Yo, el pueblo. Nadia Urbinati

Yo, el pueblo - Nadia Urbinati


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porque asumen algo que en realidad no puede existir: la democracia sin libertad de expresión y libertad de asociación, así como la democracia con una mayoría apabullante como para bloquear sus posibles evoluciones y mutaciones (es decir, el surgimiento de otras mayorías).36 Desde la perspectiva diárquica, la democracia liberal es un pleonasmo y la democracia iliberal una contradicción, un oxímoron.37

      Más aún, quienes afirman que el populismo es la forma máxima de democracia se escudan en el concepto de “democracia liberal”. Esto permite a los partidarios del populismo manifestar que lo “liberal” limita la fuerza endógena de la democracia, es decir, su capacidad de respaldar el poder de la mayoría. Esto le conviene al discurso populista. En un discurso que el padre del populismo argentino, Juan Domingo Perón, pronunció durante la campaña electoral de 1946, se definió como auténtico demócrata, a diferencia de sus adversarios, a quienes acusó de ser demócratas liberales : “Soy, pues, mucho más demócrata que mis adversarios, porque yo busco una democracia real, mientras que ellos defienden una apariencia de democracia, la forma externa de la democracia.”38 El problema, claro está, es que “la forma externa de la democracia” resulta esencial para la democracia. No se trata de una mera “apariencia” y no es exclusiva del liberalismo. Si uno adopta un concepto no diárquico de la democracia y recalca que su esencia es la toma de decisiones (las del pueblo o las de sus representantes), las movilizaciones y el inconformismo ciudadanos parecen señalar una crisis dentro de la democracia, en vez de ser un componente de la democracia. Al reducir el momento democrático al voto o las elecciones, el dominio extrainstitucional se vuelve el ámbito natural del populismo, y al hacerlo, como escribió William R. Riker hace años, el liberalismo y el populismo se vuelven las únicas alternativas en juego.39 La teoría diárquica nos permite eludir este inconveniente.

      Como veremos en este libro, el populismo se muestra impaciente frente a la diarquía democrática. También se muestra intolerante respecto de las libertades civiles, ya que: 1] concede exclusivamente a la mayoría ganadora la capacidad de resolver las discrepancias sociales; 2] tiende a destruir la mediación de las instituciones al hacerlas sujeto directo de la mayoría gobernante y su líder, y 3] construye una representación del pueblo que, si bien abarca a una gran mayoría, excluye ex ante a otra parte. La inclusión y la exclusión son características internas para la dialéctica democrática entre ciudadanos que discrepan sobre muchas cuestiones y la dialéctica democrática es un juego de gobierno y disputa. La democracia implica que ninguna mayoría es la última y que ningún punto de vista disidente está condenado ex ante a una posición de impotencia o subordinación periférica por el hecho de que las esgriman los individuos “incorrectos”.40 No obstante, para que persista esta dialéctica abierta, la mayoría electa no puede comportarse como si fuera la representante directa de una especie de pueblo “auténtico”. (En efecto, en el ámbito gubernamental no “se puede tomar ninguna decisión sin cierto grado de cooperación entre adversarios políticos”; por definición estos adversarios siempre son parte del juego.41) La democracia sin libertades individuales —políticas y legales— no puede existir.42 En este sentido, la expresión “democracia liberal” es un pleonasmo,43 pues sugiere que “la democracia es previa al liberalismo”, en el sentido de que aquélla se sostiene sola o que no depende del liberalismo, a pesar de que históricamente se ha beneficiado de algunos logros del propio liberalismo.44 Esto no sólo es cierto porque la democracia precede el liberalismo, sino que es cierto porque la democracia es una práctica de la libertad en acción y en público, rebosante de libertad individual. “La práctica política de la democracia exige condiciones que se corresponden con los valores centrales liberales y republicanos de libertad e igualdad.”45 Por ello es un juego abierto en el que siempre es posible el cambio de gobierno y está inscrito en un gobierno mayoritario. Como afirmó Giovanni Sartori: “El futuro de la democracia depende de la capacidad de las mayorías de convertirse en minorías, y a la inversa, de las minorías en mayorías.”46 Como resultado, la democracia liberal es en esencia democracia a secas.47 Más allá está el fascismo, que no es “democracia sin liberalismo”, ni democracia, ni liberalismo político. Sus primeros teóricos y líderes, claro, lo sabían de sobra.48

      Los populistas buscan construir un modelo de representación que prescinda del gobierno partidista, de la maquinaria que genera el sistema político e impone consensos y transacciones, que termina fragmentando la homogeneidad de la gente. Si el principio que rige la democracia representativa es la libertad —y por lo tanto la posibilidad de disentir, el pluralismo y el consenso—, entonces el principio que rige al populismo es la unidad de lo colectivo, que da sustento a las decisiones del o la líder. De este modo, el populismo en el poder es un modelo de gobierno representativo que se centra en una relación directa entre el líder y aquellos a los que se les considera individuos “buenos” o que tienen la “razón”: aquellos a quienes el líder dice haber unificado y llevado al poder, a quienes las elecciones revelan mas no crean.

      Una consecuencia más de la impaciencia del populismo con la división partidista es que interpreta la idea procesal de “el pueblo” como propietario. Este punto es fundamental y la numerosa bibliografía sobre el tema tiende a ignorarlo. Es preciso reparar este descuido. Cuando los populistas llegan al poder, gestionan los procedimientos y las culturas políticas como asuntos de propiedad y posesión. “Nuestros” derechos (como hemos escuchado decir al primer ministro húngaro Viktor Orbán, al ministro del Interior italiano Matteo Salvini o al presidente de Estados Unidos Donald Trump) son el eje rector del populismo. Representan la manipulación populista de las ideas, la práctica y la cultura legal asociada con los derechos civiles, en particular la igualdad y la inclusión. La caracterización del populismo como institución política posesiva está en el núcleo de su naturaleza facciosa. Esto se suma a su impaciencia con las normas constitucionales y la división de poderes, y contribuye a explicar su carácter paradójico: el populismo en el poder está condenado a ser desequilibrado (como si estuviera en una campaña permanente) o a convertirse en un nuevo régimen. No puede darse el lujo de ser un gobierno democrático entre otros porque la mayoría a la que representa no es una mayoría entre otras: es la “buena”, que existe antes de las elecciones y al margen de ellas.

      Las implicaciones políticas de la naturaleza posesiva del populismo también son impredecibles. El enfoque puede dar lugar a ambiciones proteccionistas, pero también a afirmaciones libertarias, aunque se vuelvan casi irreconocibles, si es que interpretemos el populismo como una más de las ideologías fascistas tradicionales, o como una ola de proteccionismo al estilo tradicional fascista. En su penetrante análisis del civilizacionismo populista neerlandés, Rogers Brubaker afirma: “el antiislamismo libertario de Fortuyn ganó terreno en un contexto definido por las ideas claramente progresistas del pueblo neerlandés ‘nativo’ sobre género y moralidad sexual, por la ansiedad en los círculos gays sobre el acoso y la violencia antigay atribuidos a la juventud musulmana y por el clamor público a raíz de que un imán marroquí de Róterdam condenó la homo-sexualidad en un noticiero de alcance nacional”.49 Líderes como Marine Le Pen del Rassemblement National [Agrupación Nacional], como el primer ministro austriaco Sebastian Kurz y como Matteo Salvini de la Lega Nord [Liga Norte] no han adoptado (aún) la retórica de ataque contra la equidad de género —aunque algunos intenten anular las leyes que regulan el aborto y el matrimonio o la unión entre personas del mismo sexo—. Tampoco rechazan las libertades individuales que los derechos civiles lograron para su gente —aunque protestan contra la prensa “per-judicial”—. No obstante, sí emplean el lenguaje de los derechos civiles de modo que subvierte su función precisa. Emplean ese lenguaje para declarar y exigir el poder absoluto de la mayoría respecto de su “civilización” y, por lo tanto, respecto de sus derechos, lo que lo convierte en un poder que sólo los miembros de la clase gobernante poseen y pueden disfrutar. En el momento mismo en que los derechos se apartan de su significado de equidad e imparcialidad (esto es, un significado universalista y procedimental), se convierten en un privilegio. Pueden ser incluyentes en la medida en que no estén condicionados por la identidad cultural o la nacional de quienes los exijan. La práctica posesiva de los derechos les quita su carácter aspiracional y los convierte en un medio para proteger el estatus que ha obtenido una parte de la población. El rechazo de los migrantes


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