Superior. Angela Saini

Superior - Angela Saini


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con el tiempo, la imagen de África va cambiando a medida que crece la certeza científica de que nuestros orígenes pueden ser algo más difusos de lo que creíamos. En el verano de 2018, Eleanor Scerri, del Instituto de Arqueología de Oxford, y un gran equipo internacional de genetistas y antropólogos publicaron un artículo científico en el que se sugería que los humanos no evolucionaron a partir de un único linaje que tuvo su origen en un pequeño pueblo del África subsahariana, sino que nuestros antepasados descienden de muchas poblaciones que habitaban un área mayor en África misma. Estos pueblos panafricanos pudieron quedar aislados por la distancia o las barreras ecológicas y acabar siendo muy distintos unos de otros. Hablamos de nuevo de multirregionalismo, pero esta vez en el seno de un único continente.

      «Surgimos poco a poco a partir de la hibridación ocasional de los pueblos que había dispersos por ahí», me señala Scerri. «Las características que nos definen como especie no aparecen en los individuos aislados hasta mucho más tarde. Antes de eso estaban distribuidas por todo el continente en distintos momentos y lugares». El humano moderno, el Homo sapiens, surgió de este «mosaico». «Debemos rastrear África entera para obtener una imagen adecuada de nuestros orígenes». Según esta versión de nuestro pasado, África sigue siendo el núcleo, el primer hogar de nuestros ancestros. La novedad que aporta es la teoría de que los humanos modernos no aparecieron súbitamente en un sitio con un aspecto sofisticado, pensando simbólicamente y creando arte. El primer humano moderno no surgió de golpe. Nuestras características existían en otros antes que en nosotros.

      «Los humanos evolucionaron en África primero», confirma el antropólogo John Shea, «pero no hubo un único Jardín del Edén. Las poblaciones estaban distribuidas en zonas amplias, podemos imaginar sus poblados como paradas de una red de metro. La gente se movía a lo largo de los ríos y las costas». Resumiendo, somos el producto de largos periodos de tiempo y vastos espacios, una mezcla de cualidades que se incubaron en África.

      Según el arqueólogo Martin Porr, de Australia, esta versión del pasado es más plausible que otras teniendo en cuenta la distribución de las pruebas fósiles por el continente africano. En su opinión, también encaja con la forma en la que definen lo que es humano los indígenas australianos. Ha realizado la mayor parte de su trabajo en el norte, en Kimberley, y afirma que allí el arte rupestre es mucho más que meros dibujos sobre una roca. «Para los nativos la roca ni siquiera es una roca, sino una formación aún viva de un tiempo de ensueño, que existe en un mundo vivo que acoge la vida humana. Los pueblos y su entorno son una misma cosa». Humano y objeto, objeto y entorno, no están separados por las drásticas divisiones establecidas por las filosofías occidentales.

      «Puedes oscilar entre ser humano o no serlo, al igual que los objetos y animales pueden considerarse humanos o no». Un objeto inanimado puede adoptar cualidades humanas, como cuando jugamos con un muñeco como si fuera un bebé. Porr sugiere que lo que se consideraba un ser humano en el pasado también oscilaba.

      «Creo que los seres humanos no son especiales en ningún sentido». Me explica que ha partido de esta idea para reflexionar sobre nuestros orígenes. No cree que evolucionáramos de golpe, cree que somos el producto gradual de elementos que ya estaban ahí, presentes en nuestros ancestros africanos, pero también en los neandertales, denisovanos y otros humanos arcaicos. Puede que ciertas características que consideramos exclusivamente humanas actualmente se den asimismo en otras criaturas vivas.

      Es una forma totalmente diferente de pensar sobre lo que significa ser nosotros, que socava la idea ilustrada y tiene su origen en las reflexiones de otras culturas y sistemas de pensamiento más antiguos. Es un reto para aquellos investigadores que han dedicado sus carreras a in­­tentar identificar y describir a los primeros humanos modernos, buscándoles las cosquillas a los ilustrados que creían saberlo todo. Los arqueólogos quieren hallar la pintura rupestre más antigua, el primer símbolo que indique la presencia de pensamiento abstracto y demuestre que unos simples primates habían dado el salto que los convertiría en seres sofisticados. Nunca han perdido la esperanza de hallar ese momento y lugar mágicos en los que surgió el Homo sapiens. Los genetistas también están a la caza de los ingredientes mágicos de nuestro genoma que explican lo que nos hace tan especiales. Las pruebas indican que las cosas nunca fueron sencillas.

      «A nadie le gusta estudiar el problema del origen de los humanos modernos desde una perspectiva poscolonial, pero es que la historia humana abarca mucho más», afirma Porr. No todos los seres humanos describen a la humanidad como una entidad única y especial al margen del resto de los seres vivos. Eleanor Scerri reconoce que los últimos descubrimientos científicos nos están obligando a redefinir lo que significa ser humano. «La ciencia de divulgación debe dejar atrás la idea de que tuvimos un origen y surgimos de golpe siendo ya nosotros. No dejamos de cambiar en ningún momento», sostiene. «Hay que abandonar la idea de estas formas inmutables y de que surgimos en un lugar específico siendo ya quienes somos».

      ¿Qué significa esto para nosotros hoy? Si no logramos ponernos de acuerdo sobre lo que convierte en moderno a un humano, ¿dónde queda la idea de una humanidad universal? Si no tenemos claros nuestros orígenes, ¿cómo sabemos que somos todos iguales? ¿Qué implica todo esto para la cuestión de la raza?

      En realidad, no debería tener tanta importancia. Cuando hablamos de cómo elegimos vivir y tratarnos mutuamente nos referimos a una cuestión ética y política decidida de antemano. Como sociedad hemos elegido denominarnos humanos y dotar de derechos humanos a todos y cada uno de los individuos. Pero los tentáculos que genera la cuestión de la raza se introducen en nuestra mente exigiendo pruebas. Quienes históricamente han tratado a otros como a inferiores quieren pruebas que demuestren que todos somos igual de humanos, capaces y modernos antes de concederles plenos derechos, libertades y oportunidades. Hay que convencerlos para que no vuelvan a caer en los errores del pasado, para que procedan a la descolonización y desmantelen totalmente las estructuras relacionadas con la raza y el racismo. No van a renunciar a su poder a cambio de nada.

      Siendo honestos, puede que debamos convencernos todos. Muchos de nosotros conservamos sutiles prejuicios, sesgos inconscientes, y nos aferramos a estereotipos que revelan que en el fondo sospechamos que no somos iguales. Nos aferramos al concepto de raza, aunque no deberíamos. Una amiga mía británica, de izquierdas y liberal, de origen mestizo (inglés blanco y pakistaní), que nunca ha estado en Pakistán ni conserva vínculo alguno con el país, me confesó recientemente que creía que había algo en su sangre, algo biológico, que la convertía en pakistaní. A veces yo experimento así mi legado hindú, pero ¿dónde está el límite entre la cultura y la etnicidad? Muchos de los que apreciamos nuestras identidades étnicas a veces dejamos traslucir cierto apego a la idea de diferencia racial, al margen de que políticamente nos definamos como de izquierda, centro o derecha.

      Este es el problema al que se enfrenta la ciencia. Cuando los pensadores ilustrados echaron un vistazo a su entorno, algunos analizaron toda diferencia entre humanos a través del prisma de la política de sus tiempos. Hoy hacemos lo mismo. Los datos se limitan a matizar lo que ya creemos saber. Ni siquiera cuando analizamos los orígenes del ser humano comenzamos por el principio. Empezamos por el final y convertimos lo que damos por sentado en la base de nuestro análisis. Para renunciar a nuestras creencias previas sobre quiénes somos han de convencernos primero. Son las viejas ideas las que determinan cómo se interpretan los datos en los nuevos procesos de investigación.

      «Puedes recurrir al presente para explicar el pasado o utilizar el pasado para analizar el presente», me dice John Shea, «pero lo que no se puede hacer es ambas cosas a la vez». Dotar de sentido a nuestro pasado y entendernos a nosotros mismos no es solo cuestión de reunir datos científicos hasta que demos con la verdad. No se trata de encontrar muchos fósiles o pruebas genéticas. Requiere contrastar los relatos que nos contamos sobre quiénes somos y la nueva información que vaya surgiendo. A veces se quiere recurrir a los nuevos datos para reforzar los viejos relatos, aunque el proceso sea como intentar encajar una pieza cuadrada en una redonda. Otras veces debemos ser conscientes de que estamos ante una historia que hay que descartar y reescribir, porque por mucho que queramos ya no tiene sentido.

      Todo lo que aprendemos lo interpretamos a través del prisma de narraciones, mitos, leyendas, creencias e incluso viejas ortodoxias científicas. Estos relatos conforman


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