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a una estructura narrativa que de otro modo se hubiera roto en mil pedazos. Godoy no fue un fabulador de largo aliento: sus mejores historias son anécdotas, es probable que derivadas del folclore del lugar, y algunas de ellas soberbias, como la del matrimonio de borrachines que forman el Celso y la Herminia.
Pero lo esencial de todo esto es que a Juan Godoy no le interesa el contar para informar o denunciar sino el contar para exhibir ante los ojos del lector un espectáculo plástico suntuoso, esto no a pesar de sino en o con la barbarie, la sangre y la mugre de los componentes que lo integran, espectáculo en cuyo brillo oscuro él cifra la grandeza de su trabajo y que por eso transporta sobre los andariveles de una prosa barroca, pletórica de efectismos diestramente construidos y coleccionados y en todos los niveles de la estructura lingüística. No tengo que citar a Jakobson para decir que, junto con lo que el signo nombra, en Angurrientos importa el retorno del signo sobre su propia materialidad.
Pero la subversión insidiosa que del realismo treintayochista lleva a cabo Juan Godoy no se detiene ahí. No hay tampoco en Angurrientos la intención de representar el cotidiano chileno de una manera «seria» y «significativa», sino que, por el contrario, el cotidiano chileno se convierte por una parte en el pretexto de un desfile de criaturas y acciones esperpénticas, y por otra, en la causa de un desaliento corrosivo en la conciencia del narrador y en la de su alter ego, el protagonista de la novela, respecto de cualquier asomo de optimismo político o filosófico. Esto significa que la de Godoy es una realidad absurda, que no se compadece en absoluto con la ideología edificante del realismo crítico, progresista o como quiera llamársele, y mucho menos con la del realismo socialista, materialista histórico y confiado en que las leyes del adelantamiento necesario van a producir en alguna época futura la victoria de los pobres de la tierra. Edmundo, el protagonista de Angurrientos, es el joven estudiante que suele aparecer en las novelas del 38, eso es cierto, pero no es un adolescente revolucionario. Es un joven intelectual en el camino de su desintegración y el desenlace de la obra, cuando del bar «La Envidia» lo vemos salir convertido en un «semejante a los otros», es decir, en un guiñapo empapado en alcohol, «muerta la voluntad, muerto el deseo y el ansia de lucha», contiene la meta insoslayable de su desempeño existencial. Más interesante todavía es que ese desenlace lastimoso coincida con la consumación del trabajo alegórico de la novela. En la escena que antecede a la que acabo de describir, Wanda, el objeto del deseo de los machos del barrio, degüella con una navaja de afeitar al sargento, el «giro padre-padrastro», el más apreciado de los plumíferos gladiadores:
«Cogió el gallo blandamente. Lo maniató de las espuelas. Apretó las patas del giro de riñas entre sus muslos desnudos y ahogándolo con una mano, empezó febrilmente a degollarlo. Sangre caliente bañada de acre, dulce opresión sus muslos mórbidos. Separada del cuerpo, la cabeza de la rijosa ave, al caer en el charco de su sangre, con débil chasquido viscoso, revolvió en blanco unos ojos congelados y fuese abriendo lentamente el pico, dejando paso a una lengua dura, parada de muerte»10.
Grínor Rojo de la Rosa (1941) es profesor, ensayista y crítico. Estudió en el Instituto Nacional y en la Universidad de Chile, y más tarde se doctoró en la de Iowa. Especialista en literatura latinoamericana, ha enseñado tanto en Chile como en el extranjero, en las universidades de Chile, Concepción, Austral de Valdivia, Católica, Estatal de California, Estatal de Ohio y la de Columbia, en Nueva York. Además, ha sido profesor visitante en la Nacional de Mar del Plata, en Argentina; en la Federal de Minas Gerais, en Belo Horizonte, Brasil; así como en las de Costa Rica y Nacional de Costa Rica.
Grínor Rojo dirige el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos (CECLA) de la Universidad de Chile y es profesor titular de Literatura Chilena Moderna en pregrado y de Teoría Crítica en el posgrado en Literatura de dicha casa de estudios.
Autor de una abundante producción crítica, entre cuyos títulos vale distinguir: Los orígenes del teatro hispanoamericano contemporáneo (1972); Muerte y resurrección del teatro chileno, 1973-1983 (Madrid, 1985); Crítica del exilio. Ensayos sobre literatura latinoamericana actual (1988); Poesía chilena del fin de la modernidad (1993); Dirán que está en la gloria... (Mistral) (1997); Diez tesis sobre la crítica (2001); Globalización e identidades nacionales y postnacionales… ¿de qué estamos hablando? (2006); Las novelas de la oligarquía chilena, 6 ensayos (2011); Clásicos latinoamericanos. Para una relectura del canon. El siglo XIX. Vol. I, El siglo XX. Vol. II (2011); Las novelas de la dictadura y la post-dictadura, Vol. I: ¿Qué y cómo leer?, y Vol. II: Quince ensayos críticos (2016).
Entre otras recompensas, su obra ha sido distinguida con el Premio Casa de las Américas de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada 2009, por Globalización e identidades nacionales y postnacionales… ¿de qué estamos hablando?». Finalista del Premio Altazor de Ensayo 2011 con Discrepancias de Bicentenario. Premio Altazor de Ensayo 2012 por Clásicos latinoamericanos. Para una relectura del canon. El siglo XIX. Vol. I.
Antonio Skármeta
Tuve una gran impresión de Juan Godoy. En ese tiempo compramos en el curso «El Gato de la Maestranza». Como me interesaba ya en el Instituto la literatura, era bastante activo cuando preguntaba algo, e incluso me iba conversando con él desde el segundo piso a la sala donde él tenía que dejar el libro de alumnos. Recuerdo que cuando le conté que me gustaba escribir, me dijo que tenía que leer mucho antes de publicar algo. Me sugirió que leyera a Gogol y Chéjov. Tardé en hacerlo porque yo andaba entonces loco con Hemingway y Saroyan. Cuando leí a Chéjov un par de años más tarde, quise comentarle cuánto me había emocionado, pero nunca se dio la ocasión.
Releyendo a Juan Godoy, aprecio los riesgos que toma para hacer sus expresiones más elocuentes, y siempre lo logra con su toque de humor. Por ejemplo, se dice de un personaje, que sus amantes son nada más que «capillas», pero que otra cosa es su mujer: «en su catedral crujiente de huesos, calmaba sus dolores de macho triste».
Antonio Skármeta (1940) cursó las humanidades en el Instituto Nacional y su formación universitaria en el Instituro Pedagógico de la Universidad de Chile, en donde estudió Teatro y Filososofía y obtuvo su diploma de profesor de Literatura. Beneficiario de una beca Fulbright, en 1964, prosiguió su formación en la Universidad de Columbia (Nueva York, Estados Unidos), que termina con la redacción de una memoria sobre Julio Cortázar. De regreso, obtiene en la Universidad de Chile el diploma de Pedagogía en Literatura, que ejercerá hasta el momento del golpe militar de 1973. Constreñido a partir al exilio, viaja primero a Argentina, luego a Estados Unidos y a Alemania Federal, en donde enseñará en la Academia Alemana de Cine y Televisión, de Berlín. De 2000 à 2003, es nombrado Embajador de Chile en Berlín.
Su producción literaria debuta temprano con el género del relato breve: El entusiasmo (1967), seguido de Desnudo en el tejado (1969), Tiro libre (1974), Novios y solitarios (1975). En tanto novelista, es autor, entre otros numerosos títulos (No pasó nada, 1980; La chica del trombón; 2001, El baile de la victoria, 2003), de Ardiente paciencia, adaptada al cine, filme merecedor del Gran Premio del Festival de Biarritz de 1983. Su novela La boda del poeta (2001), recibe el Premio Médicis extranjero de 2001. En 2014, se le otorga el Premio Nacional de Literatura por el conjunto de su obra.
Manuel Silva Acevedo
A mí no me tocó tener a Juan Godoy como profesor en el Instituto, pero sí recuerdo haber leído con estremecimiento su novela Angurrientos. Ningún otro escritor de la generación del 38 ni de promociones posteriores alcanza ese grado de visceralidad y pulsiones vitales tan extremas como Godoy. Quizás Carlos Droguett, con su Ñato Eloy, y Nicomedes Guzmán, con su La Sangre y la Esperanza se aproximan al estilo crudo y feroz de Juan Godoy, para quien «el hambre voraz de ser es propio del chileno. El roto “angurriento” no deja nada en el plato de la vida, se lo come todo en un día. Come en exceso, bebe en exceso, ama en exceso, muere en exceso». Nada más lejos de su pluma que los afeites de una narrativa pequeñoburguesa