La rosa en el viento. Sara Gallardo
había puesto en su hermosura. Lo paladeó un momento.
—Andrei Nicolaievich —dijo, y lo hundió en una embriaguez casi acongojada por triple golpe, ya que recordaba su nombre, lo decía con su voz, el estilo ruso de nombrar sugería cosmopolitismo—, vuélvase a París.
—Ya sé. Sé que tiene otro amor.
Esta vez la sorprendió: paso de la diversión sobre el mar de la majestad.
—Le doy tiempo —dijo Andrei—. Fíjese, le doy tiempo para dejarlo. Le doy tiempo, ya ve, pero no mucho.
Ella respiró, usó los tonos más graves y afectuosos de su voz:
—Andrei Nicolaievich, buenas noches.
Lo llevó a la puerta, aceptó su besamanos.
—Recuerde lo que le digo —murmuró Andrei—. Además, no sé su nombre. Aquella tarjeta… ¿Cómo la llaman?
—Eleonora.
Un territorio de 790.000 kilómetros cuadrados donde el viento es la presencia eterna. Italia y Francia unidas, marrones, desiertas. Y viento, huracán.
A ojo de estrellas, mesetas escalonadas desde el océano hasta los Andes, peldaños que pueden contar dos mil metros. A ojo de hombre, arena voladora, treinta grados bajo cero.
El mayor índice de suicidios, el mayor índice de locura del mundo.
Árboles en cualquier parte copudos aquí son arbustos. Raíces en meandros buscan, retorcidas. Si esto pasa a los árboles qué pasará a las almas.
Broches de zafiro y diamante en una momia, hay manchones de geografía que centellean en aquel territorio: lagos, araucarias, nieves. Ni un pájaro canta en ellos.
Al pie del planeta está el estrecho de Magallanes. Una grafía cruel, de rúbricas marcadas por el espanto. Si es la firma del autor, el vendaval la acompaña con un sarcasmo eterno.
También hay seres felices, que se zambullen en el tumulto de espuma protegidos por masas de sebo. Ballenas, lobos marinos. Removiendo con lentitud de pesadilla tentáculos de cuerno, las centollas dejan la profundidad glacial amontonadas en las redes. En los precipicios el hielo es negro a causa de milenios de polvo congelado. Ríos arrastran hebras de oro. Troncos gigantes caídos, Olimpo de catástrofe, un bosque se ha hecho piedra y la vitalidad del pleistoceno, larvas o insectos, es piedra también sobre ellos. El arrayán que en otras latitudes es un seto aquí es un bosque, y rojo. Almejas grandes como caras de niño, arrugadas como papeles en el cesto, hablan de que hubo mar, y es el desierto. Cada río es como diez.
Patagonia.
En un cuarto de hotel Andrei Nicolaievich Zuboff duerme. No se ha desvestido. El ruido del aire continúa la agitación del mar, hasta aventar su ilusión, hasta dejarle, como borra y eso apenas, la esperanza.
Dormido, postigos zarandeados, botas puestas, lo sostiene el recuerdo de un beso.
Al despertar bajó a un local lleno de voces y de humo, con salamandras encendidas en los rincones. Allí comió durante varias noches, y cada vez pudo ver el mismo cuadro.
A las siete entraba un hombre de ojos casi blancos en una cara rayada. Echaba los guantes y el gorro de orejeras en la silla, se sentaba sobre ellos, desprendía su chaqueta. Una botella de whisky y un vaso eran puestos sobre la mesa por el hostelero. En las horas que seguían se iba tomando el whisky. La cara fruncida se volvía purpúrea, los ojos miraban a la pared. Empezaba a hablar, no en español. Después gritaba. Un solo grito, de miedo o de horror, que sonaba «¡Deinda!» en los oídos de Andrei. Las conversaciones mermaban un instante pero nadie se atrevía a mirarlo. Una vez la botella cayó de la mesa y se hizo trizas.
En su cuarto de postigos que golpeteaban pasó esos días resumiendo ideas. Allí escribió su primera carta a Eleonora, tal vez la más bella. Escribió a Olga Katkova.
Cuando salió a la calle el viento obligaba a la gente a apretarse los gorros. Algunas mujeres o toscas o marchitas caminaban cerca de los muros. Marchó a buscar al sacerdote salesiano en un colegio de ventanas con rejas. Esperándolo, se acercó a leer una placa. Vio, de bronce, la misma efigie que viera pintada en la biblioteca del palacio: «Gustavo Tieck, eterna gratitud por sus beneficios».
El sacerdote era italiano y oírlo fue para Andrei lo más parecido a un oasis que le ocurriera en las últimas semanas. Hablaron de París, de la revista, en una salita adornada con retratos de sacerdotes y efigies de santos. Hablaron del fundador, que había soñado con un territorio de habitantes envueltos en pieles que hablaban una lengua desconocida. Patagonia. Patagones. Visitaron talleres en que jóvenes indígenas trabajaban enseñados por sacerdotes.
Un muchacho con algo de buey fue llamado por el director:
—Este señor viene del otro lado del mar, escribe en los diarios de Europa, quiere contar cosas de la Patagonia. Lo llevarás a ver los sembrados, las curtiembres, la carpintería. Está en el «Estrella». Vayan el martes.
El muchacho inclinó la cabeza. No pareció notar a Andrei.
Antes de salir Andrei quiso saber dónde quedaba la oficina del señor Morris. El sacerdote se la indicó en el viento que le arremolinaba la sotana.
—Otra pregunta. ¿Qué hizo ese hombre Tieck para el colegio?
—Pagó el edificio y los equipos.
A pesar del frío quiso llegarse al mar, más azul que todo mar visto u oído mentar, que se revolvía y estallaba en penachos destripados por el viento rociando un pequeño monumento casi deforme. Vio una figura alegórica chorreante de agua, una placa con un perfil: «A Gustavo Tieck, la ciudad». Con voces de brujas, unas aves marinas se perseguían sobre su cabeza.
Puso una postdata en su carta a Eleonora. «Agrego una lista que hice anoche. ¿Puede hacer algo para aclararla?». Eran cuatro líneas en caracteres rusos; parecían un poema. Debajo venía la traducción:
Eleonora
1) Todavía no sé por qué se fue el marido.
2) Todavía no sé qué papel tiene el hombre que me retó a duelo.
3) Todavía no sé qué siente ella por mí.
¿Soy un cretino?
Desde el local de abajo le llegó el grito del hombre de ojos blancos: «¡Deinda!»; la distancia, modificando los sonidos le hizo oír: «The indians!».
¿Contestó Eleonora a sus cartas? Porque en efecto un señor vestido de blanco, y arrebatado, lo retó a duelo. Olga Katkova consideraba que la culpa era de Andrei, pues ¿con qué derecho le había saltado al cruce viéndolo salir de la casa de los balcones un mediodía, para preguntarle en ruso: «qué le ha dicho ella», y repetirlo en seguida en francés?
El señor, que venía turbado, contestó: «que no, que no», y encrespose para preguntar quién era él. Pero Andrei ya no lo atendía, porque estaba sacando un paquete del bolsillo y se alejó a tirarlo sin más en el agua espesa de una alcantarilla donde se hundió sin un remolino. Era el abanico más hermoso encontrado por él en Pekín, con varillas labradas de nácar, carey y marfil, y una ceremonia de corte pintada sobre papel de oro.
Los padrinos llegaron a verlo a la pensión. Andrei los recibió con cortesía y quiso saber quién era el señor que los enviaba. Le dijeron que el dueño de campos grandes como Inglaterra. No les dijo que no sabía tirar. Tenía un asunto más importante y era los celos. Había luchado con ellos durante horas a causa de las pinturas que colgaban en el salón de Eleonora, los retratos hechos por desconocidos en circunstancias desconocidas. ¿A quién sonreía, muchacha de sombrero oscuro, en los dibujos a pluma que había encima de un escritorio? ¿Dónde estaba, con quién bailó vestida de raso blanco y plumas en el peinado? Y ahora he aquí a este hombre de saltones ojos color té con leche, todo de brin. «Me dijo que no, que no». ¡Pues claro! Y tenía que matarlo.
Sentado a meditar, con las bigoteras apropiadamente anudadas en la nuca, se dijo que la muerte lo había prevenido ya dos