Maleducada. Antonio Ortiz

Maleducada - Antonio Ortiz


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europea, y quienes puedan pagar el privilegio de cincuenta mil dólares. Mis bisabuelos fueron fundadores del club, y para mantener el círculo más cerrado, mis abuelos motivaron a mis padres a comprometerse y después a casarse.

      Mi madre estudió finanzas y negocios internacionales, pero nunca trabajó. Mi padre estudió derecho e hizo una carrera como diplomático. De esta manera, los primeros años de mi vida vivimos en Indonesia, Camboya, Francia e Inglaterra. Creo que, aunque intentaron de alguna forma ser buenos padres, o por lo menos aparentar serlo, “traspapelaron” a su única hija entre todos los compromisos sociales, sus amistades, el “qué dirán” y sus trabajos; el tiempo nunca se detuvo para ellos.

      Los recuerdos que tengo de mi madre no son los más tiernos. Educada para ser una dama de sociedad, siempre le dejó mi educación a otros; de esta manera tuve niñeras, guardaespaldas, choferes y porteros que se convirtieron en parte cotidiana de mi vida, mientras ella asistía a las obras sociales y benéficas para los más necesitados; al parecer su hija no calificaba dentro de esa lista y no necesitaba afecto, comprensión ni complicidad.

      Cuando tenía nueve años y regresamos de Inglaterra, comencé a estudiar en The German School de Bogotá, un colegio muy reconocido en el país, por las personas que se gradúan de allí. En mi salón había una niña de mi misma edad: Jessica Daniels, mucho más alta y con bastantes kilos de más. Esta glotona superambiciosa, no contenta con los desayunos que nos servían en el restaurante, tenía la pequeña adicción de robarnos las onces a una compañera y a mí. Después de seis meses de extorsión, amenazas y constantes robos, traté de contárselo todo a mi profesora, pero como no lo hice en alemán, no le dio importancia al caso. Mi madre creyó que era un cuento de hadas porque, según ella, había sido mimada toda la vida y este no era más que un intento por llamar la atención. Quien sí me dio todo el crédito fue mi chofer, Alberto, un hombre muy callado, de unos cuarenta y ocho años, y quien llevaba trabajando para mis padres más de catorce años.

      —Niña Paula, no se deje. Si esa gorda le vuelve a robar, dele duro con lo primero que encuentre. No sea bobita —me dijo, con su voz pausada y ronca.

      Al día siguiente seguí los consejos de Alberto. Al lado de mi lonchera de metal con un dibujo de Pucca, puse un paquete de galletas Oreo de chocolate, el cual me serviría como carnada inamovible a la espera de su verdugo: la insaciable Jessica. La espera duró tres minutos. Solo recuerdo que cuando su mano alcanzó el paquete, mi corazón se aceleró y tomé con fuerza la lonchera en la mano derecha. ¡Uno, dos y…! Cuando iba a golpear su rostro por tercera vez, la mano de aquella profesora que me ignoró detuvo mi brazo justiciero. Sin derecho a juicio, pasé de víctima a victimaria.

      —¡Niña insolente, violenta, monstruo! ¿Cómo te atreves? —me dijo con voz áspera y en perfecto español.

      Aquel acto vengativo provocó una metástasis en la relación con mis padres y consumió la poca fe que tenían en mí. El trayecto a casa fue largo y tortuoso; mi madre lloraba, mientras mi padre la recriminaba por no educarme como se debe educar a una mujer Beckwitt.

      —¡Esta no es una niña con clase ni con valores! ¡No sabe lo que es el respeto! ¡Debe irse lejos de nosotros para que aprenda a valorar a sus padres, la vida y todo lo que tiene! —gritaba mi padre, mientras golpeaba el timón con una furia titánica y con lágrimas de vergüenza.

      —Nos has avergonzado ante la sociedad. ¿Qué van a decir en el club, carajo? Qué pena con los Daniels, que son una familia tan querida y tan apreciada por todos —dijo mi madre, y ahogada en llanto me miró indignada.

      Recordé el rostro amoratado de Jessica y esbocé una sonrisa; así aislé el ruido y escapé de allí. Mis padres parecían marionetas de ventrílocuo. Como si hubiese bajado el volumen del televisor, ya no escuchaba nada; aprendí a fugarme mentalmente y extraviarme en mis pensamientos.

      Cuando volví en mí, días después, mis “comprensivos” padres se sentaron a hablar conmigo, no para preguntarme por qué había reaccionado de esa manera, ni tampoco para saber cómo me sentía. Fue solo para informarme que me iría a Inglaterra a un internado para niñas, donde la disciplina haría de mí una mujer con principios. Tenía apenas nueve años, bueno, casi diez, y me sentenciaron a estar lejos de sus pocos cuidados.

      Como el peor de los criminales, fui desterrada a perderme en un gigantesco lago de reglas, etiquetas y tareas. Antes de eso me sometieron a cuanta terapia psicológica pudieron. Alberto me llevaba sagradamente dos veces por semana. En cuanto a mis padres, solo esperaban que alguien más “arreglara” lo que estaba mal en mí, y nunca asistieron a ninguna sesión. Soporté largas charlas en las que dibujé, jugué y trabajé con colores. Creo que de nada me sirvió; solo quería comprensión por parte de mis padres.

      Mi arribo a Moldingham School fue algo impactante. Nos recibió Miss Priffet, una señora acartonada de unos sesenta años, canosa, con blusa blanca de bolero, un suéter de lana de color verde tejido a mano y pelo perfectamente recogido en una cola de caballo. Parecía un personaje sacado de una de las historias de Charles Dickens. El colegio y las residencias donde dormían las alumnas estaban diseñados con arquitectura victoriana y fueron construidos en 1843. Imaginé qué clase de fantasmas y monstruos me acompañarían de ahora en adelante. Tal vez empezaría a vivir como en una película de terror, y lo peor, sin poder escapar de ella. Era un sitio gigante, alejado y frío.

      Miss Priffet me acomodó en un cuarto que quedaba en el ala conocida como Marden, donde solo se alojan niñas pequeñas. A medida que crecen pasan a formar parte de lo que ellos conocen como Main House. Allí conocí a Jossete, Abbey y Becka, que durante casi cinco años fueron, no solo mis compañeras de cuarto, sino mis cómplices, amigas y maestras. Compartí y aprendí mucho con ellas. Durante los primeros seis meses no permitía que me vieran llorar. Fue duro porque nos ponían esos ridículos uniformes, nos decían cómo vestirnos y nos pedían que organizáramos los cuartos como lo hacen los soldados, pero pude superarlo y acostumbrarme a una nueva vida.

      Fue fácil pasar ese tiempo gracias a lo unidas que permanecimos. Pensé que tal vez esa era la universidad para las “sirvientas” y que ese era mi castigo: convertirme en alguien que servía a los demás y que era ignorada por todos aquellos que la conocían. Qué lejos estaba de la verdad. Me sentí humillada y encarcelada en un sitio donde todas parecíamos haber cometido el mismo crimen.

      Todas teníamos algo en común: padres que no tenían ni la paciencia ni el tiempo para educarnos, y cuyo dinero pagaba a todos aquellos que ofrecieran quitarles el “problema” de encima. Cada cierto tiempo nos daban vacaciones y se nos permitía ir a casa, pero nuestros padres nos enviaban a otros lugares, a lo que llaman “vacaciones creativas”. De esta manera tomé cursos de fotografía, dibujo, modelaje y cuanta cosa se cruzó en mi camino.

      Jossete era la más dulce y callada. Sus padres se habían divorciado y eso la afectó mucho. Tenía un oso de peluche al que llamaba Fredo y que, según ella, la escuchaba y sabía todos su secretos. Abbey se refugiaba en la música y siempre pedía perdón, incluso por las cosas que no había hecho. Sus padres eran alcohólicos y drogadictos, pero provenían de una familia con dinero, así que su tío, siendo la única persona sensata de la familia, la envió a Moldingham para alejarla de la maldición de sus padres. Becka era la más recia de todas. Era alta, de pelo negro, ojos marrones y piel blanca. Tenía un acento fuerte, casi alemán. Al comienzo pensé que tendría muchos problemas con ella, pero con el tiempo nos volvimos muy unidas. A Becka le gustaba maquillarse, y sus ojos se veían vampíricos. En las noches se vestía con chaqueta de cuero negra, camiseta negra y jeans ajustados; sus labios enrojecidos por el pintalabios parecían pintados con sangre. Su padrastro la había enviado allí después de la muerte de su madre, cuando aún estaba pequeña. No conoció a su padre y a nadie de su familia parecía interesarle.

      —¿Alguna vez has fumado? —me preguntó, sacando un cigarrillo de su chaqueta.

      —No, ¿cómo se te ocurre? Mis padres me matarían —respondí asustada.

      —¡Ellos no están aquí, y un cigarrillo no te mata! —dijo con su fuerte acento y mirándome con cierta “sobradez”.

      Caminamos hacia


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