Yo, el pueblo. Nadia Urbinati

Yo, el pueblo - Nadia Urbinati


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políticos para que se formen y para que funcionen la opinión y la retórica públicas. Al confiar en las capacidades de la representación en la vida política, aprovechamos un mecanismo ideológico que nos permite usar el tiempo como recurso a la hora de guiar nuestras decisiones políticas. Por lo tanto, la diarquía promete que las elecciones y el foro en el que se vierten las opiniones lograrán que las instituciones sean el seno del poder legítimo y un objeto de control y escrutinio. Una Constitución democrática debe regular y proteger ambos poderes.

      En conclusión, la teoría diárquica de la democracia representativa plantea dos puntos. Primero, afirma que “la voluntad” y “la opinión” son los dos poderes de los ciudadanos soberanos. Segundo, afirma que en principio son dos cosas distintas, y deberán diferenciarse en la práctica, aunque deben estar (y están) en comunicación constante. Denomino diarquía a una especie de autogobierno mediado o indirecto que asume que entre el soberano y el gobierno existe una distancia y una diferencia.27 Las elecciones regulan la diferencia, mientras que la representación (que es tanto una institución dentro del Estado como un proceso de participación fuera de él) regula la distancia. Los modelos de representación populista precisamente cuestionan y transforman esa distancia y esa diferencia, y el populismo en el poder busca deshacerse de ellas.28 Y sin embargo su “franqueza” se mantiene dentro del gobierno representativo.

      De esta forma, el régimen mixto que inauguró el populismo se caracteriza por la representación directa. El concepto de representación directa es un oxímoron que empleo (y detallo en el capítulo 4) para expresar la idea de que los líderes populistas quieren hablar directamente al pueblo y para el pueblo, sin intermediarios (sobre todo partidos políticos y medios de comunicación independientes). Por ello, aunque el populismo no reniega de las elecciones, las aprovecha como celebración de la mayoría y de su líder, y no como una competencia entre líderes y partidos que facilita la valoración de la pluralidad de preferencias. En concreto, debilita a los partidos organizados, de los que la competencia electoral había dependido hasta ahora, y crea su propio partido ligero y maleable, que pretende unificar demandas más allá de las divisiones partidistas. El o la líder utiliza este “movimiento” a su antojo y, de ser necesario, lo ignora. En una democracia representativa convencional, los partidos políticos y los medios de comunicación son cuerpos intermediarios esenciales. Permiten que lo que está dentro del Estado y lo que está afuera se comuniquen, sin fusionarse. En cambio, una democracia representativa populista busca superar dichos “obstáculos”. “Democratiza” lo público (o eso afirma) al establecer una comunicación perfecta y directa entre las dos caras de la diarquía e, idealmente, las funde en una sola. El objetivo de oponer a la “gente común” con la “minoría establecida” es convencer al pueblo de que es posible ser gobernado mediante un sistema representativo sin necesidad de una clase política aparte o del sistema establecido. Como lo explico en el capítulo 1, prescindir del sistema (o de cualquier cosa que se crea que está entre “nosotros”, es decir la gente allá afuera, y el Estado, entendido como los aparatos “de adentro” conformados por quienes toman las decisiones, ya sean elegidos o designados) es el argumento central de todos los movimientos populistas. Sin duda fue el tema recurrente en el discurso inaugural de Trump, cuando declaró que su llegada a Washington no representaba la llegada del sistema establecido, sino la llegada de “los ciudadanos de nuestra nación”.

      Para este análisis del populismo, es fundamental la relación directa que el líder establece y mantiene con el pueblo. También se trata de la dinámica que enturbia la diarquía democrática. Cuando está en la oposición, el populismo subraya el dualismo entre los muchos y los pocos, y expande su público al denunciar la democracia constitucional. Los populistas plantean que la democracia constitucional no ha cumplido su promesa de que todos los ciudadanos gozarán del mismo poder político. Pero cuando llegan al poder, los populistas trabajan sin descanso para demostrar que su líder es una encarnación de la voz del pueblo y que debe oponerse y estar por encima de todo aquel que se diga representar a alguien más y que debe corregir las fallas de la democracia constitucional. Los populistas aseguran que como el pueblo y el líder se han fusionado, y ninguna élite intermediaria los separa, el papel de la reflexión y la mediación se puede reducir drásticamente y que la voluntad del pueblo se puede ejercer con más fuerza.

      Esto es lo que diferencia al populismo de la demagogia. Como explico en el capítulo 2, en las democracias representativas el populismo se estructura mediante el principio de “unificación versus pluralismo”. Este mismo principio apareció en la demagogia de la Antigüedad en relación con la democracia directa. Pero el efecto del atractivo populista en la unificación de “el pueblo” es distinto. En la democracia directa de la Antigüedad, el impacto de la demagogia en la legislación era inmediato porque la asamblea era la soberana y no existía mediación alguna, en lugar de ser un órgano constituido por individuos que físicamente no estaban presentes y a quienes los diversos competidores políticos definían y representaban. No obstante, el populismo se desarrolla en un orden estatal en el que un principio abstracto define al soberano popular, lo que permite a los retóricos interpretar con toda libertad ese principio y competir por su representación dentro del Estado. Esto ocurre a pesar de que, de entrada, el populismo se desarrolla en la esfera de la opinión, donde no rige el soberano, es decir, en el ámbito de la ideología, y bien podría permanecer ahí si nunca gobernara a una mayoría. En este sentido, soy consciente de las diferencias cruciales que las elecciones suponen para la democracia. Sin embargo, recurrir a los análisis de la demagogia hechos en la Antigüedad puede ayudarnos a explicar dos cosas: 1] al igual que la demagogia, en el sentido de la politeia de Aristóteles, el populismo interviene cuando la legitimidad del orden representativo ya está en decadencia, y 2] la relación del populismo con la democracia constitucional es conflictiva y este conflicto nos ayuda a nombrar y exponer los mecanismos mediante los que el populismo se apropia del principio de mayoría para concentrar su propio poder e inaugurar un gobierno mayoritario.29

      En mi libro anterior, planteé que es simplista e inadecuado pensar en términos de simple dicotomía entre democracia directa y democracia representativa, como si la participación estuviera del lado de la primera y las aristocracias electas, de la última.30 La política democrática es siempre política representativa, en cuanto que se articula y se materializa mediante interpretaciones, afiliaciones partidistas, compromisos y, por último, decisiones que toma la mayoría de los votos individuales. Estos procesos no se reducen a producir una mayoría: producen la mayoría y la oposición en una dialéctica incesante y en conflicto. La expresión ciudadana de propuestas, su argumentación y su consentimiento a las propuestas y las ideas (y a los candidatos que hablan en su nombre) son componentes de la diarquía democrática de voluntad y opinión.

      Desde una perspectiva diárquica, puedo oponerme a la concepción tradicional de que el populismo se puede entender como una “democracia iliberal”.31 Una democracia que infringe los derechos políticos más básicos —en especial, los derechos elementales de formarse una opinión y un juicio, expresar desacuerdos y puntos de vista cambiantes— y que sistemáticamente excluye la posibilidad de formar nuevas mayorías no es una democracia en ningún sentido. Una definición mínima de democracia (como la electoral) supone más que meras elecciones, si en efecto pretende describirla.32 Para Norberto Bobbio, es necesario que los electores “se planteen alternativas reales y estén en condiciones de seleccionar entre una u otra. Con el objeto de que se realice esta condición es necesario que a quienes deciden les sean garantizados los llamados derechos de libertad de opinión, de expresión de la propia opinión, de reunión, de asociación.”33

      La diarquía de voluntad y opinión significa que la democracia es inconcebible sin un compromiso con las libertades políticas y civiles, lo que exige un pacto constitucional para establecerlas y un compromiso para protegerlas, así como la división de poderes y el Estado de derecho para protegerlos y garantizarlos. Desde luego, ninguna de estas libertades es ilimitada. Pero es fundamental que la interpretación de su alcance no recaiga en la mayoría en el poder, ni siquiera en una mayoría en el poder cuyas políticas parezcan satisfacer los intereses del grueso de la población.34 Ésta es la condición para que funcione la democracia representativa y para que sus procesos permanezcan abiertos y no determinados. Por definición, pensar y hablar en términos


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