La partícula de Dios. Oscar Mortello
en Alemania, un grupo de arqueólogos descubrió lo que luego darían en llamar “disco celeste de Nebra” (Nebra es la ciudad próxima a ese monte). Era una placa de bronce, redonda, de unos 2 kilos de peso y de 32 centímetros de diámetro. Luego, comprobaron que se trataba de la más antigua representación del firmamento conocida, pues se estableció su data en unos 1.600 años antes de Cristo.
El disco, cubierto de pequeños circulitos blancos que representan las estrellas, incluye un círculo mayor, que es la luna llena (o el sol, según algunos investigadores), y a su derecha se ve la representación de la luna en cuarto creciente.
Pero, entre ambas lunas (la llena y la de cuarto creciente), aquella comunidad que observaba el cielo y talló el disco ya había descubierto las Pléyades, o las Siete Hermanas, ese grupo de estrellas bien visibles durante la noche, que luego ocuparía un sitio privilegiado en la mitología.
Sobre los bordes, a derecha e izquierda del disco, los observadores primitivos habían dibujado dos arcos que representaban la salida y la puesta del sol.
Lo más significativo del hallazgo fue que los astrólogos comprobaron que el disco había sido enriquecido por etapas: se le agregaban representaciones según los conocimientos que aquella comunidad prehistórica iba adquiriendo respecto del cielo. La primera versión del disco, por ejemplo, no incluía la representación de la salida y la puesta del sol. Los arcos, que fueron agregados luego, tienen el ángulo exacto que forma el recorrido del sol entre el momento en que se asoma y el ocaso, entre el solsticio de invierno y el de verano, en la latitud en la que fue hallado el disco.
Por último, en la parte inferior, se agregó otro arco que representa la barca solar; aquella barca en la que, según los egipcios, navegaba el dios Ra, simbolizando el camino de la vida, similar al trayecto que recorre el sol a lo largo del día. La barca iba desde el nacimiento de un ser humano hasta su muerte. O sea, desde la salida del sol hasta el ocaso.
El inicio de un largo camino
Como se ve, esos astrólogos de la prehistoria, al igual que luego los alquimistas del siglo XVII, combinaban la ciencia con la religión y, si se quiere, con la filosofía, sin dejar de lado un toque metafórico o poético. Tenían una mirada propia y particular del mundo y de la vida del hombre, y la plasmaban. Aún la ciencia no era independiente de las miradas individuales, pero iba despuntando.
En un trabajo para arqueoastronomía (o sea, las manifestaciones antiguas de esta ciencia), el investigador José Lull pasa revista a diferentes interpretaciones que los astrónomos han hecho respecto del significado que cada elemento tiene en el disco. Por ejemplo, Wolfhard Schlosser, astrónomo de la Universidad de Bochum, Alemania, opina, respecto del disco mayor, que podría ser tanto una luna llena como el sol. Dice Lull:
"Para el disco dorado, Schlosser supone más interpretaciones. Sol, luna llena, eclipse lunar. De hecho, para él también cabría la posibilidad de que la media luna representase un eclipse parcial, solar o lunar. Lo cierto es que, si la luna creciente se mueve por encima de las Pléyades, una semana después es posible un eclipse lunar. Esto se produce una vez cada diez años. Por el contrario, si la luna pasa por debajo, esta opción queda excluida. Por ello, el disco dorado podría simbolizar la luna oscurecida durante el eclipse. Según esto, los hombres de Nebra sabrían calcular eclipses lunares”.
Los astrónomos relevados por Lull tienen, en muchos casos, interpretaciones sustancialmente distintas respecto de la simbología que los hombres de la Edad de Bronce procuraron expresar en el disco.
Algo, sin embargo, es concreto: 1.600 años antes de Cristo, el hombre ya sentía fascinación por todo ese universo que estaba fuera de su alcance, al menos de forma material, táctil. Trataba, entonces, de interpretarlo, de conocerlo, de descubrirlo.
Aquellos astrónomos de la prehistoria habían comenzado a recorrer un camino que, en el 2012, desembocó en el colisionador de hadrones, que pudo descubrir la huidiza “partícula de Dios”. Pero faltaban muchos insomnios y esfuerzos todavía.
La gran revolución
Su nombre polaco era Nikolaj Kopernik, pero fue rebautizado en latín como Nicolaus Copernicus, y pasó a nuestra lengua como Nicolás Copérnico. Había nacido en la bella ciudad de Torun, a la vera del río Vístula, y fue el más brillante astrónomo que dio el Renacimiento. Nació en 1473 y falleció en 1543.
Su nombre ha quedado ligado a los saltos trascendentes del conocimiento; así, un logro determinado en cualquier ciencia suele ser presentado como una “revolución copernicana”, volviendo adjetivo su apellido latinizado.
Entre el siglo XIII y el siglo XIV, el hombre ya se había empecinado en mirar al cielo, y contaba con muchas más herramientas que esos astrónomos de la prehistoria. El cielo, en realidad, era “el Universo”, y en esa infinitud inacabable estaban la Tierra, la Luna y también el Sol.
Algo inquietaría a Copérnico, algo aceptado ya sin discusión. Los hombres del Renacimiento, y particularmente por efecto de la Iglesia Católica, mantenían un axioma (ley incontrastable) que databa de los tiempos de Aristóteles: la Tierra estaba en el centro del Universo, inmóvil. Eran la Luna y el Sol los que giraban en torno de ella.
El gran maestro griego, que metió las narices en todas las disciplinas de su tiempo, había afirmado también que el Universo era esférico, finito, con la Tierra en el centro. Además, desconociendo el concepto de gravedad (300 años antes de Cristo era imposible que ese concepto pasase por la mente de un hombre), Aristóteles afirmaba que los cuerpos más pesados caen de forma más rápida que los más livianos, si sus formas son iguales. Debía llegar Galileo Galilei para probar el error... Pero volvamos a nuestro revolucionario polaco.
Para Copérnico, la teoría de un sabio "menor”, Aristarco de Samos, era mucho más sólida y coherente que la de Aristóteles. Aristarco postulaba el modelo heliocéntrico, o sea, colocaba el Sol en el centro del Universo, no la Tierra.
Para los astrónomos de los tiempos de Aristóteles, y también de Aristarco, el firmamento era una confirmación indubitable de lo que decía Aristóteles. Desde la Tierra, los planetas, el Sol y la Luna giraban en torno a ese centro del universo que era la Tierra. Sin embargo, para el griego Aristarco, existía un dato que lo inducía a pensar que, en rigor de verdad, era el Sol el centro del universo.
El hombre nacido en Samos, que además era un matemático de fuste, había calculado que, en el momento en que la Luna estaba en cuarto creciente o cuarto menguante, ella, el Sol y la Tierra formaban un ángulo recto, y el ángulo opuesto al cateto mayor era de 87°. Eso le informaba que el Sol era 20 veces más grande que la Tierra (aunque, en realidad, es 400 veces más grande); por su tamaño, entonces, debía ser necesariamente el centro, y el resto debía orbitar a su alrededor.
Casi nada había quedado de los trabajos del astrónomo griego cuando Copérnico comenzó a hacer sus propias investigaciones. Uno de los incendios que padeció la célebre biblioteca de Alejandría transformó en cenizas los estudios de Aristarco. Sí sobrevivió, en cambio, aquel cálculo errado respecto del tamaño del Sol; y esto, aparentemente, le bastó al polaco de Torun para hacer a un lado la teoría de Aristóteles.
En 1533, buena parte de la teoría de Nicolás Copérnico había llegado a oídos de sabios y científicos de Europa, sin que el propio autor se hubiese decidido aún a publicarla. ¿Le faltaba corroborar determinadas afirmaciones o la demora obedecía a cuestiones que no tenían que ver con lo estrictamente científico?
La duda no es forzada porque Copérnico era, además de astrónomo, matemático, jurista, físico, economista y... clérigo católico. Y, acaso, el manifiesto interés mostrado por Clemente VII para conocer su teoría, cuando fue informado de los trabajos del polaco, lo convenció de tomarse un tiempo más... Tanto, que su obra fundamental sólo fue publicada luego de su muerte.
En 1543, poco tiempo después de la muerte de Nicolás Copérnico, Andreas Osiander, un editor alemán, publicó De revolutionibus orbium coelestium (Sobre las revoluciones de las esferas celestes), la obra en la que Copérnico desarrolla toda su teoría respecto del universo.
Allí, Copérnico dice que los movimientos