Ciudadanía global en el siglo XXI. Rafael Díaz-Salazar
poco hizo siempre la humanidad a lo largo de su historia: recolectar y cultivar alimentos. Y lo hacen de una manera tradicional, en el marco de lo que podemos denominar el modo agrario tradicional o campesino, caracterizado por la producción a pequeña escala orientada al autoconsumo o a los mercados locales, con empleo de energía solar —músculo humano o animal, agua, viento y biomasa— y recursos autóctonos. Son ecologistas, aunque no sean conscientes de ello, pues organizan sus vidas a partir de los recursos bióticos presentes en su territorio, siguiendo un modelo de desarrollo acorde con la naturaleza, concebida no solo como el hogar que proporciona los recursos necesarios para su reproducción, sino también como la maestra que enseña a manejarlos.
En un momento en que la civilización industrial capitalista nos coloca frente al colapso ecológico, estos pueblos se organizan comunitariamente y ofrecen un modo de vida íntimamente ligado a la naturaleza a través de sus cosmovisiones, conocimientos y prácticas productivas, manteniendo una relación profunda y sabia, en el orden material y espiritual, con su territorio. Mientras la crisis ecosocial representa la principal amenaza existencial de la actualidad, el ecologismo popular de los pueblos y comunidades que viven armónicamente en sus territorios desde tiempos inmemoriales representa la lucha frente a las dinámicas ecocidas y una reserva de sabidurías y enseñanzas capaz de iluminar una auténtica ciudadanía global. ¿Por qué? Porque a diferencia del modo imperial de vida, el modo de vida de los pueblos y comunidades que practican el ecologismo desde antes de que se inventara el término es el único capaz de universalizarse y garantizar la sostenibilidad sin necesidad de exclusiones.
Ciudadanía global
Vivimos con la sensación de caminar sobre una superficie que se resquebraja. A esta fragilidad se suma la incertidumbre ante unos procesos que parecen fuera de control y sobre los que nuestro conocimiento resulta muy parcial. La inseguridad y el miedo que se desprenden de esta fragilidad e incertidumbre deberían conducirnos a interrogarnos sobre cuestiones que, solemnemente, podríamos denominar esenciales, como ocurre en el plano personal cuando experimentamos situaciones cercanas a la enfermedad o a la muerte. Pero, por el momento, no hemos sido capaces de destilar la suficiente sabiduría como para proporcionar respuestas en positivo. Antes bien, predomina la reclusión en comunidades cerradas, la obsesión por trazar fronteras y por individualizar la gestión de unos riesgos cuya naturaleza es marcadamente global con la vana ilusión de que así se logrará la protección necesaria. Unas respuestas que no hacen sino profundizar el autoengaño.
Podemos enunciarlo de forma muy sintética: las respuestas individuales y los repliegues nacionales no son la solución a unos problemas que son globales y cuyas causas son estructurales; necesitamos con urgencia construir ciudadanía global, una ciudadanía que, en coherencia con los que venimos diciendo, debe estar bien informada, ser radical, resaltar su dimensión política y moral y beber de todas las fuentes de sabiduría a su alcance. Una ciudadanía bien informada con los conocimientos que proporciona la ciencia para ser conscientes de que la acción humana no está a la altura de la complejidad que ella misma genera. Las enormes capacidades productivas que otorgan la economía y la tecnología se han utilizado sin plena conciencia de las consecuencias que conjuntamente tienen sobre la naturaleza y el funcionamiento del planeta Tierra.
Una ciudadanía bien informada científicamente para romper con la ignorancia interesada y con la indiferencia general convertida en el principal peso muerto de la historia. Una ciudadanía radical en la medida en que no desatiende las raíces culturales y económicas de la crisis ecosocial actual. Una ciudadanía que realza su dimensión poliética (Fernández Buey, 2003) porque es capaz de fusionar la responsabilidad moral de nuestros actos con la política, desvelando cómo se articulan y apoyan entre sí los sistemas de dominación capitalista, patriarcal y colonial. Una ciudadanía que se nutre de la sabiduría de los pueblos originarios, de las culturas campesinas y de las experiencias de cuidado que han practicado tradicionalmente las mujeres, que alcanza a reconocer que la humanidad depende de la naturaleza de la que forma parte, que somos naturaleza y que esta ecodependencia es constitutiva de nuestra condición humana, de modo que negarlo implica negarnos a nosotros mismos, mientras que reconocerlo supone asumir responsabilidades.
Capítulo cuatro
Conflictos violentos, construcción de paz y ciudadanía global
Manuela Mesa
El mundo actual se caracteriza por el predominio de una cultura de violencia. Esta situación afecta a millones de personas en todo el planeta que sufren conflictos armados, situaciones de pobreza, injusticia y violación de los derechos humanos, entre otras. Las respuestas a un conflicto son múltiples y abarcan desde la negociación hasta la destrucción del adversario. Con frecuencia se legitima el uso de la violencia como inevitable para resolver los conflictos, pero a lo largo de la historia las opciones negociadas y pacíficas han resultado en numerosas ocasiones mucho más efectivas y no han generado sufrimiento, dolor y destrucción.
Según el informe de Alerta 2019, de la Escola de Cultura de Paz (2019), en el mundo hay 34 conflictos armados, de los cuales 16 se concentran en África, 9 en Asia, 6 en Oriente Medio, 2 en Europa y 1 en América, el que se refiere a Colombia, como consecuencia de la fragilidad del proceso de paz y por la finalización del alto el fuego entre el Gobierno y el grupo guerrillero ELN (Escola de Cultura de Paz 2009: 30). En América Latina, aunque solo se contabilice el conflicto armado de Colombia, la situación de violencia y de inseguridad ciudadana es muy grave y el número de homicidios supera a los de algunos países en guerra (Unodc, 2019). La violencia forma parte de la experiencia de muchas personas en América Latina y la educación no puede quedar al margen de esta realidad.
Violencia y conflicto
Desde la investigación para la paz se diferencia entre violencia y conflicto. Uno de los aportes más relevantes fue el del investigador Johan Galtung (1969) y sus conceptos de violencia directa, violencia estructural y violencia cultural. La violencia directa se relaciona con la agresión y su máxima expresión es la guerra, pero también abarca asesinato, tortura, intimidación, delincuencia, crímenes y terrorismo. La violencia estructural es aquella que procede de las estructuras sociales, políticas y económicas opresivas, que impiden que las personas pueden satisfacer sus necesidades básicas y se desarrollen en toda su potencialidad: la pobreza, el hambre, la falta de acceso a la educación o la salud y el deterioro de los ecosistemas son formas de violencia. La violencia cultural es aquella que procede de la imposición de unos valores o pautas culturales, negando la diversidad cultural y legitimando el uso de la fuerza como forma de resolver los conflictos. Incluye aquellas ideologías o creencias que normalizan o naturalizan la desigualdad de género, la pobreza, el racismo y la xenofobia, la exclusión o la marginación.
Por tanto, la violencia es una construcción social compleja, conformada por actitudes, acciones, palabras, estructuras o sistemas que causan daño físico, psicológico, social o medioambiental o impiden a una persona o grupo alcanzar su potencial humano pleno. Las distintas formas de violencia se retroalimentan entre sí en lo que se ha llamado el “continuum de las violencias” y, con frecuencia, la violencia directa se sustenta en violencias estructurales asociadas a la exclusión y discriminación y en una violencia cultural que legitima la agresión como algo inevitable e inherente al ser humano.
Por su parte, se considera el conflicto como un elemento constitutivo de toda sociedad, que se produce en situaciones en las que las personas o grupos sociales buscan o perciben metas opuestas, afirman valores antagónicos o tienen intereses divergentes. El conflicto no es positivo ni negativo en sí mismo, lo que es importante es la forma en que se regulan o transforman estas incompatibilidades, si es de forma constructiva o destructiva. La mayor parte de los conflictos se resuelven de forma pacífica, recurriendo al diálogo y a la negociación, así como a reglas y procedimientos institucionalizados. A lo largo de la historia, los conflictos han sido una de las fuerzas motivadoras del cambio social y un elemento creativo esencial en las relaciones humanas. Para regular los conflictos de forma pacífica o transformarlos en situaciones no violentas se requiere abordar las raíces de la violencia directa y explorar vías para superar las desigualdades estructurales y avanzar hacia unas relaciones equitativas; y también la adopción de un enfoque global y multicultural que abarque