La rosa en el viento. Sara Gallardo
armoniosas y muchas arrugas, y triste. Se refirió a una indiscreción, una indiscreción providencial. Su hijo estaba trastornado, dijo, era un buen católico. Venía a suplicarle que desistiera del duelo. Un duelo es la muerte del alma. La excomunión. Temblando, se tapó la cara con las manos.
—¿Desistir, señora? —sonrió Andrei—. No sé manejar un revólver.
—Entonces —dijo la señora poniéndose las manos sobre el corazón— hubiera sido un asesinato. Mi hijo un asesino.
—Y yo un asesinado.
La ironía la hizo recapacitar. Miró con ojos nuevos al joven que tenía delante. Le preguntó dónde estaba su madre. Prometió hablar con el cardenal en persona: él lo haría entrar en razón.
Andrei la acompañó peldaños abajo preparando un agregado para su artículo sobre Buenos Aires. Ella bajó con precaución. La brisa movió su ligero vestido negro.
Otra cosa era el color negro sobre Eleonora, también en una tela tenue.
Era de noche, Andrei había ido a despedirse, las luces estaban encendidas, los niños en piyama se movían entre los baúles. «Mamá está en un baile, en la embajada».
Cuando un sonar de cascos de caballo y un rayo de luz entraron por el vidrio de la puerta escaparon, y Andrei retrocedió dispuesto a refugiarse en el comedor si entraba acompañada. Oyó murmullos de despedida.
Entró sola.
Manifestación de la hermosura bajo otra faz, con el vestido negro de centelleos de azabache que se perdían hacia el pie, entró como la fiera que lentamente aparece entre los pastizales y nota una anomalía, las luces encendidas, él, humillado como un colegial, el rumor de pasos descalzos en el piso superior. Y una sorpresa: se puso a reír. Los dientes redondos echaron un cambio en su fisonomía. Él sonrió, arrobado ante su risa.
La vio —por un instante le pareció un ademán dramático— llevarse las dos manos a la garganta. Era para desabrochar la salida de baile. Nueva manifestación de la hermosura, diosa de muchas advocaciones, la sacó de los hombros con calma. En el cuello vio un hilo de perlas. Olvidado de sus éxitos y de las apreciaciones de Olga Katkova sobre sus atractivos permaneció turbado mientras ella se sentaba con pausa en un sillón.
Le contó lo del duelo. Vio asombro, luego desdén, luego cólera.
Con ademán que otra vez le pareció fugazmente dramático juntó las manos. Era para quitarse, dedo por dedo, los guantes. La luz de la araña, entre guirnaldas de vidrio de Venecia, daba una calidez a la cabellera levantada en moño, y los retratos de las paredes parecían esfumarse ante su vitalidad.
Andrei hizo un esfuerzo y la miró. Quedó sin aliento. Ella lloraba. Las lágrimas impregnaban la gasa del vestido de puntos brillantes. No vio debilidad en ese llanto sino furia, cansancio orgulloso, desdén.
Estuvo a punto de arrodillarse ante ella pero en su impulso la obligó a levantarse, la tomó de la cintura, la besó en los labios. Ella le respondió.
Ese éxtasis lo sostuvo en el viaje.
En la oficina de Morris un español mal afeitado copiaba listas en un libro de contabilidad. El viento se colaba y hacía volar los ángulos de un montón de diarios apretados bajo un hueso de ballena.
Se sentó a esperar, hasta que Morris entró envuelto en viento, en portazos. Era el hombre de los ojos blancos, el que gritaba «The indians!» en un alarido.
Hablaron bajo fotos terrosas de grupos de hombres con ponchos, barracas, rebaños.
—Quiero partir con usted, ver los establecimientos, ir a los lavaderos de oro.
—Lo nuestro se trata de ovejas, de ovejas, solamente ovejas, ya las ve en las fotos. Cualquier cosa que necesite pase por aquí. Yo salgo dentro de una semana.
«Le prometo, mi querida Olga Katkova, que ha terminado mi personalidad de periodista: volveré con el cinturón lleno de pepitas de oro. Nuestras vidas cambiarán. Recuérdelo. Y en cuanto a la Patagonia, parece estar llena de fantasmas».
Amanecía cuando al mirar por la ventana vio al muchacho patagón refugiado del viento con dos caballos del cabestro. Se puso guantes, el gorro de lana y el poncho que acababa de comprarse. Galoparon durante horas sin hablar. Cuando se perdieron supo que no se habían perdido. Cuando se encontró en la noche agachado junto a un fuego seguía sabiéndolo. Lamentó no haber llevado un revólver recién comprado también y con el que pensaba hacer ejercicios de tiro apenas se estableciera. Comieron una provisión que no lo sorprendió. Durmieron en el hueco de unas peñas, y el viento volteaba el fuego con chasquidos de trapo. Salieron al amanecer. ¿Adónde vamos? no quería preguntar. Ni a los talleres ni a los sembrados salesianos, desde luego.
La segunda mañana se encontró solo entre colinas de reborde terroso. El muchacho había desaparecido. Las nubes corrían en cardúmenes apresurados por un cielo que parecía tener ruido. Cansado de esperar subió a una loma a buscar su camino. Vio un campo entero de esqueletos, amontonados o esparcidos, jirones de poncho prendidos en las matas, una lienza negra saludando en el viento, calaveras de niño, bocas abiertas con hierbajos. Se apeó. Ató el caballo a un arbusto. Contó sesenta cráneos, vio el diminuto collar de vértebras enredado en lo que ya no era vientre materno, se inclinó a recoger unas balas.
Al bajar la colina vio a lo lejos al joven haciendo como que cinchaba el caballo. No hablaron en los días de la vuelta. Comieron callados, galoparon callados. Cuando desmontó ante el hotel alargó la mano con las balas en la palma abierta.
—¿Quién? —preguntó.
—Christopher Morris y sus peones —dijo el joven—. Para Tieck.
La rosa que en el viento se destruye deja volar sus pétalos en una luz quemada. Pocos pétalos podemos recoger de esta historia. Unos volaron, otros se perdieron, otros se alteran en el rincón de una memoria.
Que Andrei volvió a Buenos Aires cuando el correo le devolvió la octava y la novena de sus cartas a Eleonora es verdad. También que traía pepitas de oro en un bolsillo del chaleco. Que en la casa de los balcones encontró otros habitantes, que en el inquilinato supo que Olga Katkova había muerto, posiblemente de hambre, pues «comía un puñadito de torta por día a medias con el canario» es cierto también. Que en la embajada italiana no pudieron darle ni un dato, es más que posible. Que en la Patagonia había empezado a beber; que compartía una cabaña con un gigante sueco, su socio en la cría de ovejas, era cierto. Que tuvo que volverse sin lograr una noticia es también verdad.
En otro viaje a Buenos Aires descubrió a los niños italianos, de noche, en las inmediaciones del Palais de Glace. Las parejas entraban a bailar y Bernardo abría las portezuelas de los coches, recibía las monedas, lanzaba la mitad a Tommaso agazapado detrás de un arbusto y volvía a los coches.
Así pudo ubicar las dos piezas entre calles de lodo en que Eleonora vivía con sus hijos, un revólver debajo de la almohada. Había baúles, algunos de sus retratos, dos o tres objetos cincelados, un astrolabio, un ajedrez.
Vivió ese año la felicidad en forma absoluta, en forma loca. Puesto a hacer cuentas podía haberlo marcado como el mejor tiempo de su vida. Pero quién sabe si alguna vez hizo cuentas. Volvió al sur, a los días enteros en la cabaña con el sueco, sin hablar, en medio de ovejas y de nieve.
Veinticinco años después supo otras cosas. Las supo por los hijos de Eleonora. Sentado con ellos en un bar cercano a un hospital jugaba al ajedrez con Bernardo, Tommaso, Ludovico, hermosos como en el tren. Bernardo impenetrable, jefe en el sindicato de obreros gráficos. Tommaso linotipista; alto, humilde, principesco. Ludovico mujeriego, bellísimo. Graziella impasible.
Andrei conservaba el bigote, pero blanco. Las manos le temblaban. La sonrisa que, en opinión de su madre, abuela y otras, era irresistible a causa de dos pequeños tajos a la altura de los pómulos, existía. Pero no sonreía.
Entre las cosas que supo estaba el recuerdo de un almuerzo en que el padre dejó la mesa, descolgó el sombrero y partió para siempre.