La lógica del daño. Luz Vitolo

La lógica del daño - Luz Vitolo


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tanto algo.

      Te fía. A pesar de que sabés que no podrás cancelar la deuda, prometés pagar. Con destreza abrís el envoltorio, ponés el diamante de azúcar en tu dedo y lo mostrás. Chupás esa roca hasta que tu lengua parece ensangrentada. La sacás de su recinto y la exhibís. Él te mira. Seguís chupando, hacés ruido. Deseás extraer el brillo del diamante, pulís los cantos y te olvidás de respirar. Agitada, mirás al kiosquero. Te sonríe y te pregunta si sos la hermana de Mónica. Mentís, distanciás el parentesco. Mónica es tu prima. Vos te llamás Anita, todos te dicen Anita. El kiosquero repite tu nombre, lo separa en sílabas y lo vuelve a decir. Ya no se lo va a olvidar. Tenés un nombre grave, y con gravedad es pronunciado. Anita reemplazará a Mónica en la memoria del kiosquero. Lo grave siempre prevalece, es un tema de vibraciones.

      Sabés que él se llama Adrián y que siempre está en el kiosco.Sabés que Mónica escribe su nombre en el cuaderno. Ella tampoco tiene plata, pero siempre tiene sugus. Cuando el ring pop mengua, lo mordés con fuerza y lo rompés en mil cristales. Te asusta el ruido de tu propia explosión y te babeás. No sos la única. Te limpiás torpemente con el antebrazo y recorrés el lugar ponderando tus opciones. Te acercás a la heladera de las gaseosas y la abrís. El aire frío te refresca. Te quedás ahí dentro absorbiendo el fresco. Te quejás del calor. Contás que en tu casa no tienen aire, solo un ventilador. Nadie te pide que cierres la heladera que abriste, así que seguís ahí. Te das vuelta. Tocás todas las botellas de vidrio, como si pudieras elegir. Le preguntás a Adrián si te fía una gaseosa. Te recuerda que ya le debés plata. Le pedís por favor. Adrián te indica que le lleves dos, que él también quiere una. Caminás hacia él y tratás de alcanzárselas por encima del mostrador. Te dice que no llega, que des la vuelta. Das la vuelta y ahora sí las agarra. Las detapa y deja caer las chapitas al piso. Las tapitas rebotan y las mirás. Adrián te alcanza la botellita, pero cuando extendés tu mano para agarrarla, la retrae. Te reís y te acercás un poco más. En vez de dártela, te la apoya tres segundos en el cachete. Está fría y te da cosquillas. Como tus cosquillas le gustan, la apoya de lleno en tu pecho. El frío se irradia por tu cuerpo. Te gusta, pero más te gusta cómo te mira Adrián. Finalmente, te deja agarrarla y te dice que te la invita. No entendés. Que es gratis, te repite. La aceptás, el chupetín te dio mucha sed. Entra un chico que quiere bombuchas. Adrián le dice que no tiene. El chico se va y Adrián se acerca a la puerta, la cierra y da vuelta el cartel. El kiosco está cerrado para el mundo, pero abierto para vos.

      El verano levanta su furia y la temperatura comienza a subir. Vos tomás tu coca casi de un trago. Respirás solo cuando no soportás más el picor de las burbujas en tu garganta. Hacés el ruido de la propaganda. Adrián te besa. Sentís su lengua tratar de abrirse paso. Como no puede, se aleja. Toma distancia y te mira. Eructás, fuerte. Te mira con desconcierto. Vos te reís. Caminás por el kiosco y te parás delante del ventilador. Los pelos se despegan con dificultad de tu cuello y se estiran detrás de tu cabeza. Te das vuelta y Adrián camina hacia vos. Lo mirás fijamente y apoyás tus labios en los suyos. Esta vez vos forzás tu lengua sobre la de él. La metés hasta el fondo, buscás un tope. Adrián te aleja, así no se hace. Parece que te va a enseñar, pero no tiene esa paciencia. Te corre el pelo y enreda su mano en él. Lo tira hacia atrás. Te tira. Te muerde el labio inferior.

      Te duele. Soltás un quejido. Te muerde más fuerte. No te gusta. Buscás alejarte un poco, pero te está agarrando la cola. Querés separarte del todo, sentís la presión. Ahora te chupa el cuello, mirás la puerta del local. Te da miedo y querés irte. Pensás que no podés. No podés. Leés los carteles en busca de algo que pueda salvarte. Te fiaron y ojalá hubieras elegido otro chupetín. No gritás, no es tanto tu miedo. Igual te querés ir. Pensás eso mientras Adrián te amasa. Sus dedos te clavan más que el asiento de la bici. Cuando termina de tocarte por encima del vestido, se arrodilla y hunde su cara en tu cuerpo. Te huele y se roba tu perfume. Adrián investiga con sus dedos tu entrepierna. Ya sabe que no tenés bombacha. Tu descuido le gusta. Te lo dice. Mientras te recorre, pensás en un día de verano, como hoy, en el que sí dormiste la siesta. Ayer dormiste la siesta. Querés que este día sea como ayer. Nada de lo que te hace en este momento te duele, pero te asusta. Sentís el pantalón de Adrián hincharse y pocos segundos después asistís a la revelación: una forma familiar, que conocés sin haber visto. Tus músculos agarrotados no pueden buscar ayuda. Hacés fuerza para que alguien interrumpa la siesta. Ves bombuchas en una repisa.

      Adrián se pone a dirigir tu cuerpo. Agarra tu mano en la suya y te muestra cómo moverla. Te tira del pelo y te chupa la boca. Te obliga a agacharte. Decís basta, que te querés ir. Lo decís bajito, pero te escucha. Pero como es bajito, decide que no lo escuchó. Querés estar en tu casa, durmiendo en bombacha debajo del ventilador. Y estás arrodillada en un kiosco. Le vas a dar la plata del ring pop a Mónica, que la lleve ella. Adrián vuelve a forzarte la boca, pero esta vez no es su lengua la que pide camino. Más grande y dura que el ring pop, casi te atragantás. Pensás que vas a vomitar, sentís fiebre. Del pelo, Adrián te tironea hacia él y luego te aleja. Tu instinto te pide morder y vos lo suprimís. Cuando mordés a Mónica, ella te pega. Y Mónica es tu hermana. No podés decir basta, no podés gritar que te vas a morir, que te falta el aire, que te vas a desmayar. Solo podés llorar. Ahora Adrián te agarra con las dos manos de la cara. Te mueve rápido y seguro. Querés desmayarte. Implorás el final y es el único deseo que se te concede. Adrián deja de empujarte y te inunda la boca. Te acerca hacia a él y ahí te deja. Te falta el aire y no te queda otra que tragar. La nariz te corre igual que tus ojos. Hacés fuerza para no sentir el gusto. No podés. No se parece a nada y la textura es rara. Es como un moco que es líquido. Un poco se escapa por la comisura.

      Adrián te ayuda a levantarte, te acomoda el solero, pasea su mano por tu cuerpo y se abrocha el pantalón. Camina hacia las golosinas, agarra otro ring pop y te lo ofrece. Es gratis y lo rechazás. ¿Es gratis? Adrián lo abre para él. No sabe comerlo, no se lo pone en el dedo. Va hacia la puerta y da vuelta el cartel. El kiosco cerró para vos hoy. Caminás hacia la puerta. Adrián te dice chau. Chau, Anita. No contestás, estás llorando. Salís del kiosco.

      Tu bici no está. Tu papá te va a matar.

       La Niña

      Cada vez que Irma se acercaba con la tijerita, Fabiana comenzaba a chillar como si alguien la estuviera apuñalando con un pedazo de vidrio. Sucedía incluso cuando Irma reptaba por la habitación, invisible al sueño de su hija, para emprolijar los pies que ya no podía usar. En un año, sus dedos habían tomado aspecto de garra, y contrastaban con la piel de las plantas, que se había regenerado hasta volverse terciopelo.

      Fabiana permitía un aseo esporádico. No le gustaba ver expuestas sus cicatrices por demasiado tiempo. Por lo general, los miércoles por la tarde, cuando Irma cerraba el local por la siesta, Fabiana se dejaba manipular un rato, más por necesidad que por gusto. Los días llenos de televisión a veces traían consigo —sobre todo a partir de la siesta, cuando la programación se llenaba de reportes de accidentes— destellos inconexos del auto girando como trompo y vidriecitos nevados.

      Las cáscaras habían desaparecido torpes; dejaron claros blancos para hacer su presencia inolvidable. Fabiana dejaba que su madre le pusiera crema en donde habían estado las costuras, con la esperanza de que el tiempo se las llevara. La mirada entrenada podía distinguir las marcas de los puntos. Algunos días le era más fácil ceder. Había pasado un año de aquella noche larga en la que dejó las piernas y tres materias del secundario pendientes, a la espera de un poco de atención. Costó, pero Irma aprendió a callar sus preguntas y sugerencias. Las enumeraba en su cabeza e inventaba una respuesta para cuando le preguntaran. Las respuestas que hubiera querido escuchar.

      En agosto, Irma se entusiasmó con una idea que había leído en el libro de tapa lila que le había prestado una amiga. Buscó en su negocio, pero no pudo encontrar ningún cuaderno lo suficientemente lindo para la tarea. Lo terminó comprando en la regalería de Marlene. Hizo la compra bien temprano para que nadie la viera entrar en aquel negocio de tan mal gusto que había llegado a hacerle la competencia. Odió


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