Superior. Angela Saini

Superior - Angela Saini


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evolucionaron hasta convertirse en lo que llegaron a ser. Hoy tenemos pruebas genéticas de que se mezclaron. Algunos de nuestros ancestros procrearon con neandertales, aunque su contribución al ADN de las poblaciones actuales solo sea de unos pocos puntos porcentuales. No fue una práctica muy difundida, pero existió.

      Pregunto a Wolpoff si cree que el hallazgo de estas pruebas le ha hecho justicia y él ríe. «Usted habla de justicia… ¡en realidad nos sentimos aliviados!».

      «La genética ha hecho posible lo impensable», señala el experto en arte rupestre Benjamin Smith. «Lo que me preocupa es la dirección en la que avanzan estas investigaciones genéticas […]. Creíamos que los bosquimanos de África del Sur, los aborígenes de Australia Occidental y alguien como yo, de origen europeo, éramos básicamente iguales. La ciencia moderna siempre nos decía que éramos idénticos». Sin embargo, los últimos descubrimientos parecen haber rebobinado la historia hasta el siglo xix. «Esta idea de que algunos de nosotros tenemos más genes neandertales o denisovanos […], podría llevarnos de vuelta a la desagradable conclusión de que todos somos diferentes, por ejemplo, los aborígenes australianos tienen muchos genes denisovanos», advierte. «Está perfectamente claro que se puede dar buen uso a esta idea en el ámbito racial».

      Cuando los genetistas revelaron la conexión neandertal, hubo compañías que se ofrecieron rápidamente a hacer pruebas a gente corriente para comprobar cuántos genes de neandertal tenían. Utilizaron sus datos sobre variantes genéticas compartidas por humanos y neandertales para hacerlo y cruzaron los dedos esperando que su producto tuviera demanda. Puede que quienes se hicieran las pruebas creyeran que compartían algunas de las cualidades de sus primos extintos.

      El hallazgo también tuvo un efecto perverso en el ámbito de la investigación científica. Poco después de que se descubriera que los europeos actuales (no los aborígenes australianos) son los que más en común tienen con los neandertales, se empezó a describir a estos de una manera radicalmente distinta. Cuando se encontraron los primeros restos en 1856, el naturalista alemán Ernst Haeckel sugirió denominarlos Homo stupidus. Pero en el siglo xxi, esos mismos neandertales a los que el diccionario equipara a débiles mentales, brutos, toscos o seres sin civilizar curiosamente han sido rehabilitados.

      Svante Pääbo, director del Departamento de Genética del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Alemania, fue puntero en algunos de los estudios que condujeron al descubrimiento de esta antigua mezcla genética. Decidió emprender la aventura de comparar los genomas de los neandertales con los del Homo sapiens en busca tanto de similitudes como de diferencias. La empresa fue recibida con grandes dosis de especulación. En 2018, un grupo de investigadores suizos y alemanes sugirió que los neandertales desplegaban una «conducta cultural sofisticada», lo que llevó a un arqueólogo británico a preguntarse en voz alta si acaso eran «mucho más refinados de lo que se creía en principio». Un arqueólogo español afirmó que los humanos modernos y los neandertales debieron ser «cognitivamente indistinguibles». Hubo quien formuló la posibilidad de que los neandertales sí hubieran desarrollado pensamiento simbólico, ya que unas marcas halladas en una cueva en España parecían ser anteriores a la llegada de los humanos modernos (los hallazgos no convencen al experto en arte rupestre Benjamin Smith).

      «Se ha idealizado a los neandertales», me explica John Shea. Ya no andan por ahí y no tenemos muchos datos sobre cómo vivían o el aspecto que tenían, lo que significa que pueden ser lo que nosotros queramos que sean. «Podemos proyectar buenas cualidades, cosas que admiramos y convertirlos en un ideal». En realidad, fueran como fuesen, «el asunto de la mezcla genética es más importante para nosotros por su aspecto simbólico que por las consecuencias evolutivas que pudo haber tenido».

      Sin embargo, la mayoría de los investigadores se han volcado en las consecuencias evolutivas. Un equipo de científicos llegó a afirmar que las pequeñas cantidades de ADN neandertal que tienen los europeos podrían haber alterado su sistema inmunológico hasta hacerlo distinto al de los africanos. En otro artículo se vinculaba el ADN neandertal a toda una serie de diferencias entre humanos, como el color de la piel y del pelo, la estatura, los patrones de sueño, el carácter o la tendencia a hacerse fumador. Un grupo de investigadores norteamericanos llegó incluso a relacionar el ADN neandertal con la forma del cerebro, sugiriendo que los no africanos son mentalmente distintos a los africanos como resultado de la actividad sexual de nuestros ancestros.

      La palabra neandertal se asoció a debilidad mental durante más de un siglo, pero en el lapso de una década, desde el momento en el que se empezó a sospechar (y posteriormente se confirmó) que existía un vínculo genético entre los europeos y los neandertales, todo cambió. La prensa mostró entusiasmo por el descubrimiento de unos parientes a los que hasta entonces se había subestimado. Los titulares proclamaban: «No hemos reconocido lo suficiente los logros de los neandertales» (Popular Science); «Demasiado listos para su propio bien» (Telegraph); «Los humanos no superaban en inteligencia a los neandertales» (Washington Post). Mientras, en un artículo publicado en la revista New Yorker se reflexionaba caprichosamente sobre la similitud entre su vida cotidiana y la de los humanos y se comentaba que también padecían psoriasis. Pobrecillos, hasta les picaba como a nosotros. «Cada descubrimiento parece cerrar un poco la brecha entre ellos y nosotros», afirmaba el autor. En la imaginación popular nuestro árbol genealógico había adquirido un nuevo miembro.

      En enero de 2017 el New York Times preguntaba: «Si los neandertales también eran personas […], ¿cómo pudo equivocarse tanto la ciencia?». Esa era efectivamente la gran pregunta. Y si la definición de «persona» siempre incluyó a los humanos arcaicos, ¿por qué ha habido que esperar hasta ahora para considerar «personas» a los neandertales? Hoy nadie discute este extremo y se ha elevado al estatus de celebridad a nuestro genial primo, desgraciadamente extinto, cuando no hace mucho tiempo los científicos se mostraban reticentes a aceptar que los aborígenes australianos eran seres plenamente humanos. Privaron de su cultura a la familia de Gail Beck, su propia nación consideró que no merecían sobrevivir y les arrebataron a sus hijos para entregárselos a quienes abusaron de ellos. En el siglo xix se los había metido en el mismo saco que a los neandertales, pues pensaban que ambos eran puntos muertos de la evolución y estaban destinados a la extinción. ¿Y ahora que se ha demostrado que hay parentesco entre los humanos y los neandertales resulta que todos somos personas? ¿Hemos dado con nuestro denominador común?

      Si hubieran sido los aborígenes australianos los que tenían ese lejano vínculo de parentesco con los neandertales, ¿se hubiera reformado su imagen tan drásticamente? ¿Se les hubiera dado la misma cálida bienvenida, los mismos fuertes abrazos? Cuesta no ver en la aceptación pública y científica de los neandertales una nueva manifestación de la costumbre ilustrada de clasificar a la humanidad desde la perspectiva europea. En este caso, los neandertales se han introducido en el círculo de la humanidad porque se ha descubierto que tienen una lejana relación con los europeos. Lo que se olvida es que fue su supuesta semejanza con los indígenas australianos la que sacó del círculo a seres humanos vivos.

      * * *

      Milford Wolpoff me dice claramente que no cree que el concepto de raza tenga base biológica alguna, que no hay distintas razas, que se trata de una categoría social. Parece honesto, su intención es buena y yo le creo. Pero una de las implicaciones obvias de su hipótesis multirregional es que, si los distintos pueblos se volvieron modernos cada uno a su manera en sus propios territorios, puede que algunos se convirtieran en lo que hoy entendemos por humanos antes que otros. «Un humano moderno de China tiene un aspecto diferente a un humano moderno europeo, no en lo esencial, pero hay diferencias», me dice. ¿De manera que unos fueron modernos antes que otros? Esta forma de pensar abre una ventana que puede proyectar al pasado la política actual y dar lugar a la especulación racial, aunque no sea intencionadamente.

      Por lo pronto, no hay pruebas suficientes que demuestren que los humanos se volvieron modernos fuera de África como sugiere la hipótesis multirregional clásica. Hasta Wolpoff concede que África sigue siendo el centro de la historia. «Yo nunca diré que la modernidad es un asunto exclusivamente africano, pero cabe pensar que en su mayor parte sí lo es», aunque solo sea porque en nuestro pasado remoto es donde vivía el mayor número de personas. Es imposible eliminar a África del linaje de toda persona viva. Las pruebas


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