Yo, el pueblo. Nadia Urbinati
A juzgar por el explosivo interés mediático, académico y político de años recientes, un nuevo fantasma parece recorrer el mundo —y ya no sólo Europa— desde hace algunos años: el fantasma del populismo.
El carácter fantasmagórico de esa expresión política está asociado no sólo con la sensación de amenaza real y concreta que insufla temores y riesgos en muchas latitudes, sino también por la imprecisión conceptual y las dificultades para delimitar las fronteras, los atributos y las variantes de este complejo fenómeno. Para atajar esas imprecisiones y dificultades, Nadia Urbinati, una destacada politóloga y teórica política italiana, ofrece, en la obra que ahora tengo el honor de presentar, un vasto y profundo análisis, crítico y balanceado a la vez, sobre los principales rasgos y motivaciones que animan a ese populismo que, se afirma, recorre el mundo. Es imposible y fuera de propósito hacer una glosa o síntesis adecuada de la obra de Urbinati, dada la profundidad de su análisis y las restricciones que supone esta breve presentación. Pero es igualmente obligado, me parece, introducir al lector a algunas de las observaciones que la autora hace sobre el fenómeno populista, especialmente aquellas orientadas a la materia electoral. Sirvan también estas líneas para dar cuenta, de entrada, de por qué el Instituto Nacional Electoral ha decidido editar este libro: por su gran actualidad y su aporte sustancial a la discusión pública sobre el trance por el que cursan las democracias en un buen número de países.
Yo, el pueblo es una obra que analiza el populismo como proyecto de gobierno, más que como movimiento social, porque es en el ejercicio de gobierno, en la forma particular en que interpreta y ejerce la representación política, en que, de acuerdo con Urbinati, es más pertinente identificar sus rasgos constitutivos, y porque es desde ahí, desde el ejercicio del poder político, donde sus consecuencias para la democracia son de mayor alcance. Partiendo del reconocimiento de que el vocablo populismo es con frecuencia utilizada más como un término para la polémica que para el análisis, la autora evita la discusión sobre si el populismo es un régimen, una ideología, un estilo de hacer política o un movimiento, pues reconoce que todas esas aproximaciones de estudio son posibles (aunque analiza las limitantes que adolecen algunas de ellas), y decide concentrar sus baterías analíticas y teóricas en entender cómo el populismo transforma, y al hacerlo desfigura, los tres pilares de la democracia moderna: el pueblo, el principio de la mayoría y la representación política.
El enfoque epistemológico con que Urbinati aborda el estudio del populismo es singular y le permite atajar las complejidades inherentes a definir un fenómeno político que se ubica a la mitad de camino entre la retórica y el estudio empírico. La autora busca comprender el populismo por lo que hace más que por lo que es. En lugar de describir sus atributos y rasgos definitorios, decanta éstos a partir de la forma en que el populismo se comporta en el ejercicio del poder.
Quizás una de las propuestas más provocadoras de esta obra es la idea de que el populismo como forma de gobierno no es una expresión política ajena o sustitutiva de la democracia representativa. Para Urbinati, el populismo es, al contrario, una nueva forma de representación, basada en dos ejes: una relación directa entre el líder y el pueblo, integrado este último por la gente “correcta”, el pueblo “bueno”, y la autoridad superlativa de la audiencia, contraria a toda forma de intermediación política y promotora de una movilización permanente del cuerpo social.
En esta lógica, el populismo en el poder político es una nueva forma de gobierno mixto en la que una parte de la población —la mayoría electoral, a la que se equipara con el pueblo— ejerce el poder de forma esencialmente excluyente (facciosa, lo llama), en nombre de la mayoría. Compite con la democracia constitucional por interpretar el tipo de representación que sustenta el ejercicio del poder político y los alcances de la soberanía popular. El populismo se sostiene así en dos condiciones: la identidad de un sujeto colectivo y abstracto, “el pueblo”, y los rasgos específicos del líder, que encarna a dicho sujeto y que lo hace visible. En este sentido, el populismo expresa la lógica de la “democracia plebiscitaria” sugerida por Carl Schmitt en El concepto de lo político (1932), en la que “el pueblo” como “unidad política” es expresado y representado en la figura del “jefe”.
En una argumentación que parecería contradictoria a primera vista, Urbinati afirma que el populismo es incompatible con las formas políticas no democráticas, ya que se concibe a sí mismo como un intento por construir un sujeto colectivo, por medio del consentimiento voluntario del pueblo, que parte del cuestionamiento a un orden social en nombre y representación de los intereses del pueblo. Sin embargo, la democracia representativa es, al mismo tiempo, el entorno donde se desarrolla el populismo y el objeto de su ataque. El populismo no es una interrupción de la democracia, sino una continuación o radicalización —e, inevitablemente, una distorsión— de algunos de sus principios fundamentales, como el principio de la mayoría —que llevado a sus extremos termina por ser contradictorio con la lógica y los principios de la propia democracia, como lo advirtió Alexis de Tocqueville en La democracia en América (1835)—. Como proyecto político de gobierno, es una nueva forma de representación que desfigura a la democracia, sin aniquilarla por completo, pero haciéndola ciertamente irreconocible.
Aunque no es materia de su análisis en extenso, Urbinati sí dedica parte de su estudio a tratar de comprender la función de las elecciones en este tipo de gobiernos. Para la mentalidad y el actuar populistas, las elec- ciones no son realmente un proceso para construir una mayoría; las elecciones, más bien, tienen la función de develar la mayoría —pero sólo si coincide con la mayoría que asumen como legítima y a la cual representan—. Y es el líder el instrumento por el cual dicha mayoría se revela, en un sentido casi religioso. De ahí que se afirme que las elecciones se usan con un sentido plebiscitario, desvirtuando la naturaleza misma de los comicios como espacio de recreación del pluralismo político de una sociedad y el medio para integrar, a partir del reconocimiento de ese pluralismo, la representación política. Las elecciones son usadas como mecanismo plebiscitario para probar la fuerza del ganador, no como instrumento para someter a la deliberación pública las alternativas políticas y refrendar así la autonomía política de la ciudadanía.
En relación con el tema de las elecciones y de las mayorías, conviene hacer un apunte. La alternancia en los cargos de elección popular es un signo de democracia no porque sea una condición necesaria en sí misma, sino porque la posibilidad y el hecho mismo de cambiar a quien es titular de un cargo de elección popular implican que no hay mayorías permanentes ni perpetuas y que en una democracia una de las características más nítidas de las mayorías es su contingencia y su temporalidad. Entender esto exige comprender lo obvio: que una sociedad política está integrada por una pluralidad de alternativas y visiones, todas ellas legítimas, que se encuentran en una pugna pacífica y regulada por persuadir al mayor número de ciudadanos y que la mayoría —y la minoría— se redefine periódicamente en cada elección. La mayoría, además, da nacimiento a su contraparte, una o unas minorías que deben estar en la permanente posibilidad de convertirse eventualmente en mayoría y sin las cuales aquélla no puede existir. Tal como lo afirma Sartori (a quien Urbinati recupera con justicia), el futuro de la democracia depende de la convertibilidad de mayorías en minorías y de éstas en aquéllas. En ese sentido, la lección de Hans Kelsen (no casualmente antagonista conceptual y político de Carl Schmitt) respecto de que la regla de la mayoría, en clave democrática, supone la existencia y el respeto de una serie de reglas de la minoría —o de las minorías—, permea en el trasfondo de las reflexiones de Nadia Urbinati (como un eco lejano de una larga y rica tradición democrática). Esa regla kelseniana de la relación entre mayorías y minorías se sintetiza en tres aspectos: a] que la minoría debe tener derecho a existir, b] que la minoría debe tener el derecho a que se le tome en cuenta y c] que la minoría debe tener el derecho de convertirse, si recibe para ello el respaldo del electorado, en mayoría.
Como bien lo analiza la autora de Yo, el pueblo, en una democracia ninguna mayoría es la última y ninguna posición disidente u opositora está confinada, ex ante, a una posición de subordinación, carente de legitimidad, por el simple hecho de no haber recibido, en un momento particular (esporádico, se insiste), la voluntad mayoritaria. Por esta misma razón, debido al vínculo dialéctico entre mayoría y minoría, y porque aquella no puede existir sin ésta, ninguna decisión de gobierno