Narrativa completa. Juan Godoy. Juan Gualberto Godoy
Aromos, acacios y sauces cenefaban la vereda. Oro espeso y blando goteaba por los macizos de ramas verdes, veladas de polvo; lo mismo que charcos dorados, brillaban los ojos de sol de la piel gris-negra de las sombras, echadas como bueyes junto a los rugosos árboles; desperezábanse, de tarde en tarde, cuando una bocanada de brisa fresca batía sus alas cansadas.
En las murallas de adobón, crujieron los tallos huecos de los pastos quebrados con la huida de las lagartijas. Voces del interior de una casa morían confusas en la calle. Se oía ahora la voz de Augusto.
* *
–¡Ya está encendido el coke! –le grita su mujer desde la mediagua, mohosas calaminas sobre cuatro palos.
–¡Mejor! Vacía la leche a la olla y le echas los dos kilos de azúcar –le contesta Augusto, el gallero, con voz ahuecada.
Resonaron dos golpes en las maderas podridas de la puerta, de viejas pinturas encarrujadas. Les abrió la mujer a los muchachos.
Augusto estaba tendido en la cama. Un cigarro amarillo, cabeceado, humeaba en un canto de su boca. Se le sorprendía contrariado. De mal genio consigo mismo.
Un acre olor viscoso y frío –odoroso de sexo derramado– expresaba el rezongo de la cama, de una mesa de hule gastado y roto, de una caja maleta, de algunas sillas desmimbradas.
Las piernas en alto, la mano derecha en un barrote del catre, gira el traste y da con los pies en el suelo bruto del piso. El cuerpo largo y huesudo; los ojos claros, capotudos y como pescados. Acaso la luna que asistió a todos sus amores fugaces y a sus luchas bravías con el mar, dejó en sus cabellos su huella argentada; por eso mostraba cenizas el rojo incendio del pelo, quizás se podría decir.
Sumerge la cabeza afiebrada en un balde de agua limpia y fresca para despabilarse. Gotas de agua ruedan de sus cabellos y le cruzan de finos surcos de cristal la cara; en tanto la Perla, su gata angora, que jugaba con un fleco de la colcha raída, se le sube a los hombros.
–¡Perla, Perlita, que te caes! –le susurra acariciante su voz gruesa y armoniosa. Augusto amaba la felina suavidad de la Perla. Miró a sus visitantes, y se detuvo a examinar a Wanda. Desvió su mirada. La respiración acompasada le ceñía los pechos esquivos a la muchacha. Y Augusto se quemó los dedos en la piel brumosa de la Perla.
Estaba bueno el sargento Ovalle, el padre de los muchachos. Sonrió Augusto de que el sargento Ovalle estuviera bueno como si supiera por qué Wanda, la Carmencha, había perdido su alegría.
–¡Perlita, cuidado! –clama el hombre con dulzura. Y la gata que también lo amaba, ronronea muy cerca de su oído, restriega su piel pluma y sedosa en la mejilla bermeja, y se baja por la espalda de Augusto. Arqueando el lomo, la cola en alto, blandamente andando, acabadas de enfundar las retráctiles garras, va la gata por delante de Augusto hacia la cocina.
El coke está encendido. Los grumos de carbón son ahora una coliflor de fuego en el caldero redondo de tarro de fierro galvanizado. La Luz Dina, sentada en un piso de totora, disuelve el azúcar en la leche azulosa con la cuchara de palo.
–Sienta la olla al fuego –le ordena Augusto, los labios estirados en indicativo ademán.
La mujer tuerce la boca vacía y muestra unos dientes largos de una manera hosca.
–¿Por qué no va a buscar la otra leche? ¡Traiga la otra leche! –le espeta su voz mellada de cuerda rota. Con el filo de su mirada angulosa, hiere a Wanda desde la mediagua. Revuelve a media lengua entrecortadas palabras. Es flaca y un poco sorda, de cabellos negros y piel atezada. Augusto le vuelve las espaldas con rabia. Camina lentamente hacia la pieza. Sus espaldas jibadas por la reflexión. El acre olor viscoso y frío lo lleva pegado a las ropas, le asorocha la cara. Un sabor desagradable le deforma los labios en una mueca de hastío. Abre y cierra la puerta sin estrépito. Con aquella mujer sorda no podía hablar y se había puesto silencioso, huraño y por lo tanto, irónico. Por lo demás, cuando se conocen realmente las cosas, están ausentes las palabras.
–Pueden ustedes. servirse algunos dulces –dice a los muchachos. Y la masa de miel cocida y leche, que hervía en paila de cobre en un brasero, la bate ahora en punta de hierro. Masa latiguda de coloraciones.
–¡Ah, el Sargento! –exclama cohibido el gallero, acortando la longura de sus gestos, olvidándolo todo. Cae la miel de los guatones como una nalga en la cubierta de mármol de la mesa dulcera. Por los nervios de Augusto corre un vigor inusitado. Ágil tiende sus brazos para coger el gallo, que acezaba jadeante en los brazos de Eulogio. ¡El Sargento! Las patas de recias espuelas se las habían atado con un cordel. La cabeza roja, el cuello rojo, rojo debajo de las alas. De carne briosa y firme. De ojos vivaces. Fuerte gallo giro de pelea. Matador en segundos.
Don Amaranto y el sargento Ovalle, padre de Wanda y Eulogio, habían conchabado y resuelto que se distendiera el gallo en la quinta y le entregaran, de cuando en cuando, aquella gallina Assel, de gran alcurnia, que tan caro le costara al fraile de manos de un gallero inglés.
–¡Está bien, está bien! –todo eso lo encontró bien Augusto.
Volvía de la quinta de excelente humor. El gallo escarbaba afanado, bañándose de tierra la cabeza, las alas, toda la carne, en ágiles revuelcos. Cuando le soltó la gallina Assel, la cogió en carrera frenética, lujuriosa, con escándalo de toda gallera. Y remató el asalto con su canto potente, viril, relamiéndose en rueda en torno a la gallina que se sacudía cansada.
Y brotó en los labios de Augusto la frase perenne de don Amaranto: «Triste est destinum omnium animalium, nisi mulier et gallus qui cantat».
Augusto sorprendió su alegría. Le habían dado risa los guatazos de los higos, sus vientres sangrantes de miel. Los pobres saltaron un charco, y de puro dormidos se cayeron de las ramas, todo se cae de las ramas, donde ha ido posando el viento sus blandas patitas saltonas. Los duraznos se rasgan con la uña del viento o el diente de oro del sol. ¡Qué tenebroso es un diente de oro en el alma grave de Chile!
En la pieza sonaron apagados sus pasos contra el duro suelo de tierra apisonada. Y mientras raspa el marco de listones para el manjar blanco y corta los papeles con que ha de envolver los guatones, canta con su voz de lenta gravedad de órgano, una cancioncilla de la tierra. Dejó de cantar y dijo a Wanda:
–Usted es porteña como yo ¿verdad? Pero… ¡Vaya si usted ni yo somos unos carneros costinos! ¡usted podría librarme de tantas cosas!
–¿Yo? ¿por qué? No comprendo... –sonrió la muchacha Wanda. Arriscaba la nariz con la sonrisa–. Son tan pocas mis fuerzas, que apenas puedo conmigo misma.
–Lo he pensado tanto antes de decírselo. Vea… Estoy tan solo… y ni siquiera soy lo que he sido antes. Mi paciencia está roída por el musgo de todas mis costumbres, y estoy cansado de esto... ¡Es tan difícil mantener pura la llama de nuestra propia consistencia! No es que esté pobre, que ande con los pies helados, sino que me cansan los gallos de don Amaranto y me cansa su vino y me cansa esta mujer, mi sirviente –hizo un ademán hacia la mediagua, y agregó: –¡Es el mar! ¡Para uno que tiene el corazón regordido como una ola!
Hijo de un tendero de Chillán, se le iba la medida, se le iban los ojos en la voluta de una nalga y de los pechos de las serranas. Aprendió de la tierra muchas cosas; no muchas, sino el instante preciso, la maduración de la hora. Y eran sus ideas tan suyas, que ni las defendía.
Wanda se lo quedó mirando a los ojos donde escurre el deseo su rayola gris como los peces. Es alta y fina, de ojos azules, velados por un polvito de oro, lo mismo que uvitas negras pintando. En sus ojos beben rebaños apacibles, sus belfos rizando las aguas. Cardumen de siembra reverbera en el surco de las olas. Los deseos se extinguen, se hieren hasta romperse en las aristas de las rocas para morir en arenas de playas lejanas comidas de sol.
Wanda comenzó a pasearse por el cuarto.
–Mi primo Alberto gozaba una mar gruesa y borrascosa, con la Chabela, como él la nombraba. Todavía está en la caleta el bote que entregaron las olas – se dejó caer en una silla, en la semipenumbra