Narrativa completa. Juan Godoy. Juan Gualberto Godoy
me gusta ese hombre» –le había dicho Wanda a Edmundo. Entonces, una polvareda luminosa se levantaba al fondo del camino.
–¿Qué tiene de particular? Es un buen muchacho. Las mujeres temen a los hombres recios, viriles. Les son muy simpáticos esos hombrecillos de pecho hueco, correctos, banales, cuidados de sus personas con deleitosa feminidad. Las mujeres se aman a sí mismas en esos muñecos relamidos. Me temo mucho de aquellos que se avienen muy bien entre las mujeres. Los hombres como Augusto desconciertan las ideas femeninas –borbotó Edmundo, deteniéndose bruscamente para encender un cigarrillo. ¿Por qué lo quería Edmundo? Wanda no podía comprenderlo, recelosa en la presencia de Augusto.
–Yo admiro a ese hombre. Necesito conocerlo mucho. Saber de él. Ya sé algo. Había dos caminos en su vida: éste, no. El otro es el interesante, el que no ha vivido.
En cierto modo, Edmundo se hallaba superior al gallero. Podía mover la vida de Augusto como con un hilo. De tanto pensarlo, era ya un engendro suyo.
–Adiós –le respondió la chiquilla, y, con aquel saludo, comprendió Edmundo que le defendían muy débilmente en el corazón de Wanda.
Augusto, a través de Edmundo, se le iba incorporando a ella a su ser habitual. Y algún movimiento suyo le traía ya la imagen de aquel hombre. Su propio gesto sorprendido.
Eulogio, bastante fastidiado, hubiese pegado a su hermana. El gallero envolvía el cuerpo de la muchacha en candentes oleadas de sangre. Y Wanda le dejaba, lo dejaba, y Eulogio tenía miedo de sí mismo por Wanda.
El calor sofoca, sofoca el calor, y ritma el hormiguear de la sangre al zumbido y revuelo de las moscas. Este hervor descoyunta los miembros. Un olor denso a leche y azúcar quemados da al cuarto sensación de invierno, como el sudor una sensación de frío. Un mosco azul bordonea azotándose en los vidrios sucios de sarro. Por las murallas desconchadas, a través de las grietas, fíltrase, en rayolas de sol, la espesa modorra de la tarde, y en los charcos de luz tostada sobre el suelo, en la plancha de mármol, en los moldes de palo, negreaban las moscas, afilando con sus patas delanteras sus caras de viejas intrusas.
Wanda contemplaba una fotografía del fotógrafo Stoltze, que la madre de Augusto había conservado. Esta fotografía fue para Augusto su primera noción real de cómo era cuando niño. Su madre estaba allí sentada en una silla de palo; él, como dormido en la falda. Coágulo de fuego en blancas cenizas apagadas. Las figuras inmóviles cobraban calor de vida cuando él lo deseaba. Había nacido en Ancud.
Gotitas de sudor brillaban enhebradas en dos hilillos de oro pegados en la frente alta y luminosa de la muchacha.
En la cocina seguía la mujer revolviendo la olla con la cuchara de palo, la habitual actitud pensante sin pensar nada.
–¡Ya está, venga a darle el punto! –grita la mujer desde la mediagua. El punto es la clave de todo el arte de Augusto. Una nimiedad resulta a veces ser la cosa más importante del mundo. Al ir a dar el punto, el gallero toma un aire digno; pero el caldo rubio y espeso finge pechitos de chiquilla. Ya está dado el punto. En sus manos, estilando el agua de un balde, volteada su lengua como látigo lascivo, puede verse sólo la roja yemita del dulce como habría de quedar. Es el secreto de la profesión. Y no hay más que decir.
Afuera, en el solar de vientre vaciado por la saca de arena y ripio, ya no estaban los borrachos. Sólo Alejandro, el hojalatero, dormía, boca abajo, sobre la yerba reseca. ¡Si las milongas no lo dejan! ¡Si lo habrán dejado las milongas!
–¿Verdad que sí, que me admitirán en su religión? –inquirió acucioso el gallero–. Canto en la parroquia de nuestro cura; pero también puedo alabar a Dios en su iglesia y cantar.
–A todos se les admite –respondiole Wanda o Carmencha, la canutita, como le decían cariñosamente en el barrio. Y cuando al saltar Wanda la acequia que bordeaba la calle, Augusto vio lo bonitas que eran sus piernas.
II
Se oía a intervalos el mugido de unas vacas. Una campanada volcose en el aire turbio como en un charco, tufando hedor amarillo de estiércol, olor vinagre de vegetales podridos, que venían del establo cercano. Algunas muchachas pasaban riendo, con sus jarros colmados de leche espumosa. El rojo revuelo de una falda mostrole a Edmundo una rodilla carnuda de un color goloso y duro que lo llenó de bochorno.
Don Amaranto apareció en el umbral de la puerta de su casa habitación que taponaban como a un tiesto los trapos negros de su corpulencia. Casa de cal y ladrillos a la cual empotrábase la capilla de tablas. Y como Edmundo tuviera aún su mirada adormida en una grupa salobre, riendo con sardónica risa, don Amaranto lo llamó:
–¡Mira, Edmundo! Cómo te va. Necesito hablarte –luego, tomándolo bajo su protección, le apretó los hombros con sus manos peludas, y le dijo con malicia–: ¿Sabes? –parecía como si soplara las palabras–. ¡No te calientes la sangre! –y echó a reír. Como todos los comerciantes gordos, el piadoso fraile reía –el vientre cabalgando la carcajada– y era su risa una risita chúcara, mañosa cabalgadura que conocía muy bien la impericia del jinete.
Cogiolo a Edmundo de una oreja y lo condujo al escritorio. Edmundo asentaba en los libros de tapas rojas de la parroquia, ocultos tras la hoja de un muro, las partidas de bautismo y matrimonio. Estaba algo atrasado don Amaranto, y como el muchacho tenía una bonita letra inglesa, ese trabajo quedó de su cargo.
–Son diez solamente. Cópialas al paso que yo hago mis oraciones –y rezongaron los muelles de su sillón frailuno.
Un reloj de pared carraspeó la media hora; otra vez su tic-tac lento, acompasado. El reloj taconeaba absorto en sus pensamientos, paseando alrededor de una mesa redonda en su cuarto con llave. El rasguear de la pluma en el grueso papel del libro. En el hall don Amaranto decía su latín entre dientes. A intervalos ponía el fraile los ojos en blanco y, cara al techo, cruzaba sus manos peludas sobre el robusto tórax. Estilaban pardas gotas de rapé sus narices de alquitara. En el encerado, un escupitajo bostezaba el hollejo de una pompa de jabón.
Edmundo escribía: «En Santiago, a tanto, puse óleo y crisma a Luis Alberto Rafael, etc.; a Reinaldo Arsenio Rafael», etc.
Todos debían tener de común el nombre del santo patrono de la parroquia. Acababa de escribir Rafael, cuando don Amaranto apareció enmarcado en la puerta como preñada nube negra en el ámbito del cuarto. Sacó su enorme pañuelo castellano y se sonó ruidosamente. Entre sus manos brillaba una cajita de plata que tenía un monograma de oro en la cubierta.
–¡Mira, tú debes confesarte cuanto antes y comulgar!
Edmundo sacó la cara del libro y lo miró a los ojos.
–Hay tiempo; podemos hacerlo ahora mismo –continuó el cura, taconeando de rapé sus anchas narices rezumantes. Sus ojos estaban surcados de venillas de sangre. La cara de abstinente, recién afeitada, tenía tonalidades de ladrillo fundido. Le mostró las espaldas y le gritó–: Ven.
Edmundo lo siguió a la biblioteca. En los estantes se alineaban enormes volúmenes de Bossuet, de negra empastadura e incrustaciones de plata, libros del padre Ginebra, de Balines y místicos franceses y españoles. La sala era más espaciosa y cómoda que el escritorio. Había algunos sillones de cuero y litografías de santos en las paredes, imágenes cubiertas de blanco lienzo. Un óleo de San Luis Gonzaga le llamó la atención por tener este santo una calavera en la mano.
Sentose el cura y le tendió una manta para que se hincara. Lo hizo. Dejaba llevar su voluntad; más tarde escribiría sobre esto. ¿El cura mismo no iba resultando un personaje excelente? Le gustaba indagar en las psicologías ajenas. Además, no se había confesado nunca; apenas si recibió el bautismo; sin embargo, aquella respiración trabajosa del fraile alanceaba su curiosidad.
–Di tus pecados –comenzó don Amaranto una vez que bendijo la ceremonia que emprendía.
En realidad, Edmundo no hallaba qué contestar. No le iba a decir las menudencias cascadas entre él