Maleducada. Antonio Ortiz

Maleducada - Antonio Ortiz


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o que me hicieran, tomaba esas tijeras y rasgaba la piel de mis brazos para “lavar” mi dolor y así hacerme fuerte. Cubría mis heridas y cicatrices con camisas o suéteres de manga larga, y jamás dejaba que otras personas me vieran, ni siquiera en el verano.

      Mucho después de cumplir los catorce pasé cuatro meses sin realizar mi ritual, tiempo en el cual creí que todos mis problemas empezaban a abandonarme y que las cicatrices no serían más que un recuerdo tatuado en mi piel, pero una noche de abril, después de una competencia intercolegiada de Biología, unos amigos de Becka de un colegio mixto la invitaron a una fiesta en Strafford, un barrio elegante de Londres. Aquellos amigos eran mayores que nosotras, tenían entre dieciséis y dieciocho años, pero cuando le preguntaron a Becka, ella les dijo que teníamos dieciséis, y la verdad nuestros cuerpos aparentaban esa edad: yo medía 1.74 y Becka estaba en los 1.70. Podíamos usar un buen escote porque no éramos nada planas, pero en el fondo éramos unas niñas encerradas en cuerpos más grandes, y eso siempre significó una sola cosa: problemas.

      Esa noche esperamos a que todos en Main House se durmieran y que las encargadas de la vigilancia hicieran la ronda. Salimos con los zapatos en las manos y corrimos descalzas hasta el sótano. Allí vimos a un grupo de niñas que, como siempre, estaban fumando o tomando. Nos hicimos en la parte más oscura y tratamos de mimetizarnos con la negrura de las paredes. En el fondo del sótano había una ventana que daba al patio trasero. Solo se podía abrir desde fuera, pero Becka ya se había encargado de eso. Le entregó 50 libras esterlinas al jardinero y le prometió otras 50 si al regresar en la madrugada la cerraba para que no se dieran cuenta de que habíamos salido y entrado por ahí.

      Con una ruta de escape segura, nos escabullimos entre los arbustos hasta llegar a la carretera principal; allí nos esperaban James y Dan, los dos muchachos mayores que conocimos en la mañana. James era alto, corpulento, de ojos marrones, con pecas en su rostro y una forma muy elegante de hablar. Dan era un poco más bajo y delgado, pero parecía más amable que James. Nos recogieron en un Mercedes Benz convertible y nos llevaron hasta la fiesta. Debo confesar que me sentí emocionada al saber que estaría en mi primera fiesta con gente mayor, y además porque me sentía muy atraída por Dan, con quien me hubiese gustado tener una relación seria y duradera.

      Durante el camino nos ofrecieron cerveza, que llevaban en el carro. Como conseguimos ropa prestada por algunas de las niñas mayores de Main House, logramos atraer la atención de nuestros pretendientes. Becka se había recogido un poco el pelo y, aunque era fiel a su chaqueta de cuero, se había puesto una blusa negra escotada y llevaba un abrigo un poco más femenino. Por mi parte combiné la chaqueta negra con una camiseta blanca ajustada y escotada, y un pantalón ceñido del mismo color; recuerdo que cuando nos miramos al espejo pensamos que otras personas habitaban nuestros cuerpos: nos veíamos como de veinte años.

      Aquellos muchachos no nos quitaban la mirada ni las manos de encima. A Becka no parecía importarle, pero a veces me incomodaba ver cómo se tocaban. Aunque Dan me fascinaba, no le permitía las mismas caricias. Nunca fui mojigata, pero tampoco me quería destacar por ser la fácil del paseo.

      Las mujeres que estaban en la fiesta se veían mayores, con peinados modernos y maquillaje muy fuerte; todo el mundo fumaba, tomaba y consumía “pepas”. Nosotras apenas sabíamos fumar, y esto estaba fuera de nuestra liga. Quedé de una sola pieza cuando vi que en una mesa en el centro de la sala había una cantidad de pastillas de diferentes colores, papeletas (supongo que con algo más fuerte), papel de arroz y cigarrillos de marihuana ya armados. En clase de Biología habíamos estudiado las diferentes clases de alucinógenos, pero una cosa es lo que nos cuentan y otra cuando los tienes al lado. Decenas de sentimientos se cruzaron en mi ser: la presión, la curiosidad que recorre tu cabeza, el miedo que te da entrar a un universo del que no puedas regresar, los efectos que tienen en aquellos que se adentran en ese mundo y no pueden salir.

      Debo decir que realmente estuve a punto de consumir y de sumergirme en ese mundo, pero algo me detuvo. Después de dos horas de hablar y bailar con Dan, me preocupé por Becka. Me alejé un momento de él y atravesé la sala entre la multitud. De repente vi a Becka irse a un balcón en la parte de atrás con James. Sentí miedo de quedarme sola. Muchos de los tipos que estaban allí me miraban y me hacían guiños, pero antes de que pudiesen acercarse me alejé con la excusa de buscar a Becka y a James. Cuando los encontré, se estaban besando en un sofá. Él pasaba una mano por encima de sus senos mientras le besaba el cuello, y ella parecía disfrutarlo.

      —¿Becka, qué haces? ¡Es mejor que nos vayamos! —le dije, mirándola un poco exaltada.

      Con sus ojos entrecerrados y riéndose de mí, me dijo:

      —Cálmate, niña. Relájate y disfruta. Busca a un hombre lindo que te haga sentir mejor. —Sacó su lengua, con la que sostenía una pastilla azul, tomó una botella de agua y me dijo—: Lo que deberías hacer es divertirte, liberarte, dejar de pensar en qué pasará y vivir el momento.

      Se tomó el agua y se tragó la pastilla. En ese momento Dan me pasó una cerveza, me pidió que me calmara y me llevó a un sofá al otro extremo de la casa. En el recorrido traté de volver mi mirada, mi instinto me decía que algo no andaba bien. Al llegar al sofá me terminé la cerveza y después me tomé otra y otra más. No parábamos de hablar, y con el pasar del tiempo el licor hacía su efecto. Entonces me sentí muy mareada y pensé que debía detenerme. Le di a Dan un beso en la mejilla y luego sentí que estaba perdiendo el control.

      El tiempo pasaba rápido, la música sonaba más fuerte, todos reían, se abrazaban, se besaban y seguían “metiendo”. El buffet de drogas se acababa. No sé cuántas cervezas me tomé, pero lo último que recuerdo es que Dan mezclaba los vasos gigantes de cerveza con shots de un licor fuerte que al parecer era tequila. Trataba de besarme y, aunque me gustaba mucho, lo evitaba. Me daba una risa nerviosa que no podía controlar, y la situación se volvía incómoda.

      Me sentí muy, pero muy mareada, y pensé que vomitaría en plena sala, a la vista de todo el mundo. Como pude me levanté, caminé sosteniéndome de las paredes y subí las escaleras, que para ese momento se me hacían una eternidad. Algunas personas me indicaron el camino hacia el baño sin siquiera haberles preguntado. Atravesé un bosque de personas y en el segundo piso me encontré con un sinfín de puertas. Abrí la que creí que era el baño, pero me encontré con una pareja en un apasionante encuentro sin ataduras. Abrí la siguiente y por fin encontré lo que buscaba: ¡el glorioso baño!

      Creo que estuve una eternidad de rodillas, expulsando demonios que se fueron por el retrete. Cuando me compuse un poco, aún mareada, salí y escuché a James maldiciendo. Abrí la puerta del cuarto de donde venían las groserías y pude divisar a Becka semidesnuda, sin blusa ni brasier: había vomitado y estaba en un estado lamentable. James estaba desnudo, untado de vómito en el pecho y de mal humor. Como pude traté de vestir a Becka, y con mucho esfuerzo le puse la blusa. Tenía los ojos completamente blancos, como un zombi. Le limpié la boca con una de las sábanas, y al ver el estado en el que se encontraba reaccioné violentamente e insulté a James.

      —¿Qué le hiciste? ¿Qué tomó? —le grité, pero estaba tan drogado o era tan pervertido, que me miró con lujuria.

      Bajó su voz y me dijo:

      —Desnúdate, pero no te vayas a vomitar como la perra de tu amiga.

      Lo empujé, lo saqué de la habitación y cerré con llave. Él golpeaba la puerta con fuerza; estaba asustada porque no sabía si la iba a tumbar. Me sentí deses­perada porque Becka no reaccionaba, y cada vez estaba peor. Pasaron casi diez minutos y nadie me ayudaba, aunque gritaba con todas mis fuerzas. Becka hacía ruidos extraños, como si roncara bajo el agua. Traté de moverla, pero no pude. Grité, pero por el ruido de la música seguían sin oírme. Se me quitó inmediatamente la borrachera y el mareo. Cuando pensé que todo estaba perdido, sentí un silencio sepulcral y los golpes en la puerta cesaron. Cuando volví a gritar, escuché la voz de una mujer que decía:

      —¡Abre la puerta, es la policía!

      Todo sucedió muy rápido: sirenas, policías, ambulancias, el maldito cielorraso del hospital, esa luz blanca del techo, el olor fatídico de ese lugar, el color blanco que te dice


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