Superior. Angela Saini
que las diferencias entre «razas» sean algo más profundo de lo que pensamos.
* * *
En uno de los primeros relatos europeos sobre los indígenas australianos, el pirata y explorador del siglo xvii, William Dampier, los describe como «el pueblo más miserable del mundo».
Dampier y los colonos británicos que le siguieron hasta el continente despreciaban a sus vecinos, a los que consideraban salvajes atrapados en el inmovilismo cultural desde que surgieron o emigraron allí, por mucho tiempo que hiciera. Los expertos en cultura Kay Anderson, de la Western Sydney University, y Colin Perrin, un investigador independiente, han documentado el estupor que experimentaron los europeos cuando llegaron a Australia. «Los aborígenes que no practicaban la agricultura inquietaban profundamente a los colonos», escriben. No construían casas, no practicaban la agricultura ni criaban ganado. No se explicaban cómo esas personas, si eran humanos como ellos, no habían «mejorado» adaptándose a estos procesos. ¿Por qué eran tan distintos a los europeos?
Las cosas fueron más allá del choque cultural. Los europeos estaban desconcertados, o quizá simplemente no quisieran intentar entender a los habitantes originales del continente, porque en el siglo xviii tenían que justificar que estaban ocupando un territorio que querían reclamar para sí mismos. El paisaje debía ser el mismo que al principio de los tiempos, porque no veían que se hubiera introducido en él modificación alguna. Si la tierra no se había cultivado, según las leyes occidentales era terra nullius: no pertenecía a nadie.
Por la misma regla de tres, si los habitantes pertenecían al pasado, a una era premoderna, sus días estaban contados. «Consideraban que los indígenas australianos se encontraban en un estadio evolutivo primitivo y fosilizado», me comenta Billy Griffiths, un joven historiador australiano que ha documentado la historia de la arqueología en su país y cuestionado la primitiva descripción de los nativos como agua estancada en el aspecto evolutivo. Al menos uno de los primeros exploradores se negó a creer que eran los artífices del arte rupestre que vio. Se pensaba que estaban en una fase más primitiva de la historia de Occidente, que eran la encarnación de una forma antigua, de un peldaño en la escala evolutiva. Desde el momento en el que los encontraron, pensaron que los aborígenes australianos no tenían historia propia. Parecían haber vivido aislados y ofrecían una especie de retrospectiva de la vida humana anterior a la civilización. En 1958, el distinguido y ya fallecido arqueólogo australiano, John Mulvaney, escribió que para los victorianos Australia era «un museo de la humanidad primigenia». Escritores y académicos siguieron refiriéndose a ellos como los hombres de «la Edad de Piedra» hasta finales del siglo xx.
Es cierto que las culturas indígenas mantienen vínculos duraderos con sus ancestros preservando una tradición milenaria. «El pasado remoto es un legado vivo», me dice Griffiths. «Los aborígenes australianos lo sienten en sus huesos […] existen asombrosos relatos sobre sucesos dramáticos preservados en una tradición oral que habla, por ejemplo, de la subida de las aguas del océano al final de la última Edad de Hielo, de colinas convertidas en islas, de la erupción de volcanes en Victoria occidental e incluso del impacto de meteoritos en distintos momentos». Pero eso no significa que su estilo de vida no haya cambiado nunca. Los colonos europeos no supieron entenderlo y la imagen que se creó entonces persistió hasta la segunda mitad del siglo xx.
«No mostraron el más mínimo respeto por los extraordinarios sistemas de comprensión de los indígenas australianos ni por su forma de gestionar una tierra que llevaban cultivando milenios», explica Griffiths. «Durante miles de años esta tierra había estado repleta de historias y canciones, la habían cultivado con estacas, con fuego y con sus propias manos. Hubo enormes cambios medioambientales, sociales, políticos y culturales mientras estos pueblos vivieron en Australia». Sus vidas nunca han sido estáticas. El escritor Bruce Pascoe afirma en su libro, Dark Emu, Black Seeds (2014), lo que ya habían dicho otros académicos: que su forma de gestionar la tierra era tan sofisticada y exitosa, incluida la recolección y la pesca, que equivalía a la agricultura y a las labores de granja.
Sin embargo, los colonos no valoraron nada de lo que vieron. Para quienes se han criado y viven en ciudades, la industrialización sigue siendo la imagen de la civilización. «Es absurdo situar a una sociedad industrial por encima de una sociedad de cazadores-recolectores», me recuerda Benjamin Smith. No es algo fácil de aceptar cuando te has criado en una sociedad que te dice que los rascacielos de hormigón son el símbolo de la cultura avanzada. Sin embargo, desde el punto de vista de las gentes que vivieron en la noche de los tiempos durante milenios más que siglos, en un contexto histórico de larga duración, todo se ve con mayor claridad. Los imperios y las ciudades decaen y caen. Han sido las pequeñas comunidades indígenas, cuyas sociedades no tienen muchos cientos, sino muchos miles de años de antigüedad, las que han sobrevivido a todo. «La arqueología nos demuestra que todas las sociedades son increíblemente sofisticadas, solo que esa sofisticación se expresa de manera diferente», prosigue Smith. «Ellos pensaron su mundo y quizá consideraran que era un lugar mejor para vivir que el de los blancos. Aunque carezcan de sofisticación tecnológica, los miembros de estas sociedades tienen mucho más tiempo libre que los de las sociedades occidentales, tasas de suicidio más bajas y un mejor nivel de vida en muchos aspectos».
Hace pocas décadas que los australianos han empezado a respetar a las culturas indígenas y a estar orgullosos de ellas. Pero incluso hoy se aprecia la resistencia de algunos australianos no aborígenes, sobre todo porque los datos arqueológicos han dejado muy claro que los nativos, de hecho, llevaban ocupando esos territorios no miles, sino muchas decenas de miles de años. «Cuando a mediados del siglo xx se hizo público que estos pueblos llevaban aquí desde la noche de los tiempos […] la gente se lo tomó como una puesta en cuestión de la presencia de una nación de colonos cuya historia era meramente superficial. Todo esto está entreverado con cierta dosis de ansiedad cultural —afirma Griffiths—, porque cuestiona la legitimidad de la presencia blanca aquí».
Los colonos europeos del siglo xix no lograron conectar con las gentes que hallaron. Se negaron a aceptar que eran los auténticos habitantes de aquellas tierras y los descartaron con un apresuramiento propio de mercenarios. Los nativos de Tierra del Fuego, situada en la punta más extrema de Sudamérica, sorprendieron al biólogo Charles Darwin en uno de sus viajes por su desnudez y su aparente salvajismo. Ocupaban el último peldaño de la jerarquía racial humana junto a los australianos y los tasmanos. Un observador afirmó que «descendían a la tumba», pues, como me explica Griffiths, se creía que estaban condenados a la extinción. «La idea dominante era que se extinguirían pronto. Se habló mucho de “facilitar la extinción de una raza moribunda”».
Facilitar la extinción fue una tarea sangrienta. Las enfermedades que precedieron a la invasión se cobraron el mayor número de víctimas. Pero a partir de septiembre de 1794, seis años después de que la primera flota de buques británicos llegara a lo que posteriormente sería Sídney y hasta bien entrado el siglo xx, cientos de masacres contribuyeron asimismo a reducir el número de los indígenas de forma lenta pero inexorable. Según las últimas estimaciones, su número se redujo hasta en un 80%. Murieron cientos de miles de personas, cuando no a causa de la viruela u otras enfermedades que los barcos europeos llevaron a Australia, directamente a manos de individuos, bandas y en ciertos momentos incluso de la policía. Según Griffiths, el genocidio cultural fue igual de implacable. Tenían prohibido practicar su cultura y hablar su lengua. «Muchas personas ocultaban su identidad, lo que contribuyó asimismo al declive de la población indígena».
En 1869 el Gobierno australiano aprobó una ley que permitía separar a los niños de sus padres, por la fuerza de ser necesario, especialmente cuando se trataba de mestizos, a los que en la jerga de la época se describía como de «media casta», de «cuarto de casta» o de «castas» descritas en fracciones aún más pequeñas. El informe oficial de 1997, que enumera los efectos que tuvo esta política sobre una «generación robada» que quedó marcada para siempre, es un auténtico catálogo de horrores. En Queensland y Australia Occidental, los gobiernos obligaron a la gente a vivir en asentamientos y misiones. Separaban a los niños de sus padres a los cuatro años y los alojaban en dormitorios hasta que cumplían los catorce y podían mandarlos a trabajar. Las niñas indígenas que quedaban embarazadas eran enviadas de vuelta a las