Privilegiada por elección. Ivonne Díaz de Sandi

Privilegiada por elección - Ivonne Díaz de Sandi


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      Dejarse vencer y no aventurarse nos mantiene presas de emociones negativas y destructivas: angustia, miedo, depresión e infelicidad. Atreverse es un motor maravilloso que llena de aprendizaje y hace mejores a las personas; y si se logra el objetivo también produce mucha satisfacción y felicidad.

      Si estás satisfecha o no con tu experiencia o realidad al día de hoy, es el resultado de las decisiones que has tomado. Tu vida nunca va a ser perfecta, pero tienes el poder en tus manos para vivirla plenamente; es cuestión de actitud, gratitud, percepción, perseverancia, y nunca dejar atrás tus sueños.

      Te invito a que seas dueña de tu destino y no dependas en ningún aspecto de tu vida; que tomes decisiones de cómo quieres llevarla, hacia dónde te diriges y con quién quieres compartirla. Es lo que a mí me ha llevado a vivir llena de paz, bienestar y satisfacción.

      Deja las excusas, porque lo único que necesitas es creer en ti, en tus sueños, luchar por ellos, dejar a un lado tanto ruido externo y personas tóxicas para escuchar tu voz interior, ya que nuestra alma nos guía hacia lo que nos apasiona.

      Busca cómo puedes aportar a nuestra sociedad; el servir a los demás, devolver un poco de las muchas bendiciones que he tenido es lo que personalmente más satisfacción y felicidad me ha dado.

      Te agradezco por darte el tiempo de leer este libro y deseo que conocer mi historia te inspire a escribir la tuya de una manera diferente, contigo al mando.

      He sido muy afortunado; en la vida nada me ha sido fácil.

      Sigmund Freud

      Era el 3 de enero de 1981; mi mamá tenía un plan fantástico: un día para mí, dedicado a hacer lo que más me gustaba. Mi papá no quiso acompañarnos ya que no se sentía muy bien, y mis tres hermanos tenían compromisos con novias y amigos.

      Fuimos a comer a un restaurante, al cine a ver la película La dama y el vagabundo de Disney, y a jugar a casa de mis primas. Disfrutaba mucho jugar con ellas a las barbies. Con mi Barbie Giovanna y el Ken pasábamos horas en historias interminables de amor de princesas, con tendidos en el piso haciendo castillos. Más tarde salimos a patinar con otros primos y amigos que vivían en la misma cuadra. Llevaba puesto un overol azul turquesa que me encantaba. Mi mamá me dijo que me cambiara para salir a jugar, y por supuesto que no le hice caso: yo quería estar con mi ropa favorita y lucir hermosa por si salía Ulises, el vecino de mis primas que me gustaba.

      Jugamos y patinamos por todos lados, y en algún momento se nos ocurrió agarrarnos en la parte trasera de un camión repartidor de refrescos para que nos jalara e impulsara más fuerte. Claro que me tropecé, caí, rompí el overol, me raspé las rodillas, y con la cabeza baja y llorando fui a dar con mi mamá diciendo: “Tenías razón, ya rompí mi pantalón...”.

      Mi mamá, al ver lo afligida que estaba por la ropa dañada y las rodillas raspadas, me abrazó y dijo: “No te preocupes, luego te compro otro, pero ya vámonos que tu papá nos está esperando”.

      Regresamos a casa alrededor de las siete de la noche. Cuando llegamos frente al portón, mi mamá tocó el claxon del coche para que papá saliera a recibirnos y a abrirnos la puerta como siempre lo hacía. Al cabo de unos minutos, como no había ninguna respuesta, yo me bajé a toda prisa, abrí el portón para que mi mamá metiera el coche y salí corriendo en busca de papá para saludarlo y platicarle todas mis experiencias del día.

      Cuando llegué a la parte cerrada de la cochera noté la luz encendida, corrí al interior porque supuse que él estaba ahí, y mi gran sorpresa fue encontrarlo tendido en el piso, inconsciente.

      Salí corriendo y gritándole a mamá; entramos nuevamente, y cuando ella se dio cuenta de lo que estaba sucediendo me dijo que fuera a pedir ayuda con los vecinos.

      Ya no me dejaron regresar y me quedé con la hija de la vecina.

      Mi papá había muerto a los setenta y dos años de un infarto. En la madrugada me llevaron al velorio y después de eso, nunca lo volví a ver. No me llevaron a la misa ni al entierro porque era muy pequeña. Tenía ocho años.

      En ese momento mi vida cambió por completo.

      Mi infancia había sido muy feliz, con lo suficiente económicamente para vivir sin carencias en una familia mexicana de clase media.

      Mi papá era treinta años más grande que mi mamá. Ahora viuda a los cuarenta y un años, con cuatro hijos, tenía que sacarnos adelante sola. La recuerdo trabajando desde antes de que mi papá falleciera, pero la sentí mucho más ausente de casa cuando él murió. Era una mujer joven, trabajadora, responsable, luchona, disciplinada y valiente; en una constante búsqueda espiritual y queriendo darnos lo mejor. Se había quedado sin respaldo y salió a trabajar más intensamente para mantener el nivel de vida que teníamos. Daba clases en el canal 4 de la televisión de Guadalajara y tenía dos negocios de artesanías y decoración.

      Mis hermanos, que eran ocho, diez y doce años mayores que yo, la apoyaron en las tiendas. Al poco tiempo, Jorge, el más grande, se casó y solamente quedamos en casa Ricardo, Gerardo, el más chico de los hombres, y yo.

      Ricardo ayudaba a mi mamá llevándome a la escuela; íbamos en una bicicleta de carreras y era toda una aventura. Cuando salía de clases, una compañera y su mamá me daban aventón y me dejaban en la esquina de una de nuestras tiendas, que estaba a cuatro cuadras de mi casa. Yo iba caminando a la casa para llegar a comer porque a las tres de la tarde tenía entrenamiento de natación, al que me llevaba cualquiera de mis hermanos o mi mamá, y cuando me recogían a las cinco, iba a clases de hawaiano, tahitiano, ballet, flamenco o gimnasia olímpica. Cuando no iba a alguna actividad me quedaba a cargo de mi nana Chuy y de Gerardo, que me acompañaba mientras yo hacía las tareas o veía caricaturas. Cuando él era el encargado de llevarme o recogerme de mis clases, íbamos también en bicicleta.

      Me volví una niña súper ocupada viviendo con adultos; todo el tiempo en clases de idiomas, baile, entrenamientos deportivos o alguna otra actividad, pero un poco olvidada. Esta era una forma en que mi mamá evitaba que yo estuviera sola y ociosa. Me mantenía aprendiendo, desarrollando habilidades y ejercitándome para que ella pudiera salir a trabajar.

      Recuerdo una ocasión en que, como era costumbre, me llevaron a entrenar a la alberca de la Universidad Autónoma de Guadalajara y solamente llevaba puesto mi traje de baño, gorra, chanclas, googles y toalla porque se me había hecho tarde. Se suponía que uno de mis hermanos me recogería y traería mi cambio de ropa para que terminando el entrenamiento nos fuéramos corriendo a la siguiente actividad. Terminó mi entrenamiento y dieron las cinco, las ocho y a las diez de la noche el guardia de seguridad de la caseta de la entrada, como cambiaba de turno y entraba otro, se me acercó y ofreció llevarme a casa con su esposa, que había llegado por él. Yo acepté y llegamos a casa pasadas las diez de la noche; cuando mi mamá me vio en traje de baño con un extraño se le desfiguró la cara y se puso blanca... Al explicarle, le dio las gracias y no paraba de preguntarme por mi hermano, quien se suponía me recogería. Cuando llegó a los pocos minutos, mi mamá le preguntó: “¿Y tu hermana?”. Él palideció, se llevó las manos a la cabeza y muy asustado exclamó: “¡Mi hermana!”. Mi mamá, después de calmarlo, lo regañó.

      Viví muchas experiencias como estas con mucho miedo; solía esconderme en los árboles o debajo de la cama mientras esperaba a que me llevaran a mis actividades o llegara alguien a mi casa para hacerme compañía aparte de Toy, mi querido y gracioso perro french poodle gris.

      En esa época me sentía muy sola, olvidada y con mucho miedo. La ausencia de mi papá no la asimilaba bien y sentía que tenía que ser responsable y hacer mis deberes a pesar de mis sentimientos, que no se los comunicaba a nadie. Suponía que eso era lo normal y así era la vida: navegar sin rumbo, que es como me sentía.

      La vida pasaba, Ricardo después de un par de años también se casó, y mi mamá sobrellevaba las cosas.

      Tres años habían pasado desde de la muerte de mi papá cuando fuimos de vacaciones


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