La lógica del daño. Luz Vitolo
habían dicho y luego se metió por un camino precario que nacía en la ruta. Cuando la pregunta acerca de si estaban en la dirección correcta empezó a picar, las cintas rojas comenzaron a multiplicarse. A ambos lados del camino, señalaban el sendero. Desembocaron en un terreno con una casa humilde. Rectangular en su simpleza, parecía apoyarse sobre la tierra sin caños ni estructura que la sujetaran al terreno.
Estacionaron en paralelo a la línea de casuarinas, junto a otros autos. Un adolescente les indicó el lugar exacto con señas. Cuando se bajó, este le entregó a Irma un papelito de rifa con el número cuarenta y cinco y le pidió una propina. Le señaló unos troncos cortados debajo de una media sombra y la ayudó a sentar a Fabiana en la silla. La irregularidad del terreno la obligó a hacer fuerza.
Para defenderse de las miradas ajenas, Irma evitó observar en los cuerpos de sus compañeros las aflicciones de cada uno. No eran las cuarenta y cinco personas que se había imaginado apenas le entregaron el papel, pero conjeturó que la espera sería larga. Supuso que curar era trabajoso, incluso en el campo de la santería popular.
Las moscas navegaban la ola de calor brincando cuerpos.
A Irma le pasaron un mate sin mediar palabra y eso le dio tranquilidad. Era un gesto que podía comprender. Los presentes conformaban una escena de una pintura. Todos de blanco, en el purgatorio del campo. Había tres sillas de ruedas, sin contar la de Fabiana. Algunas con personas ante las que Fabiana no se animó a exhibir su miseria. Cuerpos retorcidos y caras chorreadas, espejos del auto impactando en otro ángulo. Si no era paz, pero perspectiva lo que se llevaba de la caseta, el viaje habría valido la pena. Esperaron alrededor de tres horas en ese reparo pobre. Fabiana estaba con ocho horas de ayuno encima. Irma disfrutaba la promesa cumplida de no quejarse y se felicitaba en voz baja.
Cuando fue su turno, Irma empujó a Fabiana al interior de la casa. Era oscura y no muy grande. Una mujer salió de la cocina y le informó que La Niña las vería a una por vez. La madre no se animó a corregirla. Tenía miedo de hablar y del procedimiento sombrío que nadie le había explicado. La tranquilizaba pensar que un rayo no impacta dos veces en el mismo lugar, aunque sabía que esa información era falsa. Pensó en los cuadripléjicos, la evidencia de que había más zonas para inmovilizar.
La mujer tomó la silla de ruedas y empujó a Fabiana a través de una cortina de tiras plásticas que separaba el ambiente. Irma estaba incómoda. Le hubiera gustado presenciar el encuentro y no quedarse sola en esa habitación descascarada donde los gatos circulaban con libertad. Se sentó en un sillón desvencijado y trató de obviar los detalles de ese hogar tan venido a menos. En la pared convivían un calendario viejo con una imagen de Juan Pablo II y algunas fotos descoloridas. Irma las inspeccionó para ver si en ellas podía adivinar a La Niña, pero la precariedad hasta en los recuerdos la angustió.
El ventilador giraba mongo acompañando con ruido su soledad. Del cuarto vecino llegaban murmullos que reconoció como propios de su hija. La calma profunda que había regido ese día la hizo sentir que venía a confesarse y se recordó en la fila de la iglesia rastrillando pecados con sustancia. Comenzó a rezar por inercia, tal vez para aplacar los nervios. Pasaron alrededor de treinta y cinco minutos cuando la mujer fue a buscar a Fabiana. A pesar de que nadie la había llamado, sabía exactamente cuándo aparecerse. Los milagros debían estar estandarizados por aquellos pagos.
Los plásticos acariciaron a Fabiana desde las rodillas hasta la cabeza, como ungiéndola. La desilusión fue inmediata e Irma se sintió una imbécil. En lo profundo, se había figurado a su hija caminando. Había esperado encontrar en esa caseta el milagro que no le había provisto la medicina. No se había dado cuenta hasta entonces que durante toda la semana había alimentado una promesa que nadie podía cumplir. Ya conocía los caminos de la esperanza y el largo retorno a la resignación, que debía recorrer una vez más. Volvió a su hija y le posó su mano en el hombro; Fabiana la tomó y se la llevó a los labios. La besó fuerte y luego la mordió despacio. Irma se sintió un poco mejor. Se propuso no preguntarle nada a pesar de su curiosidad. Sacó de su bolsillo un paquetito de billetes de cien y se lo entregó a la mujer, quien le dijo que La Niña quería verla. A Irma le preocupó que le cobraran doble, pero inmediatamente desestimó su inquietud por mundana. Aceptó la invitación; a la decepción la mueve la inercia. Fabiana le pidió a la mujer que la llevara afuera y le aseguró a su madre que estaría bien. Irma miró a su hija tratando de nombrar la nueva cualidad que le había sentido, pero no pudo.
Cruzó el umbral de plásticos y se adentró en el cuarto sin ventanas. Las velas del piso chorreaban sobre cera petrificada. En el centro de la habitación había una cama y sobre ella la esperaba sentada La Niña. La chica que Irma esperaba encontrarse era una mujer, cuya edad era difícil de precisar. No sabía si era más grande que ella o tenía su edad. Tenía el semblante de alguien con cincuenta o setenta años. Era frágil y delgada, con ojos jóvenes y la piel curtida, pero no por el sol. Quiso preguntarle por qué le decían La Niña, pero no lo hizo por no poder decidir la prioridad entre todas sus preguntas. Haría sus averiguaciones luego.
Irma avanzó hacia ella sin poder resistir su magnetismo. De cerca, los surcos que nacían en sus ojos y desembocaban en la quijada se veían profundos. Se llenó de ganas intensas de recorrerlos con un dedo. La Niña no dijo nada e Irma sintió la necesidad de llenar la habitación con explicaciones. Primero, le agradeció que hubiera visto a su hija y luego no supo por qué más agradecer y calló en el medio de la oración. No sabía qué había pasado. Cayó en su propia mudez de rodillas al lado de la cama. No era una conversación.
El aire se había espesado y a Irma le costaba respirar, como en esos días húmedos de verano en los que hay que hacer un esfuerzo de más para separar el oxígeno del vapor. Se tapó la boca con las manos y hundió su cabeza en el colchón. Bastó una caricia de La Niña para que el llanto brotara a borbotones. Era un llanto seco, hecho de lamentos en glosa. Las contracciones del diafragma intentando expulsar una angustia sepultada. El alarido contenido en el colchón con olor a humedad. Irma se agarró del brazo de La Niña para sostener la purga. Tiró como si se estuviera agarrando de una raíz para evitar que se la llevara la corriente. Comenzó a trepar hasta que llegó a la altura de sus ojos. Quería abrazarla, acostarse arriba de ella, fundirse con la vieja y volver a ser chica. La Niña parecía delicada, hecha de cristal diáfano. Se encontraron y recién ahí Irma pudo normalizar su respiración. La Niña cerró los ojos y, cuando los abrió, un parpadeo convirtió en lágrima lo que se había generado en su mirada. La primera gota roja se deslizó lenta por el camino marcado en la faz de La Niña. Cuando el recorrido se pintó entero de bermellón, la sangre comenzó a fluir de a poco.
La Niña emanaba un aroma a ciruelas en descomposición. Irma sabía que deseaba, pero no podía identificar la acción que satisfaría la sed. Se miraban a los ojos, pero ninguna estaba detrás. Se sentía contenida, a gusto con un extraño que irradiaba tranquilidad. Sintió la necesidad de revelar sus más íntimos sentimientos. A la vez, sintió que La Niña todo lo sabía, tan vieja y tan experta, recostada en su vitalidad muda. No tenía que hacer nada porque su presencia ya era imponente. Las piernas de Irma temblaban inseguras. Todo lo que creía, lo que era, puesto en duda. La impresionó el estado tan desinteresado e indolente de La Niña. Su carne, al servicio de la sanación. La entrega de esa mujer la conmovió, se parecía un poco a la suya, mas sin el gusto a resentimiento. Era hermosa en su simpleza. Lloraba distinto, como una estatua de una madre para todos. Cargaba el dolor del mundo en su cuerpo, que oscilaba entre lo mustio y luminoso.
Irma posó sus labios en la muñeca de La Niña y la besó tímidamente. Pensó en los besos que los devotos estampan en los anillos de los pontífices. El suyo era más puro, porque nada mediaba el contacto. Se incorporó de a poco. Tocó los volados de su camisón y empezó a subir. Palpó el vestido sacrificial y lo estimó antiguo. La tela cedía un poco luego de cada consultante. Las fibras resistían las explosiones de energía como podían. Refregó su cara en el camisón, buscando hacerse un lugar en ese cuerpo abierto. La sangre se deslizaba por el cuello de La Niña. Irma besó el cogote chorreado y cuando sintió la humedad, perdió el pudor. Estiró la lengua despacio, demorando el placer. El músculo hizo contacto y limpió la curvatura del cuello recogiendo el néctar. La Niña no se movía. Cambiaba cura por aflicción, permeable a procesos que la excedían. Irma