Réplicas. Luz Larenn
vibró haciendo que sus manos volaran a mayor velocidad que la razón, pero enseguida volvió a apagar su rostro.
–Es Todd, pregunta qué cenaremos hoy.
Se paró y comenzó a abrigarse cuando la tomé del brazo.
–Tranquila, estamos juntas en esto.
–¿Y entonces, dime por qué siento miedo de volver a casa?
ROBERT ANDREWS
Jueves 16 de mayo, 7 h
Todas las mañanas con la excepción de los domingos, su despertador sonaba a la misma hora, se levantaba y pasaba al cuarto de baño a alistarse con el innegociable fin de salir a trotar. Para cuando regresaba, Queeny ya se encontraba en la cocina preparando el desayuno. Su blusa, impecable, sin importar qué tarea llevara a cabo; el justo nivel de tirantez en el rodete coronaba una cabellera tupida, de rubio claro artificial. Sostenía la espátula de acero inoxidable accionando el giro de cada panqué en tiempo récord. Otra escena inalterable que más que rutina se había convertido en memorando presidencial con el correr de los años.
Pese a que alguna de aquellas mañanas lo habría maravillado encontrarla descalza vistiendo sus pijamas, con el cabello revuelto o bien todavía en la cama, no renegaba de su suerte. Queeny siempre había sido una excelente esposa y que tuviera sus rarezas no la ubicaba en posición de desmedro, sino todo lo contrario.
Alguna vez alguien le había dicho que era común que en toda pareja hubiera un alfa. Por así decirlo, el menos amoroso de los dos. Y durante muchos años, más bien los primeros, quedó expuesto a la claridad del día que se trataba de ella. Robert había caído rendido a sus pies aquel verano en el que compartieron el grupo social en la piscina comunitaria. Dueña de una belleza que él siempre había concebido inalcanzable, sencilla aunque elegante y sobre todo delicada, no dudó en convertirla en su esposa a poco de contar con el visto bueno de su suegro.
Queeny no sería su primer amor, pero lo rozaba de cerca y esa última media milla que siempre le había faltado se había encargado de completarla día tras día con su perfecto accionar.
Si bien habían tenido sus altibajos, la vida los premió con dos anhelados niños, que durante muchos años creyeron que jamás tendrían, confirmando que se encontraban en el camino correcto.
Hoy, algo más viejo y cansado, se dedicaba a saborear el día, a observar la gran fotografía a través del lente de la gratitud, uno que si bien siempre había liderado, hoy prevalecía por encima de todo lo demás, en especial desde el hallazgo de la joven Fisher.
Llegó a la comisaría a las ocho, como acostumbraba, luego de dejar a Isaac en la escuela y quedarse unos minutos a la espera de ver a Darcy aparecer caminando por la misma calle del establecimiento. Le daba su espacio desde que esta le había pedido permiso para ir sola. Queeny creía que él los seguía llevando a ambos, pero la niña se bajaba un poco antes y seguía su camino, con la independencia y confianza que su padre le confería.
Robert pasó su día sin más preocupaciones que la atención que le demandaban los federales. Y así le habría gustado que fuera el resto de su semana. Sobre todo cuando por la tarde una capa tan oscura como trágica comenzó a cubrir el lago de Gibraltar Lake, volviéndolo, el espejo negro en el que nadie gustaba de verse reflejado.
AUDREY JORDAN
Jueves 16 de mayo, 11 h
Decidí volver a Tucson y esta vez no me iría hasta que alguien hablase conmigo. Después de todo, contaba con los permisos necesarios, o mejor dicho, eso les haría creer, de manera que nadie pudiera decirme que no. Sorprendentemente me topé con uno de los agentes en la puerta del hotel, lo reconocí por su ropa y enseguida me presenté. El agente especial Sheridan, de cabello crespo oscuro y ojos verdes como la esmeralda, me escoltó hacia el hall y allí nos unimos al resto de su equipo.
–Ella es Audrey Jordan. –Sus compañeros lo miraron vacilantes–. Trabaja en la jefatura de Manhattan, sección Central Park.
Uno de ellos relajó su frente quebrada y se dirigió a mí:
–¿Qué es de mi buen amigo Hardy? –Y se acomodó el saco a fin de darme la mano.
–Está muy bien, de hecho fue él quien me autorizó a trabajar en el caso Fisher.
–Oh, ya veo.
–Me gustaría conocer de primera mano la evidencia.
Esta nueva Audrey iría al hueso, ya no más rodeos ni inseguridades. Además, si no me mostraba entera, esos tiburones blancos me comerían en un santiamén.
Palpé la incomodidad de todos y al momento en que el “buen amigo de Hardy” tocó su bolsillo, le ofrecí mi teléfono:
–Puede comprobarlo usted mismo.
La caja de pertenencias no era grande, tal como su edad. Después de todo, ¿qué tipo de bienes podría haber llevado una jovencita en plan de escape? ¿Acaso estaba realmente yéndose lejos? Su ticket de bus tenía fecha y hora para dos días después, así que a no ser que decidiera pasarlo en la calle, quizá no estaba marchándose sin decir adiós. Tal vez este sencillo dato haría que Greta consiguiera algo de paz en su corazón…, aunque, poniéndome en su lugar, solo hallar al responsable lo haría.
Su teléfono se encontraba en perfecto estado, pero todavía estaban intentando dar con un cargador que encajase con aquel modelo tan antiguo, me informó uno de los agentes al mostrarme la evidencia.
–En breve esta caja se irá a la Oficina Federal –dijo Sheridan al verme observar el teléfono.
–¿Hay registro de llamadas?
–Sí. Aquí está.
–¿Se pusieron en contacto con todos?
El más corpulento me dirigió una mirada cargada de arrogancia.
–Claro, así como ya hemos interrogado a casi todos también, ¿alguna duda más?
–Sí, ¿quiénes son?
Me marché lo más pronto posible. No quería que alguien hiciera un llamado revelador que me convirtiera en, efectivamente, una reincidente del delito.
Durante todo el viaje de vuelta observé la fotocopia de soslayo. Próxima parada, la casa Fisher.
Greta abrió la puerta y por un instante su mirada se encendió al verme, para luego volver al hueco transparente y frío azulado de sus ojos que no tantos años atrás habían sido su mayor virtud física.
Pasamos al salón comedor y enseguida apareció por la puerta que daba a la cocina con una jarra cortando el recreo en que me encontraba, descansando la vista sobre la vitrina de vidrio que escondía pequeños juegos de té de porcelana.
–Conseguí el registro de llamadas de Erin y además –frené para buscar las palabras correctas. Greta tomó mi mano– llevaba consigo un boleto de ida a California y algo de ropa.
Me soltó y fue alejándose con lentitud.
–¿Sabes qué fue lo peor de todo? Que el instinto o como demonios quieran llamarle me dictaba que Erin estaba aquí mismo. Conozco de primera mano cada cedro, tipo de pino y hasta sé qué rocas podían hacer que me patinase al apoyar el pie. Fuimos el bosque y yo durante los últimos diez años. Y a metros, mi niña.
–¿Se estaban llevando bien? ¿Había algún motivo por el cual se quisiera ir así, sin más?
Elevó la quijada dejando al descubierto el corrugado de su cuello y volvió a repetir las mismas palabras de la mañana anterior:
–A