Coma: El resurgir de los ángeles. Frank Christman
y Ángela las anotaba. Cuando el vaso se detuvo, preguntó Mario:
—¿Qué ha dicho? —Ángela estaba petrificada—. ¡Ángela!... ¿Qué ha dicho?
Ángela pareció salir de su estupor. Miró la libreta.
—Dice… —apenas le salía la voz—. Dice que hoy poseerá a uno de vosotros.
Todos se miraron con los ojos muy abiertos.
—Y una mierda… —Alfonso golpeó la mesa con fuerza. Curiosamente, nada de lo que había encima se movió. Solamente, las velas se apagaron.
—Vamos a calmarnos —dijo Mario—. Vamos a preguntarle más cosas a ver si averiguamos algo más.
—Yo paso —se negó Elisa—. Esto se nos ha ido de las manos.
—No podemos romper el círculo —intentó convencerla Mario—. Por favor, Elisa. No podemos dejarlo así, es peligroso.
—Es cierto Elisa —añadió Diego—, lo he leído en una revista, decía que no se puede dejar a medias.
—De acuerdo —Elisa intentó recomponerse—. Vamos a acabar con esto.
Mario puso el dedo encima del vaso y esperó a que los otros hicieran lo mismo.
—¿Por qué quieres hacer eso? —retomó Mario las preguntas—. No hemos hecho nada malo.
El vaso pareció moverse en círculos con rapidez para después volver a ir marcando letras. Iba de un lado para otro sin apenas poder componer una frase. Cuando acabó volvió al centro.
—¿Lo tienes? —preguntó Mario a Ángela—. ¿Lo tienes, Ángela?
Ángela miró la libreta y luego a Mario.
—Dice que somos débiles y que esta noche poseerá a Alma.
—¿A mí? —Alma dio un salto en la silla—. ¿Por qué?
Mario hizo una señal con la mano a Alma para que volviera a poner el dedo.
—¿Por qué motivo? —continuó Mario—. ¿No será, tal vez, que el débil eres tú y pretendes asustar a una pobre chica?
El vaso pareció volverse loco. Diego y Elisa perdieron el contacto y hacían enormes esfuerzos para recuperar su posición. De repente, el vaso se paró y volvió a marcar letras a una velocidad menos intensa. Mario iba diciendo las letras ayudado por Alfonso. Diego se mantenía en silencio, paralizado. Al terminar, el vaso volvió al centro y se quedó quieto.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Alfonso mirando a Ángela.
—Ha dicho que… —miró a Mario y bajó los ojos a la libreta—, no intentes desafiarle o sufrirás las consecuencias.
Todos continuaban con los dedos encima del vaso.
—¿Pretendes asustarme? —interrogó Mario—. ¿Te crees por encima de Dios? Puede que seas Satán o un simple espíritu que vaga sin encontrar el camino. ¿Por qué no demuestras quién eres en realidad?
El vaso empezó a moverse con rapidez, hasta que de nuevo volvió al centro.
Mario miró a Ángela. Ésta miró la libreta y leyó:
—Pobre mortal. Te sientes amado por Dios. Pronto quedarás sumido en la oscuridad. Tu Alma vagará entre siete universos, mientras tu cuerpo permanecerá oculto en un rincón de la penumbra.
El vaso empezó a girar entre las letras. Solo se detenía delante de la “J” y de la “A”. Con la repetición de ambas letras pretendía componer una risotada: Ja, Ja, Ja, Ja, Ja…
Mario se quedó blanco como la cera. ¿Qué había querido decir?
—Vamos a hacer una cosa —propuso Mario—. Cuando os lo diga, retiráis el dedo… ¡Hacedlo!
Todos retiraron el dedo del vaso excepto Mario.
—Esta conversación se ha terminado —dijo Mario mirando al vaso—. Te vamos a echar a dónde debes estar.
Iba a retirar el dedo cuando el vaso volvió a moverse. Primero, lentamente, se acercó a donde se encontraba Mario. Era imposible que pudiera moverlo. Después, comenzó a dar vueltas con el único dedo de Mario, que apenas podía seguirle. En ocasiones perdía el contacto y, durante unos instantes, rodaba solo. Todos estaban asustados. Mario no podía moverlo solo. A veces los giros posicionaban su dedo en un punto imposible de ser manejado. Aquello era real. Mario retiró el dedo y el vaso se detuvo.
Quedó respirando entrecortado, asustado. Tras unos minutos, levantó la vista del vaso y miró a los demás; todos le miraban. Se metió la mano en el bolsillo y sacó una caja de cerillas, colocó dos cerillas encima del vaso formando una cruz; encendió una y prendió las puntas de las cerillas. Todas las puntas fueron prendiendo, pero, cuando intentó prender la última, no lo conseguía. Volvió a colocar dos más formando la cruz y empezó a prender las puntas cambiando el orden; de nuevo, la última no prendía.
—Ahora sí que me estoy acojonando —dijo Mario volviendo a colocar dos cerillas más.
Una vez más, la última punta no prendió.
Mario se levantó tirando la silla. Cogió el vaso y salió a la calle. Lo lanzó con fuerza contra la pared que había enfrente, era una casa abandonada, pendiente de derribo; el vaso rebotó varias veces y no se rompió. Se quedó mirando el vaso sin poder creerlo. Volvió la vista mirando a sus amigos. Estaban todos paralizados. Avanzó hacia el vaso, lo cogió y lo lanzó a la pared desde donde estaba, a unos metros. El vaso golpeó contra la pared y rebotó en ella sin romperse. Era imposible. Fuera de sí, lo cogió de nuevo y levantando la mano lo estrelló contra el suelo con todas sus fuerzas mientras gritaba:
—¡Vuelve al infierno!
Esta vez, el vaso se hizo añicos. Los otros chicos se acercaron lentamente y miraron al suelo.
—¡Dios mío! —Diego se santiguó—. No ha quedado ni rastro.
Efectivamente, no se podía ver ni un solo trozo de vidrio.
—Tenemos que ir a hablar con don Pedro —propuso Ángela. Don Pedro era el cura.
Se dirigieron a la Iglesia. De camino, salió de una casa una señora que los llamó. Era una curandera de esas que quitaban el Sol o el dolor de tripa, y también el mal de ojo. Cuando llegaron a su altura, se quedó mirando a Mario y le dijo:
—Veo que caminan contigo un cordero negro y un cordero blanco. Ten cuidado, hijo.
—¿Eso qué significa? —peguntó Mario desconcertado.
—Eso no lo sé. Te puedo decir lo que veo, pero no sé interpretarlo… Tendrás que averiguarlo por ti mismo.
Los chicos continuaron su camino y llegaron a la Iglesia. El cura estaba oficiando misa, no había mucha gente. Todos caminaron por el pasillo central hasta llegar delante del altar. Don Pedro interrumpió el ofició.
—¿Qué significa esto? —espetó ofendido.
Ángela dio un paso adelante.
—Tenemos que hablar con usted. Es muy importante.
—¿Tan importante como para interrumpir una misa? —objetó don Pedro.
Todos asintieron. Don Pedro bajo los tres escalones que le separaban de los chicos. Los sobrepasó mientras hacía un ademán para que le siguieran. Llegaron a la entrada de la iglesia y se detuvieron.
—Explicaos —conminó muy enfado—. ¿Qué ocurre?
Ángela se lo contó todo. Don Pedro la escuchaba con atención sin interrumpirla. Cuando acabó se santiguó.
—¡Virgen María! ¿Qué habéis hecho? Tenéis que confesaros. Después os daré la comunión.
Los feligreses que habían asistido a toda la escena se preguntaban entre ellos