Réplicas. Luz Larenn
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Comenzaron a verse por las mañanas mientras sus hijos se encontraban en la escuela y su marido trabajando. Tomaban café y conversaban sobre temas triviales. Estar cerca ya les valía por una bitácora de recuerdos truncos. Eventualmente y como era de esperarse, las cosas se fueron complicando, sobre todo al reencontrarse con aquellos labios en los que encastró a la perfección, siendo ellos dos las únicas piezas de una historia que jamás debieron de haberse perdido en algún ático inaccesible.
A Gabriel, mi cartógrafo, y a Juana, mi sismógrafo.
Porque no podría ser de otra manera.
Lo terrenal, aquello que nos enraíza a lo habitado, no está exento de un repentino cimbronazo.
Cuando esta percepción se convierte en realidad, se la denomina sismo, terremoto.
Deriva del latín terraemōtus, a partir de terra, “tierra”, y motus, “movimiento”.
Movimientos rápidos y violentos de la superficie terrestre, provocados por perturbaciones en el interior de la Tierra.
Accionar desencadenado.
Sería sencillo, y hasta apetecible, creer que una vez sucedido, todo acabó.
Pero más tarde asoman las réplicas, temblores consecuentes encargados de readecuar la corteza terrestre, en torno a la falla en que se dio el sismo principal.
Consecuencias del accionar desencadenado.
Aquel era el único sitio en el que el olor a pasto se percibía distinto.
No había manera de que alguien allí pudiera disfrutar de la frondosa y prometedora naturaleza que asomaba tímidamente para dar inicio a la incipiente temporada estival.
Los pasados meses habían resultado devastadores y, a pesar de todo, allí parecía comenzar a renacer la vida.
Menuda ironía, aunque tendría sus motivos para ser considerado suelo sagrado.
Cada noche el guardia hacía sus rondas poco antes de la hora de cierre y no había vez en que no se topara con aquella silueta debajo del roble europeo, inmóvil, observando un punto fijo en la insípida lápida de suelo.
La intriga finalmente llegó a su clímax entrada la madrugada. Con una pequeña linterna reflejó el cemento gris. Era de las comunes y corrientes, sin bordes esculpidos ni flores talladas. Como cada vez que deducía que se había tratado de una muerte joven, con un gran pesar, se hizo la señal de la cruz.
Siempre había sido creyente, pero mucho más desde que trabajaba allí.
Giró, decidido a regresar a su puesto, imaginando qué sería de la vida de aquella jovencita cuya vida le había sido arrebatada. Pocos segundos lo separaron de recordar su caso. Después de todo, no había canal de noticias o periódico en el que no hubiera aparecido.
Juliet Atwood, a quien cada noche la visitaba una sombra.
RÉPLICAS, POR LA DOCTORA AUDREY JORDAN
Stowe, Vermont, a once años del caso Juliet Atwood
Todos somos culpables.
Construí esta hipótesis luego de trabajar durante diez años con el cuerpo policíaco. Si bien nunca llegué a unirme a ellos bajo el ala de una insignia, mi carrera viró hacia un camino alternativo aunque complementario.
Existe una inmensidad tal vez más oscura que la previsible; en ocasiones cobra presencia con el único objetivo de atormentarnos. Esto se acentúa cuando la noche aciaga impide alcanzar la claridad necesaria para decidir qué clase de persona somos, o querríamos ser.
Los recuerdos del pasado, como fogonazos sin previo aviso, aparecen con el único e indudable cometido de torturarnos, a medida que la esperanza de cualquier tipo de futuro se licúa rápidamente, dando lugar a agua estanca, densa y plagada de microorganismos.
Dicen que venimos a este mundo para cumplir cierto karma; otros, los menos creyentes, lo ven desde el punto de vista más orgánico posible. Llegamos, respiramos si tuvimos suerte, vivimos, morimos, también en algunos casos, si tuvimos suerte.
Pero también hay un grupo que le busca el sentido a las cosas, los divergentes que afirman que nuestras acciones fabrican, indefectiblemente, consecuencias. Hoy o mañana, tal vez incluso dentro de años. Finalmente, me incluyo en este.
Son pequeñas o grandes réplicas a posteriori de un temblor. Basta un cimbronazo que remueve nuestras placas internas y, en algunos casos, hasta podría hacerlas caer. Todo depende de cuán sólida se halle construida la base.
Pero aquel no se trata del único momento en el que nuestra realidad se modifica. Por el contrario, se transforma en el instante en que un nuevo mecanismo activa la rueda cuesta abajo y no hace más que ganar velocidad, hasta estrellarse. Réplicas.
Y estas no dan tregua. Un buen día de nuestro pasado, sin haber podido preverlo, provocamos el sismo que la activará más adelante.
Con el correr de los años llegué a dudar de mí misma. De mi profesión. Esa que asevera que la maldad no existe, que todos los seres humanos venimos cuerdos y sanos, y que son las historias pasadas las que nos erosionan al punto de llegar a convertirnos en monstruos.
Hoy debo decir que ya no lo creo de ese modo. Las acciones son las que nosotros llevamos a cabo, las réplicas modifican.
Puedo asegurar que la maldad existe, yo la vi directo a los ojos y logré finalmente desviar la mirada. Pero no todos lo logran, no es tarea fácil evitar caer en la tentación.
Veamos el caso de Bobby Church Morgan, alias Alex Jacksonville.
Él no se trató de una mala semilla, más bien se encontraba absolutamente corroído por su historia y a causa de otras personas que habían sembrado lo que él, desde luego, había cosechado. Una clara réplica.
Ahora pasemos a Ben Atwood.
Al día de la fecha, todavía no pude encontrar el acontecimiento que desencadenó su accionar. Mi hipótesis se encuentra inconclusa. Hasta tanto no encuentre tal evidencia, no podré confirmar si se trató de otra réplica, o en este caso, del mismísimo sismo.
Mi madre decía que las acciones siempre generan consecuencias.
Cada uno de nosotros probablemente sea culpable de algo a lo largo de toda su vida, directa o indirectamente. Cuando ese sismo ocurre, la acción en sí, tal vez ni siquiera lo notemos. La problemática se da cuando las réplicas comienzan a hacerse presentes más tarde, debajo de nuestro suelo.