Réplicas. Luz Larenn
a Gibraltar Lake, algo parecido al limbo.
Tal como acostumbraba, caballeroso se ofreció a llevarme a casa. Dijo que era demasiado tarde para que anduviera sola. La tensión venía en creciente desde el acontecimiento de los Winstor. Resulta que había habido un triple homicidio en una escuela elitista ubicada en el costado este del Central Park, y, si bien todavía no podía ser parte de su equipo, me sumaron en calidad de psicoanalista forense.
La realidad era que, fuera Esther o Audrey, el trabajo en el pasado lo había hecho yo misma, y algo de mí les habrá gustado, aunque en el fondo buscaba creer que todo eso se trataba de una excelente excusa que el jefe Hardy había articulado para mantenerme cerca. Así que poco a poco me rendí a esta idea y como consecuencia, nos fuimos acercando.
Los Winstor eran unas de las familias más adineradas de la isla, y su hijo, el principal sospechoso. A través de nuestros interrogatorios llegamos a resolver el caso. Para sorpresa nuestra, de la prensa y hasta de su propia madre, el asesino no se había tratado del hijo, sino del padre.
Parece ser que el señor Winstor disfrutaba de corretear a las compañeras del colegio del joven Bryant hasta terminar por dejar embarazada a una de ellas. Sus amigas comenzaron una serie de chantajes que enfurecieron tanto a Richard Winstor que hicieron que terminara enviando a eliminar todos los cabos sueltos.
Y así seguían sumándose víctimas, casualmente mujeres, inmersas en cierto dominio masculino, hijos del poder, sin escapatoria.
En la academia compartía habitación con una tal Jane Doe. La muchacha era de tan pocas palabras que recién supe su verdadero nombre al irme. De todas formas, poco a poco fui confirmando que algún problema personal tendría, ya que era a mí sola a la que había decidido ignorar sin razón.
Jane Doe era de rasgos orientales, pero hablaba con la fluidez de un nativo. En varias oportunidades la había visto interactuar de manera entusiasta con algunos jóvenes cadetes, así que ese no era un problema para nuestro vínculo, de haber considerado un posible choque cultural idiomático.
Imaginé que su malestar radicaría en la diferencia etaria. Mientras que ellos eran jóvenes y activos, yo parecía su madre... Bueno, no es que fuera para tanto, si les podía llevar entre doce y diez años con suerte. Quizás una de esas tías errantes.
–Qué gusto verte hoy, espero que tengas un buen día. –Jane me miró como si acabase de volverme loca–. Gracias, tú también, Audrey –seguí respondiendo sola–. Oh, eres una dulzura, Jane. –Y salí con el pequeño nécessaire entre mis manos hacia los vestuarios, dejándola petrificada.
Si ella tenía el total impudor de no dirigirme la palabra, al menos me divertiría a sus costillas.
Al estacionar en la entrada de la casa de Leanne, sonó mi teléfono. Era Don.
Mientras observaba el pequeño ícono verde, mi mente se ancló en nuestro último encuentro antes de partir. Es que así como por momentos parecía ser un lord creado a la imagen y semejanza de una obra de Kate Morton, por otros tenía el poder de hacerme sentir por fuera de los parámetros delicadamente estipulados.
Había pasado por la comisaría con el objetivo de dejar el papeleo correspondiente de mi nuevo rol externo y luego de informarle que me ausentaría por unas pocas semanas, me pidió conversar al terminar la jornada.
Como era de esperarse, aplacé mi permanencia allí hasta tanto él terminara de trabajar. Cuando finalmente lo vi venir, Rowena apareció.
Una vez más, la desgracia del pasado se hacía presente para derrumbar cualquier propósito que albergase la idea de un futuro.
SEÑORA FISHER
Martes 14 de mayo, 20.45 h
(Réplica #2)
Inmersa en la penumbra violácea del anochecer, aquel breve paréntesis entre la despedida de los últimos atisbos del día y que la noche se cobrara su merecido y esperado protagónico, Greta Fisher se encontraba sentada a la mesa.
La madera lustrada y perfectamente labrada por ebanistas en los comienzos de 1900 databa de una época en la que sus bisabuelos solían hacer gala de pertenecer a una de las familias más acaudaladas del lugar.
Claro que más tarde sus padres se gastarían casi toda la fortuna para dejarla a ella, madre soltera, con aquellos muebles como únicos bienes tangibles.
Cierta perversa culpa la atormentaba cuando fantaseaba con deshacerse de ellos con el único fin de llevar comida a la mesa. Probablemente se trataría de una nueva cosecha de la siembra que regó el discurso materno, ese mismo que la martirizó cuando apareció embarazada de cinco meses después de haberse ido en busca de su destino, exactas palabras que empleó antes de cerrar aquella puerta de un golpe, provocando un vibrato en la tripa de sus progenitores. De su madre más que de su padre. O eso parecía. El señor Fisher se había vuelto experto en ocultar emociones; en toda su vida, Greta jamás había logrado sacarle algo que no fuera un cumplido formal o una mirada de desaprobación cuando, según él, la merecía, siendo esto último lo que más prevalecía.
No tuvo más remedio que parir y criar a su niña en la vieja casa Fisher, siendo el precio de que a esta no le faltase nada, el mismo que pagaría en carne propia hasta la muerte de su padre y más tarde de su madre.
Remordimientos los había de sobra, ya que en el fondo encontrarse sola con la pequeña Erin supuso un gran alivio en sus vidas, aunque el cargo de conciencia se plantara suculento. Eventualmente se las arregló para salir adelante, educarla de la mejor manera posible y hasta llegar a conseguir esa beca que sentó el precedente sobre el camino bifurcado en la suerte de los Fisher hasta aquel entonces.
Lo que no vio venir, desde las frescas épocas de incondicional entrega, valor y paciencia, era que Erin nunca llegaría a cumplir aquellas metas que por momentos parecían ser más deseadas por ella que por su hija.
La joven desapareció la noche de un incierto septiembre, diez años antes.
No hubo rastro alguno que alegase un posible secuestro, menos aún evidencia de lo que podría haber sido un homicidio, así que dieron por cerrado el caso luego de convenir que la joven había huido. De todas formas, en la estación podrían dormir tranquilos por la noche, mas Greta nunca lo creyó así.
Erin podía ser una adolescente rebelde, a veces hasta un poco más de lo que había sido ella misma, pero su vínculo era genuino. Ni en uno ni en mil años podría haber querido escapar. Ni siquiera se trataba de querer creerlo, sino de una intuición que partía desde sus vísceras hasta terminar en un clásico cosquilleo en las coyunturas de sus dedos. La había cargado en su panza por poco más de nueve meses, conocía cada uno de sus rincones sin necesidad de espiar sigilosa. Recorría junto a ella cada viraje y hasta podría haber anticipado sus cambios de ruta.
Y en eso Erin había sido consecuente. No buscaba un cambio lejos de su madre. A la niña se la habían arrebatado.
Greta se sentaba a la mesa cada anochecer mientras en silencio recorría mentalmente el caso. Quien la observara desde afuera a través de uno de esos coloridos vitreaux jamás podría haber decodificado la calma solapada que creía aparentar. Su inteligencia se encontraba subestimada por un nivel y tipo de vida que nunca llegaban a estar a la altura de su real perspicacia.
Una gran tempestad azotaba su interior; siempre se la percibía inquieta, aun encontrándose inmóvil. Incluso en el pueblo hacía tiempo que un grupo de malintencionados había comenzado a tildarla de ermitaña e insana.
Pero Greta estaba más cuerda que nunca y si de algo estaba segura, era de que eventualmente lograría dar con el o los responsables de lo sucedido.
Golpearon a la puerta, pero no titubeó en tomarse su tiempo para pararse y caminar con lentitud hasta el hall de entrada, echar un vistazo al retrato del recibidor en donde aparecía la foto escolar de Erin