Superior. Angela Saini

Superior - Angela Saini


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tratar a la gente de forma diferente. La ciencia puso su autoridad intelectual una y otra vez al servicio del racismo; de hecho, fue la que acuñó el término «raza».

      El racismo científico también se convirtió en un pasatiempo para no científicos. El aristócrata y escritor francés, el conde Arthur de Gobineau, publicó en 1853 su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, en el que afirmaba que había tres razas y una jerarquía obvia entre ellas. «La variedad negroide es la inferior, ocupa el lugar más bajo de la escala […]; su intelecto siempre será muy limitado». Para explicar el rostro «triangular» de la «raza amarilla», afirmaba que en este caso ocurría lo contrario que en el de la variedad negroide. «El hombre amarillo tiene poca energía física y tiende a la apatía […]; en general es mediocre en todo». Ninguna raza podía compararse con del propio Gobineau.

      Tras llegar a esta previsible conclusión, Gobineau añadía: «Por último quedan los blancos dotados de una energía reflexiva o, más bien, de una inteligencia energética. Tienen un sentido de la utilidad mucho más elevado, valiente e ideal que las razas amarillas». Su obra era un intento descarado de justificar que quienes eran como él merecían el poder y la riqueza que ya tenían. Afirmaba que era el orden natural de las cosas, y no tuvo que aducir pruebas porque muchas personas a su alrededor estaban de acuerdo en que pertenecían a una raza superior.

      Fue una de las ideas de Gobineau la que posteriormente reforzó el mito de la pureza racial y el credo de la supremacía blanca. «Si los tres grandes tipos hubieran permanecido estrictamente separados, no cabe duda de que la supremacía estaría en manos de la más pura raza blanca. Las variantes negra y amarilla hubieran gateado para siempre a los pies de los blancos del nivel más bajo», escribió para promocionar una imaginaria raza «aria». En su opinión, estos gloriosos arios, que habían existido en la India hacía siglos, hablaban una lengua indoeuropea ancestral y se habían dispersado desde entonces por el mundo diluyendo su línea de sangre superior.

      El mito y la ciencia coexistían y ambos estaban al servicio de la política. En vísperas de la redacción de la Decimotercera Enmienda, que abolió la esclavitud en los Estados Unidos en 1865, no se había resuelto la cuestión racial, si acaso había cobrado mayor virulencia. Aunque muchos norteamericanos defendían la emancipación por motivos morales, unos cuantos estaban convencidos de que la igualdad plena nunca podría alcanzarse por la sencilla razón de que se trataba de dos grupos biológicamente diferentes. Hasta los presidentes Thomas Jefferson y Abraham Lincoln creían que los negros eran inherentemente inferiores a los blancos. Jefferson, propietario de esclavos, daba la razón a quienes propugnaban la solución de devolver a los esclavos a una colonia propia. La li­­bertad en este caso se entendía como un regalo que los líderes blancos, moralmente superiores, hacían a los desgraciados esclavos negros. No reflejaba en absoluto la esperanza de que algún día blancos y negros pudieran vivir juntos como amigos, colegas o parejas.

      * * *

      No todos los científicos eran unos interesados. Había muchos que realmente buscaban datos científicos sobre las diferencias humanas y consideraban que quedaban muchas preguntas por contestar. El mayor problema era que no sabían responder a la pregunta de cómo habían surgido las distintas razas (si es que eran reales). Si cada raza era diferente, ¿de dónde venían y por qué? Muchos europeos recurrieron a la Biblia en busca de algo que explicara la existencia de razas diversas. Llegaron a la conclusión de que habían surgido tras el diluvio universal, cuando los hijos de Noé se dispersaron por el mundo. Todos tenían su propia opinión sobre nuestro origen y las razones que explican las diferencias físicas que existen entre nosotros.

      En 1871, el biólogo Charles Darwin publicó El origen del hombre, que acabó con los mitos de creación religiosos. En sus páginas se sugería que la especie humana tuvo un ancestro común hace muchos milenios a partir del cual fue evolucionando lentamente, como todo lo que había en el planeta. «Tras estudiar las emociones y expresiones de seres humanos de todo el mundo, me parece sumamente improbable que tanta similitud o, más bien, identidad de estructuras pudiera haberse adquirido de forma independiente». Nuestras respuestas básicas, nuestra sonrisas, lágrimas y rubor se parecen demasiado. Darwin debió haber cerrado el debate racial con su teoría. Demostró que solo podíamos haber evolucionado a partir de un origen común, que las razas humanas no surgieron por separado.

      A nivel personal era importante para él. En la familia de Darwin había abolicionistas con influencia, como sus abuelos Erasmus Darwin y Josiah Wedgwood. Él mismo había sido testigo de la brutalidad de la esclavitud durante sus viajes. Cuando el naturalista estadounidense Louis Agassiz afirmó que las razas humanas tenían orígenes diferentes, Darwin comentó displicentemente en una carta que su teoría debía haber tranquilizado mucho a los propietarios de esclavos sureños.

      Pero no fue la última palabra sobre el asunto: Darwin seguía teniendo problemas con la cuestión racial. Al igual que Abraham Lincoln, que nació el mismo día, era contrario a la esclavitud sin dejar de ser ambivalente en torno a la cuestión de si los negros africanos y australianos se encontraban en la misma etapa evolutiva que los blancos europeos. Dejó abierta la posibilidad de que, aunque descendiéramos de un ancestro común y fuéramos una única especie, algunas poblaciones se hubieran ido diferenciando de las demás desde entonces, generando niveles de diferencia. Como bien señala el antropólogo británico Tim Ingold, Darwin apreciaba «grados» entre los «más excelentes de las razas superiores y los salvajes que ocupaban el lugar más bajo de la jerarquía». Llegó a sugerir, por ejemplo, que los niños de los salvajes tenían una mayor tendencia a protruir los labios al succionar que los niños europeos porque se hallaban más cerca de la «condición primordial», lo que los asemeja a los chimpancés. Gregory Radick, historiador y filósofo de la ciencia de la Universidad de Leeds, señala que Darwin hizo una gran contribución, osada y original, a la teoría de la unidad racial, pero nunca negó la jerarquía evolutiva. En su opinión, los hombres estaban por encima de las mujeres y las razas blancas eran superiores a todas las demás.

      Cuando vinculamos todo esto a la política del momento, el resultado es devastador. La incertidumbre en torno a los datos que ofrecía la biología abrió un espacio a la ideología que creó nuevos mitos raciales con datos científicos reales. Había quien decía que las razas color café y las amarillas estaban algo más arriba en la escala evolutiva que los negros, mientras que los blancos ocupaban el peldaño superior y, por lo tanto, eran los más civilizados y humanos. Este éxito de las razas blancas cristalizó en el discurso de la «supervivencia del más apto», que implicaba que los pueblos más «primitivos», como se decía, estaban condenados a perder la lucha por la supervivencia a medida que evolucionara la raza humana. Según Tim Ingold, en vez de defender que la evolución actuaba para adaptar mejor a una especie a su entorno, Darwin empezó a perfilar la evolución como «la doctrina imperialista del progreso».

      «Al incluir el surgimiento de la ciencia y la civilización en el marco del mismo proceso evolutivo que había convertido a los monos en humanos y a las criaturas situadas más abajo en la escala evolutiva en monos, Darwin no tuvo más remedio que atribuir lo que veía al predominio de la razón sobre la herencia genética», escribe Ingold. «Para que la teoría funcionara tenía que haber diferencias significativas en la herencia de “tribus” y “naciones”». La lógica dictaba que si los cazadores-recolectores vivían de forma tan distinta a los habitantes de las ciudades, debía ser porque sus cerebros no habían progresado hasta alcanzar el mismo estadio evolutivo.

      Los partidarios de Darwin, que en algunos casos eran racistas fervientes, echaron leña a la hoguera de esta errónea teoría (después de todo, sabemos que los cerebros de los cazadores-recolectores no son distintos a los del resto). El biólogo inglés Thomas Henry Huxley, apodado el «bulldog de Darwin», afirmaba que no todos los humanos eran iguales. En un ensayo que escribió en 1865 sobre la emancipación de los esclavos negros, afirmó que el cerebro del blanco medio era más grande, y añadió: «No cabe duda de que los peldaños más altos de la jerarquía civilizatoria no están al alcance de nuestros oscuros primos». Huxley pensaba que liberar a los esclavos era un deber moral para los blancos, pero, según los datos científicos aportados por la biología, la idea de la igualdad de derechos para las mujeres y la gente de color parecía ilógica y delirante. Mientras, en Alemania el seguidor


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