Privilegiada por elección. Ivonne Díaz de Sandi
se quedó estudiando en la universidad y viviendo con amigos en un departamento en Guadalajara. Tuve que dejar gran parte de lo que amaba y me daba seguridad: el Colegio Franco Mexicano, mi escuela de toda la vida, clases y entrenamientos deportivos; amigos, casa, ciudad, país… Fue otro cambio grande para mí; me obligó a enfrentarme a una cultura e idioma diferentes, otra escuela, distinto club deportivo, nuevos amigos; y convivir con el esposo de mi mamá, quien era muy bueno conmigo, pero poco cariñoso. Yo sentía constantemente como si fuera una competencia por el cariño de mi mamá.
No estaba feliz del todo y ella se daba cuenta. Me sentía sola, en un ambiente en el que tenía que hacer un esfuerzo para encajar; extrañaba mi escuela, familia, amigos; y aunque tenía a mi mamá, ella trabajaba y también se abría camino en ese país.
Seguía con la sensación de que mi vida era como un barco navegando sin rumbo, que hacia donde el viento soplaba era a donde yo iba.
Para mi mamá era muy importante y valioso que yo fuera feliz, siempre me lo repetía; quería que me desarrollara en un ambiente sano, y me dio la opción de regresar a México. Yo entendía que era muy válido que ella buscara su felicidad; estaba consciente de que si había escogido a su marido y estar con él, implicaba vivir en otro país, pero yo no estaba cómoda en esta nueva familia al sentir que tenía que luchar por su amor, y no me gustaba. Sabía que ella no me dejaría de amar y quería evitarme el vivir con disgustos con su esposo y ponerla entre los dos, así que decidí ceder el vivir con ella para buscar lo que me hacía feliz. No sabía qué consecuencias tendría esto, pero mi mamá me apoyó y creí que era la forma en que las dos podíamos ser felices.
Al cabo de un año de estar en Estados Unidos decidimos que me iría a vivir con la familia de mi tía, hermana de mi mamá. Concluimos que eso era lo más conveniente porque mis primos, aunque más chicos que yo, también estudiaban en el Liceo Franco Mexicano, y por cuestión de logística y de las edades que teníamos, yo encajaba perfecto en su dinámica familiar. Había además un gimnasio a unas cuadras de su casa en donde podía hacer ejercicio.
Mis hermosos tíos, excelentes personas, muy disciplinadas y trabajadoras, me recibieron en su casa, lo que les agradezco profundamente porque siempre me acogieron como una hija más y me enseñaron a seguir luchando por mis objetivos. Convivir con ellos me mostró que la mejor herencia que le podemos dar a los hijos es la educación y valores.
Cuando terminé la secundaria regresé a vivir con mi mamá a Chicago para continuar mis estudios. Al cabo de cinco meses regresamos a Guadalajara de vacaciones. Comencé a salir con amigos y me di cuenta de que me gustaba mucho más la vida, sociedad y entorno en general para vivir y estudiar en México que en Chicago. Nuevamente le pedí a mi mamá que me permitiera regresar a Guadalajara y ella accedió.
Tenía quince años. Era una adolescente en constante búsqueda de respuestas y felicidad. Me sentía con todas las ganas de comerme el mundo. Me inscribí en la preparatoria de la Universidad del Valle de Atemajac y me fui a vivir con mis abuelos maternos. Ellos eran una pareja admirable, gran ejemplo de compromiso, solidaridad y amor; mi abuelo siempre fue un modelo de integridad, lucha, trabajo y entrega para mí; hombre espiritual y de servicio a los demás, que logró construir una gran familia y empresa a base de su trabajo. Yo los quería mucho, por lo que me pareció una buena opción. Desafortunadamente no funcionó por razones que hoy me parecen obvias: querían cerrar la puerta a las ocho de la noche porque se dormían temprano, y que yo ya estuviera en casa a esa hora para dormir; y yo deseaba salir a hacer deporte, con mis amigos, a divertirme. Había una enorme diferencia de edades para poder compartir gustos o intereses.
Agradeciendo a mis abuelos, mi hermano Ricardo y su esposa Tutuy me abrieron las puertas de su casa y me fui a vivir con ellos.
Ellos eran una pareja de recién casados y yo una adolescente queriendo descubrir el mundo, y como era de esperarse no estuve mucho tiempo viviendo ahí. Yo apreciaba mucho que me hubieran albergado, pero entendí que en ese momento preciso de nuestras vidas tanto ellos como yo necesitábamos libertad y espacio, ya que nos encontrábamos en etapas muy diferentes.
Mi mamá encontró otra solución: como mi hermano Gerardo vivía con amigos y estudiaba agronomía en la Universidad Autónoma de Guadalajara, nos propuso que viviéramos juntos y de esta manera nos apoyáramos como familia, ya que sería una casa para los dos. Nos fuimos a un departamento, lo que nos unió mucho. Éramos confidentes y nos apoyábamos. Me enseñó a cocinar mis primeros platillos, hacíamos ejercicio, él corría y boxeaba, yo lo acompañaba en la bicicleta y vivíamos muchas aventuras; se hizo amigo de mis amigos, llegaba en la madrugada después de las fiestas a platicarme sus parrandas y a decirme que me quería mucho.
Unos años después nuevamente tuvimos que separarnos porque él se iría a hacer un semestre a Chihuahua y yo no podía quedarme sola en el departamento, ya que era muy pequeña.
Con mi mamá viviendo fuera del país, y después de haber probado otras opciones, lo más viable fue irme a un internado que estaba en Guadalajara arriba del Colegio de La Vera Cruz, en donde todas las mujeres que vivían ahí eran de otras ciudades y mayores de dieciocho años. Lo manejaban las madres religiosas del colegio, quienes abrían la puerta a las seis de la mañana y la cerraban a las diez de la noche, por lo que había la libertad de hacer durante el día lo que cada quien decidiera: estudiar o trabajar. Tenía quince años, y aunque era la más pequeña de todas, mi mamá habló con las madres de lo responsable que era y que haría las cosas como todas las demás, por lo que me aceptaron.
Conocí muchas amigas que me abrieron la posibilidad de entender diferentes tipos y estilos de vida, costumbres y situaciones que se vivían en un internado como este, pero no me era tan sencillo, ya que cada quien era responsable de limpiar su cuarto y prepararse sus comidas; más bien era muy cansado para mí ser y comportarme como un adulto a mis quince años.
En ocasiones pensaba que la vida era injusta porque lo que yo realmente quería era el apapacho de una familia, sentirme segura, mi casa, y la certidumbre de que no tendría que cambiarme cada año.
Seguía sintiéndome sola y olvidada, carente de amor; pero tantas mudanzas también me ayudaron a entender que la vida es un constante cambio y que no debemos apegarnos a las personas ni a las cosas. Aprendí a viajar ligera, a valorar mis pertenencias y a que no se necesitan muchas cosas para vivir plena; lo material va y viene, así que si pasaba algún tiempo sin usar alguna cosa, la regalaba para que alguien más la aprovechara.
Estar sola y no depender de nadie para que se hiciera cargo de mí me dio un sentido de responsabilidad muy grande; me di cuenta delo fácil que sería equivocarme por no tener una persona mayor de edad como guía, y como no tenía una mejor opción, de forma natural comencé a tomar decisiones que según yo eran las mejores y correctas para llevar mi vida.
Construí mi personalidad con valores como la libertad, disciplina, responsabilidad, respeto, ser valiente, competitiva y aprender de los demás, que hasta ese momento había tomando como ejemplo de mi mamá, tíos, hermanos y amigos, y que me ayudaron a seguir el camino sin que el miedo me paralizara.
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