Superior. Angela Saini
ciudades constituyen los signos del progreso humano, incluso de la evolución. Cuanto más por encima de la naturaleza estemos, mejores seremos como seres humanos. Esta forma de pensar obliga a clasificar a la gente en una escala que va de la cercanía a la naturaleza al distanciamiento de ella, de los menos evolucionados a los más evolucionados, de lo peor a lo mejor. La historia nos ha demostrado que solo hay un pequeño paso de la fe en la superioridad cultural a la creencia en la superioridad biológica que atribuye los logros de un grupo a sus capacidades innatas.
A principios del siglo xix, los europeos no tardaron en mezclar lo que consideraban carencias de otros pueblos con observaciones sobre su aspecto. Los especialistas en estudios culturales Kay Anderson y Colin Perrin explican que, en ese siglo, la raza lo era todo. Un escritor de la época señalaba que los nativos de Australia diferían de «cualquier otra raza humana por sus rasgos, complexión, hábitos y lengua». Su piel oscura y sus rasgos faciales diferentes se convirtieron en marcadores de ajenidad y en signos de su diferencia permanente. Su incapacidad para cultivar la tierra, domesticar animales o vivir en casas se consideró parte integrante de su apariencia, lo que tuvo muchas implicaciones. Se podía recurrir a la raza en vez de a la historia para explicar no ya el fracaso de los aborígenes, sino por qué ninguna raza no blanca lograba estar a la altura del ideal europeo definido por los europeos mismos. Un aborigen australiano se equiparaba a un africano occidental exclusivamente por el color de su piel. Vivían en continentes diferentes, procedían de culturas totalmente distintas y tenían una historia propia, pero lo único que importaba era que ambos eran negros.
La piel blanca se convirtió en la medida visible de la modernidad humana.
Este ideal llegó a adoptar forma legal en Australia. «Cuando Australia se convirtió en un estado federal en 1901, en una única nación, una de las primeras leyes que se aprobaron en el Parlamento fue la Ley de Restricción de la Inmigración: la base de las políticas de la Australia blanca. Se intentó crear un vínculo nacional proclamando la superioridad de los blancos, prohibiendo la inmigración no europea e intentando asimilar primero y eliminar después la identidad de los aborígenes y de los isleños de Torres Strait Island», me explica Billy Griffiths. Lo que le ocurrió a la familia de Gail Beck fue el resultado de esos intentos de eliminar el color de Australia; en su caso, de eliminarlo de su línea materna a lo largo de las generaciones. «Se utilizaban expresiones horribles como “extirpar el color” de las líneas de los mestizos, cuarterones y octavones», añade Griffiths. El objetivo era reemplazar rápidamente a una raza por otra.
Cuando se llevaba a cabo esta limpieza étnica sancionada por el Estado, ya había tenido lugar una crisis en el seno de los círculos científicos. Desde la Ilustración, muchos pensadores europeos habían proclamado que la humanidad era una sola, que todos compartíamos las mismas capacidades comunes, la misma chispa de humanidad que hacía posible la perfectibilidad incluso de los considerados «miserables», siempre y cuando se invirtiera en ello el esfuerzo necesario. Aunque hubiera una jerarquía racial, aunque hubiera seres humanos mejores que otros, todos eran humanos. Pero en el siglo xix, cuando los europeos encontraron nuevos pueblos en otras partes del mundo, cuando empezaron a ver lo variada que era nuestra especie y no lograban «mejorar» a los pueblos como querían, hubo quien empezó a dudar seriamente de esta preciada idea.
A principios del siglo xix algunos pensadores abandonaron la idea ilustrada de una humanidad única con orígenes comunes. Los científicos empezaron a preguntarse si realmente todos formábamos parte de la misma especie.
No fue solo a causa del racismo. Los científicos occidentales pensaron el mundo desde el lugar en el que se encontraban. En los primeros tiempos de la arqueología, Europa fue el punto de referencia para todos los investigadores del globo, que obtuvieron los primeros datos de fósiles hallados en ese continente antes de que nadie pudiera demostrar los orígenes africanos de los seres humanos. John Shea, profesor de Antropología de la Stony Brook University de Nueva York, me explica que esto creó un problema de indexación. «Cuando dispones de una serie de observaciones te dejas guiar más por las primeras que por las últimas. Nuestras primeras observaciones sobre la evolución humana se basaron en los datos arqueológicos de Europa». Las primeras migraciones desde África fueron en dirección este, no oeste; de ahí que haya elefantes tanto en Asia como en África. Los humanos no son oriundos de Europa; de hecho, era un lugar tan poco hospitalario en aquella época que a nadie se le hubiera ocurrido emigrar allí; Australia era, sin duda, un destino mejor. Pero como fue en Europa donde vivieron y trabajaron los primeros arqueólogos, este punto geográfico se convirtió en el núcleo de las teorías sobre el pasado. En algunas de las excavaciones arqueológicas europeas más antiguas se ha encontrado arte rupestre bastante sofisticado, de manera que, a la hora de indexar, estos primeros arqueólogos, que literalmente cavaban en la puerta de su casa, lógicamente asumieron que la utilización de símbolos e imágenes debía ser un signo de la modernidad humana, uno de esos rasgos que nos hacen especiales. Pero el primer Homo sapiens no llegó a Europa hasta hace unos 45 000 años. Cuando se excavó en África se hallaron restos de hasta 200 000 años de antigüedad y no siempre había indicios de símbolos o arte figurativo. «Los arqueólogos hallaron la forma de superar este problema», me dice Shea. «Dijeron: “de acuerdo, estos africanos y asiáticos antiguos parecen morfológicamente modernos, pero su forma de actuar demuestra que no lo son, que aún no son modernos del todo”». Decidieron que, aunque estos pueblos tenían el aspecto de humanos modernos, por alguna razón no actuaban como tales.
En vez de reformular lo que significaba ser un humano moderno —eliminando, por ejemplo, el requisito de la producción artística que el Homo sapiens supuestamente había desarrollado casi inmediatamente después del surgimiento de nuestra especie—, convirtieron la historia del resto del mundo en un rompecabezas que había que resolver. Fue un paso en falso que sigue teniendo repercusiones hoy. Si lo que distingue a nuestra especie de los neandertales y otros es el arte, ¿en qué momento exactamente nos convertimos en nuestra especie? ¿Hace 45 000 años, cuando creamos arte sofisticado en las cavernas de Europa, o hace 100 000 años, cuando, como sabemos ahora, otros pueblos ya usaban el ocre para dibujar? Y si hallamos pruebas de que los neandertales u otros humanos arcaicos desarrollaron el pensamiento simbólico y produjeron arte figurativo, ¿habrá que decir que son modernos? «La modernidad conductual es un diagnóstico», afirma Shea. «Lo único que pueden hacer los arqueólogos es hurgar por ahí buscando más pruebas que confirmen ese diagnóstico de modernidad».
En el siglo xix, la incertidumbre sobre lo que constituía un ser humano moderno se llevó un paso más allá. ¿Podía considerarse modernos a los pueblos que no cultivaban la tierra ni vivían en casas de ladrillos? Y si no eran modernos, ¿pertenecíamos a la misma especie?
Australia, con toda su extraña ajenidad, supuso un reto especialmente difícil para los pensadores europeos. Anderson y Perrin afirman que el descubrimiento del continente contribuyó a acabar con la idea ilustrada de una única humanidad. Después de todo, era un lugar remoto donde había animales que no se veían en otra parte, como los canguros y los koalas, con su propia vegetación, flora y paisaje. «Basándose en sus observaciones sobre lo únicas que eran la flora y la fauna australianas, empezaron a sospechar que todo el continente había sido el resultado de una creación paralela», escriben. A los seres humanos de Australia se los consideraba tan exóticos como a todo lo demás.
Martin Porr y su colega Jacqueline Matthews señalan que, cuando en 1856 hallaron en el valle Neander, en Alemania, los restos de lo que luego se denominó «neandertales», procedieron inmediatamente a compararlos con los indígenas australianos. Cinco años después, el biólogo inglés Thomas Huxley, defensor de la obra de Charles Darwin, describió los cráneos de los australianos como «maravillosamente parecidos» a los del «tipo degradado de Neandertal». Lo que insinuaban era evidente. Los científicos europeos asumieron que, si algún pueblo en la tierra tenía algo en común con humanos ya extintos, solo podía ser uno de esos extraños pueblos «salvajes» que llevaban una vida más cercana a la naturaleza y nunca habían encajado en su definición de lo que era un ser humano.
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Nos pasamos la vida persiguiendo nuestros orígenes.
Cuando no encontramos lo que buscamos en el presente, retrocedemos y seguimos retrocediendo