Superior. Angela Saini
precio de dos chelines. Se llamaba Saartjie Baartman y tenía veintitantos años. Lo que la hacía tan fascinante era su enorme trasero y el alargamiento de sus labios vaginales, que los europeos consideraban sexualmente grotescos. Llamarla «Venus» era reírse de ella. El Morning Post mencionaba que el granjero boer Henric Cezar había corrido con los gastos de su transporte a Europa. Estaba ganando dinero con su cuerpo provocando un escándalo.
Baartman había sido criada de Cezar en África y, según todos los testimonios, le había acompañado a Europa por voluntad propia. Pero no es muy probable que la vida que llevó siendo exhibida fuera lo que esperaba. Su carrera fue breve y humillante. En el espectáculo se la sacaba de una jaula y desfilaba ante los visitantes, que la tocaban y pellizcaban para cerciorarse de que era real. En la prensa se comentaba lo triste que parecía, recalcando que cuando se sentía enferma o no quería dar el espectáculo se la amenazaba físicamente. La humillación fue más intensa si cabe cuando se hicieron caricaturas que la convirtieron en el blanco de todas las bromas de la ciudad.
Tras las representaciones, Baartman acabó en París a merced del famoso naturalista francés George Cuvier, pionero en el campo de la anatomía comparada, que intentaba entender las diferencias físicas entre especies. Ella le fascinaba, como a muchos otros, pero su fascinación era la de un anatomista y procedió a estudiar cada pequeña parte de su cuerpo. Cuando murió en 1815, cinco años después de haber sido presentada en Londres, Cuvier la diseccionó, metió su cerebro y sus genitales en sendos tarros y los expuso en la Academia Francesa de las Ciencias.
Para Cuvier solo era ciencia y ella era una muestra más. Lo que querían entender los dedos de los anatomistas que pinchaban, cortaban y deshumanizaban era qué la hacía diferente. ¿Por qué unos tienen la piel oscura y otros clara? ¿Por qué son diferentes nuestros cabellos, nuestra morfología, nuestros hábitos y nuestro lenguaje? Si todos formáramos parte de una única especie, ¿no deberíamos tener el mismo aspecto y actuar de forma similar? Estas preguntas ya se habían planteado antes, pero los científicos del siglo xix convirtieron el estudio de los seres humanos en un arte horripilante. Cosificaban a las personas y las agrupaban en exposiciones de museo. Todo sentimiento de humanidad compartida se vio reemplazado por frías y duras herramientas de disección y categorización.
Tras una vida de implacables pinchazos y golpes, Baartman siguió siendo un espectáculo 150 años después de su muerte. Su cuerpo profanado acabó en el Musée del’Homme situado frente a la Torre Eiffel, donde en 1982 aún se conservaba una reproducción de su efigie realizada en escayola. A petición de Nelson Mandela, sus restos fueron devueltos a Sudáfrica para ser enterrados en 2002.
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«En el mundo moderno la ciencia racionaliza las ideas políticas», me comenta Jonathan Marks, un magnífico y generoso profesor de Antropología de la Universidad de Carolina del Norte. Es una de las voces que más combate el racismo científico que, según él, surgió «en el contexto de las ideologías políticas coloniales, la opresión y la explotación. Había que clasificar a la gente, hacerla lo más homogénea posible». Agrupando a los pueblos y dividiéndolos luego se los controlaba mejor.
No es casualidad que las modernas ideas racistas surgieran en el momento álgido del colonialismo europeo, cuando quienes ostentaban el poder ya habían decidido que ellos eran superiores. En el siglo xix, la posibilidad de que las razas existieran y unas fueran inferiores a otras daba al colonialismo un espaldarazo moral y el apoyo de la opinión pública. La verdad —que las naciones europeas actuaban movidas por la ambición económica o el ansia de poder— resultaba difícil de digerir. Entonces se sugirió que los lugares colonizados eran demasiado salvajes o bárbaros como para que a nadie debiera preocuparle lo que ocurría allí. También se dijo que se estaba haciendo un favor a los salvajes.
En Estados Unidos se recurrió a la misma lógica retorcida para justificar la esclavitud. Oficialmente se puso fin al tráfico transatlántico de esclavos en 1807, cuando el Reino Unido aprobó su Ley de Tráfico de Esclavos, pero la explotación no cesó hasta mucho después. El uso de mano de obra esclava era moneda corriente y aprovechaban sus cuerpos vivos y muertos. Era bastante corriente que robaran los cuerpos de esclavos negros muertos para hacer disecciones médicas. Daina Ramey Berry, profesor de Historia de la Universidad de Texas, ha estudiado el valor económico generado por la esclavitud en los Estados Unidos. Señala que durante todo el siglo xix se traficó con los cadáveres de la gente de color. A veces los exhumaban sus propietarios a cambio de pingües beneficios. No deja de ser irónico que gran parte de lo que actualmente sabe la ciencia moderna sobre el cuerpo humano se haya averiguado gracias a los cuerpos de aquellos a los que entonces se consideraba infrahumanos.
«Pensaban que, si lograban demostrar que los esclavistas eran diferentes a los esclavos por naturaleza, sería fácil montar un argumento moral a favor de la esclavitud», me explica Jonathan Marks. Pero muchos temían que, si esa diferencia era real, la abolición de la esclavitud dejara en libertad a los elementos del zoológico humano desatando el caos. En 1822, un grupo que se autodenominó American Colonisation Society compró tierras en África Occidental para crear allí una colonia llamada Liberia (la actual República de Liberia), porque no podían asumir que los esclavos negros liberados quisieran establecerse junto a ellos ostentando sus mismos derechos. La repatriación a su continente de origen parecía una solución cómoda, pero no tuvieron en cuenta que, tras generaciones de esclavitud, la mayoría de los afroamericanos ya no conservaban en África vínculos tangibles y mucho menos en un país nuevo que seguramente sus ancestros no habían visto nunca.
Louis Agassiz, un naturalista suizo discípulo de Georges Cuvier, se mudó a Norteamérica en 1846, donde defendió enérgicamente la idea de que no había que tratar a blancos y negros por igual. Sentía tal desagrado físico cuando los criados negros le servían la comida en el hotel que apenas podía comer. Estaba convencido de que las distintas razas habían surgido en lugares diferentes y poseían un carácter y una capacidad intelectual diversa.
Se culpó a los esclavos mismos de la existencia de la esclavitud al afirmar que no se encontraban en esa degradante y miserable situación porque se los hubiera esclavizado a la fuerza, sino porque era su lugar en el universo. En una reunión de la British Association for the Advancemente of Science celebrada en Plymouth en 1841, un propietario de esclavos norteamericano de Kentucky llamado Charles Claswell ya había afirmado que los africanos parecían monos. En su libro de 1854 titulado Types of Mankind, el médico norteamericano Josiah Clark Nott y el egiptólogo George Gliddon llegaron a dibujar los cráneos de personas blancas y negras que luego comparaban con los de los simios. Mientras que el típico rostro europeo era una escultura clásica, las caras africanas semejaban burdas caricaturas de rasgos tan exagerados que realmente parecían tener más en común con los chimpancés y los gorilas.
En 1851, la idea de que la gente de color padecía sus propias enfermedades llevó a Samuel Cartwright, un médico que ejercía su profesión en Luisiana y Mississippi, a identificar lo que consideraba una enfermedad propia de los esclavos negros. La denominó «drapetomanía», una enfermedad mental responsable de los continuos intentos de fuga protagonizados por los negros. Evelynn Hammonds, una historiadora de la Universidad de Harvard, me cuenta esta anécdota de Cartwright, que nunca olvida mencionar a sus estudiantes, esbozando una amarga sonrisa. «Para él tenía sentido, porque creía que el estado natural del negro era ser esclavo y, en ese caso, el deseo de huir iba en contra de su naturaleza. De manera que tenía que ser una enfermedad».
Hammond señala otro aspecto inquietante de la obra de Cartwright: la forma en la que describía metódicamente a los enfermos de drapetomanía. «El color de la piel era la diferencia esencial», me dice leyendo sus notas, «[…] pero las membranas, los músculos, los tendones, todos los fluidos y secreciones, los nervios y la bilis también eran distintos. Había diferencias incluso en la carne misma. Sus huesos eran más blancos y duros que los de los blancos, la nuca más corta y oblicua». Cartwright expresó el racismo en terminología médica y Hammonds me explica que «este tipo de observaciones dio lugar a hipótesis sobre las que se investigaba. A partir de la década de 1850 se intentó averiguar si los huesos de la gente de color eran más duros que los de los blancos». Los «descubrimientos» médicos de Cartwright hundían sus raíces en su deseo de mantener la esclavitud