Yo, el pueblo. Nadia Urbinati
los verdaderos intereses de la gente, más allá de las divisiones partidistas. El populismo en el poder parece un gobierno pospartidista, que afirma atender los intereses de una mayoría ordinaria y promete nunca producir un sistema de políticos profesionales. Su ambigüedad yace precisamente en esta ambición. Los movimientos populistas se manifiestan en un partidismo intenso durante la carrera electoral contra los partidos existentes, pero su ambición central es captar la mayor cantidad posible de individuos para convertirse en el único partido de la gente y así disminuir las afiliaciones y las oposiciones partidistas. El capítulo 4 explora el hecho de que, a pesar incluso de que debilitan la organización de este modo, la gente no tiene ninguna garantía de que podrá controlar a su líder.
Soy escéptica ante las promesas palingenésicas del populismo, así como lo soy ante las profecías apocalípticas sobre el destino de la democracia. En el epílogo aclaro los motivos políticos de mi investigación y mi escepticismo, los cuales se relacionan con una ola reciente de interés empático en el populismo, por la que el populismo es visto no sólo como una señal de los problemas que enfrentan las democracias, sino como una oportunidad de mejorar la democracia, de regenerarla. Lo analizo como una “trinchera de avanzada” en las batallas de los ciudadanos para reapropiarse de su poder, tener influencia sobre la distribución de la riqueza y corregir la desigualdad. En síntesis, lo estudio como un intento de rediseñar la democracia representativa para detener su caída, más o menos inexorable, hacia la oligarquía electa. Tomo con seriedad estas aspiraciones populistas y examino sus objetivos: priorizar a la mayoría para limitar el poder de los partidos y las minorías económicas. Sin embargo, concluyo que, si entendemos de esta forma la batalla entre los muchos y los pocos, corremos el riesgo de terminar en el punto que Aristóteles señaló a sus contemporáneos: con la creación de un gobierno de facciones que no es más que una expresión arbitraria de la voluntad de poder de la fuerza gobernante (sin importar si esa fuerza la controlan los muchos o los pocos). Resulta paradójico que la ambición populista de trascender la división entre izquierda y derecha es un indicador de este proceso de faccionalismo, no una corrección de éste. Tras analizar el populismo en el poder, concluyo que de ningún modo el populismo es una estrategia neutra. Como tal, no puede ser una herramienta cuyo uso pueda controlarse al antojo, hacia el reformismo o el conservadurismo, la izquierda o la derecha. Tampoco se trata de “un estilo de hacer política”, porque, para tener éxito, el populismo debe transmutar los principios y las reglas democráticas básicas. Al hacerlo, conduce la política y el Estado a resultados que los ciudadanos no pueden controlar. Es inevitable: el camino del populismo es un camino hacia la exaltación y el afianzamiento del líder y su mayoría, por la sencilla razón de que su éxito depende de la autoridad del líder sobre el pueblo y sus partes. Esto podría ocasionar un choque entre el populismo y la democracia constitucional, incluso si sus principios fundamentales permanecen integrados en el universo de significados y en el lenguaje de la democracia.
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