La partícula de Dios. Oscar Mortello
poderosos, nuestros abuelos remotos hallaron un gran aliado en esas oscilantes llamas.
Tampoco eran tiempos de religión, de dioses, de sacerdotes o templos. Apenas un animismo más terrorífico que contenedor envolvía la vida. Esos hombres compartían con el actual, sin embargo, un poderosísimo motor, ese que hizo del humano el más maravilloso ser vivo que habita la Tierra: la curiosidad.
Ese fuego que, casi con seguridad, el Homo erectus vio por primera vez cuando un rayo incendió la vegetación circundante, debía ser atrapado y dominado de alguna manera, para que pudiera servirle, y no amenazarlo. Ninguna casta religiosa condenaba el uso "abusivo” de la curiosidad. Estaba sólo la Naturaleza, la gran proveedora y, también, la gran enemiga que podía blandir los peores cataclismos. Pero, ya en esos albores, el hombre se dispuso a desafiarla. Y no fue en vano.
De Prometeo a los estudios sistemáticos
Durante miles de años, el fuego, robado por Prometeo a los dioses, acompañó la evolución del hombre, y éste le respondió haciendo de él un culto tan poderoso como el que se le tributaba al Sol. Caldeos, persas y griegos alzaron templos en su nombre, y se lo consideraba una gracia que les había regalado el cielo.
Sin embargo, como en los albores, el ser humano volvió a escuchar con más atención su curiosidad que a los sacerdotes, y el rayo de Zeus y el calor de Helios ya no lo satisficieron.
Lo cierto es que, hasta bien entrado el siglo XVIII, cuando el padre de la química moderna, Antoine Lauret de Lavoisier, logró explicarlo convenientemente, la humanidad desconocía el proceso de la combustión. Llevaba siglos conviviendo y valiéndose del fuego, pero ignoraba cuál era la mezcla química que hacía arder ciertos materiales.
Era menester desafiar una vez más a los sacerdotes, y fue un alquimista y físico alemán, de nombre Johann Becher, quien en 1667 postuló, por primera vez, una teoría al respecto.
Becher, y su entusiasta compatriota Georg Ernst Stahl, un médico y químico nacido en la pequeña ciudad alemana de Ansbach, elaboraron y defendieron una hipótesis sobre una rara sustancia, carente de peso e invisible a los ojos, a la que Becher bautizó como “azufre flogisto”. Ésta, que rápidamente se conoció sólo como “flogisto” (“inflamable”, en griego), era la responsable de que ciertos materiales ardieran. Sólo los materiales según aseguraban Becher y Stahl que poseían flogisto eran capaces de ser combustibles.
Para sostener su hipótesis, Becher decidió reacondicionar la jerarquía teórica de los cuatro elementos, consagrada muchos años antes de que el alemán naciera: tierra, agua, aire y fuego no eran equiparables para el alquimista germano. Sólo la tierra y el agua, decía, eran los elementos fundamentales. El aire y el fuego apenas eran complementos transformadores.
Como ocurriría varios siglos después, cuando algunos científicos comenzaron a elaborar sus teorías sobre el origen del universo, Becher carecía de información empírica y optó por una especulación conveniente para sostener su hipótesis.
Todos los cuerpos, según afirmaba, estaban compuestos de tierra y agua en diferentes proporciones. Pero, además, también el componente "tierra” tenía sus particularidades. Existía, según el alemán, un tipo de tierra de aspecto vítreo, que podía observarse con claridad, por ejemplo, en las piedras; había otro tipo de tierra, a la que él denominaba grasa, capaz de favorecer la inflamabilidad; y, por último, aquella que se distinguía por su fluidez, propia de los líquidos.
Los cuerpos a considerar, entonces, eran los de la segunda especie: aquellos que estaban constituidos por esa tierra grasa (azufre, la llamaban los alquimistas). Dicha tierra afirmaron Becher y Stahl tenía la propiedad de contener esa sustancia sin peso ni olor ni visibilidad que, sin embargo, hacía que ese cuerpo fuese inflamable.
A pesar de que ninguno de los dos alemanes había podido demostrar en forma empírica sus postulados, la teoría del flogisto se expandió rápidamente por Europa y ganó adeptos.
Joseph Priestley, por ejemplo, un científico y teólogo británico, estuvo muy cerca de comprobar que era el oxígeno y no el flogisto el comburente (sustancia que logra la combustión o la acelera) que hacia arder los cuerpos combustibles. Llegó, incluso, a denominar "aire flogistizado” al elemento que producía la combustión, mientras desarrollaba su teoría sobre "fluidos elásticos” (gases). Creía que dicho elemento simplemente actuaba como comburente porque contenía flogisto.
Hasta 1785, en que Lavoisier presentó y demostró la ley de la conservación de la materia ("Nada se pierde, todo se transforma”), para los alquimistas del siglo XVII y mediados del siglo XVIII era impensable que tras una combustión no hubiese pérdida de peso en los residuos. Ninguno, entonces, se ocupó de pesar las cenizas.
Avanzar dos pasos, retroceder uno
La teoría del flogisto, aceptada durante tantos años fue, acaso, uno de los mayores logros de los alquimistas europeos del siglo XVII y mediados del XVIII.
Tal vez, porque, después de las incansables búsquedas de la “piedra filosofal” y del “elixir de la vida”, la teoría del flogisto fue la que más se acercó a los arrabales de la ciencia moderna. La ciencia avanzaba en espiral, no en línea recta, pero avanzaba.
Sin embargo, quienes teorizaron sobre aquella rara sustancia, incluidos Becher y Stahl, estaban más cerca de la magia, de la religión, del animismo y del misticismo que de la ciencia; por lo cual quedaron inexorablemente encorsetados en esa visión del mundo.
Muchos de aquellos alquimistas se identificaban con el rosacrucismo (Orden de la Rosa Cruz) y habían leído La Verdadera y Completa Preparación de la Piedra Filosofal, de la Hermandad de la Orden de la Rosa Cruz de Oro, una obra esotérica aparecida en 1710 y escrita por Samuel Richter, bajo el seudónimo de Sincerus Renatus; un trabajo que, antes que nada, fijaba las reglas que debían respetar quienes pretendiesen ser admitidos en dicha orden.
Además, para aquellos alquimistas, incluso para los que más se empeñaron en comprender determinados fenómenos naturales, la búsqueda de la piedra filosofal nunca dejó de ser un imperativo. Era ella la que podía convertir los metales bases en oro o plata; pero, más que eso, era la que les podía permitir la iluminación y la felicidad celestial.
En un solo párrafo, Juan Ignacio Cuesta define lo que era, en verdad, el objetivo de los alquimistas:
"Purificar la materia en busca de lo noble podía tener un paralelo capaz de proporcionar un buen justificante a tanto trabajo, purificarse a sí mismos. El verdadero adepto no buscaría sólo resultados materiales, sino que éstos eran el punto de referencia donde reflejar una operación sobre el propio espíritu en busca de alcanzar una realidad superior, negada a la mayoría de los hombres. Era la alquimia espiritual la verdadera, a decir de muchos, aunque otros sólo contemplasen la vigencia de la material”.
Es cierto, los alquimista dejaron tras su paso pocos resultados científicos relevantes, pero aquellos hombres, tan ocupados en la composición de los metales como en la filosofía y el arte, fueron quienes acabarían abriéndoles la puerta a la química y a la física modernas.
El cielo en un disco
El fuego fue, sin dudas, el gran compañero del hombre a lo largo de su evolución. Lo aterrorizó al principio, se dejó domesticar después, y caminó junto a él a lo largo de su historia. Y una de las principales razones por las que hombre pudo dominar al fuego y ponerlo a su servicio fue la proximidad. Sí, el fuego estaba, o podía estar, cerca.
No ocurrió lo mismo con el cielo, esa entidad distante que, cada tanto, se empeñaba en castigar al minúsculo ser humano. Inalcanzable y misterioso, el cielo fue, sin embargo, tan atractivo, que el hombre jamás pudo quitar los ojos de él. Allí habitaban la bondad, e incluso la maldad; allí se escondía el gran misterio de la vida.
Hace más de 3.000 años, el hombre debía apenas conformarse con lo que sus ojos podían mostrarle del firmamento lejano, plagado de puntitos luminosos y con un gran círculo plateado de noche, o con el enorme globo naranja que durante el día le proporcionaba calor y luz.
Ya por entonces, el hombre comenzó a ensayar