe la hipótesis «fuera de África». En las últimas décadas, los datos científicos han confirmado que el Homo sapiens evolucionó a partir de un pueblo africano antes de que algunos de estos pueblos emigraran hacia el resto del mundo, hace unos 100 000 años, y se adaptaran de mil pequeñas formas a sus nuevas condiciones medioambientales. Los pueblos de África misma también cambiaron y se adaptaron en diversos grados, dependiendo de la región que habitaran. Pero, en general, los humanos modernos eran y siguen siendo una única especie: Homo sapiens. Somos especiales y somos uno. Esto es ni más ni menos que un credo científico.
Sin embargo, no es una opinión compartida de manera unánime en la academia y en algunos países ni siquiera es la teoría dominante. Hay científicos que creen que los humanos modernos no salieron de África en un periodo evolutivo relativamente reciente, sino que las poblaciones de cada continente entraron en la modernidad por separado y a partir de ancestros que ya vivían allí hace millones de años. En otras palabras: hubo grupos de personas que se hicieron humanos, tal y como entendemos el término hoy, en momentos diferentes