Guerras A-D. Jesús A. Ávila García
ty-line/>
Jesús A. Ávila García
Guerras A-D
Primera edición: octubre 2020
©Grupo Editorial Max Estrella
©Editorial Calíope
©Jesús A. Ávila García
ISBN: 978-84-122731-0-6
Grupo Editorial Max Estrella
Calle Doctor Fleming, 35
28036 Madrid
Editorial Calíope
www.editorialcaliope.com
A mis abuelos Jesús, Josefina y Desiderio,
que nos cuidan desde otro lugar.
A mi abuela Amparo que sigue iluminando
nuestras vidas.
A mi amigo Ricardo de la Isla por ser el primer lector y crítico de mis obras.
Episodio 4
Vigilando las ciudades
Episodio 5
La vida en Primon
Episodio 6
La réplica
Episodio 7
El fin del comienzo
Epílogo
Episodio 1
Un sueño
1
—¡Ya es hora de ir a la escuela! No querrás llegar tarde —dijo la madre de Jessav.
—No, mamá.
El joven se sentó al borde de la cama pensando en por qué su mamá lo despertaba un minuto antes de que sonara el reloj despertador. Se quedó inmóvil un momento mientras juntaba energía para el ritual diario de bañarse, vestirse y desayunar. Siempre había aborrecido tener que quitarse su pijama suave y tibia por las mañanas. Una vez vestido con jeans y una camiseta azul, su color favorito, se paró frente al espejo, contempló su cuerpo delgado y se acomodó el cabello corto, castaño y lacio. No se sentía cómodo con su peso. Además, su estatura alta lo hacía ver aún más delgado. Pensaba que a sus dieciocho años tenía mucho tiempo por delante para encontrar alguna actividad física que lo motivara a subir de peso. Tomó sus lentes y bajó las escaleras.
Su madre lo esperaba en la cocina con dos panes tostados y un vaso con leche. Al ver bajar a su hijo con lentitud le dijo:
—Se está haciendo tarde.
—No lo creo, mamá. Adelanté el reloj algunos minutos.
Comió mientras veía la televisión, que estaba en el canal de noticias. Escuchaba a su espalda el ruido familiar de platos y cubiertos siendo lavados, secados y acomodados. Hace algunos meses su madre tuvo que salir de la ciudad por varios días y Jessav descubrió que además de echarla de menos a ella, extrañaba los sonidos cotidianos a los que estaba acostumbrado desde que era pequeño. Quizá nunca lo aceptaría en voz alta, pero también extrañó que lo levantara una voz familiar antes de que sonara el reloj despertador. Su madre comenzó a silbar y él sonrió; otro sonido que lo hacía sentir en casa.
Al terminar de desayunar, agradeció por la comida y subió a cepillarse los dientes. A los pocos minutos bajó, se despidió de su madre con un beso en la mejilla y salió camino a la escuela. La ciudad en la que vivía era relativamente pequeña y apenas llegaba al millón de habitantes. A pesar de ello Jessav ya había hecho varios intentos para que su padre, que trabajaba en otra ciudad, le comprara un automóvil. «La ciudad es demasiado pequeña para necesitar un automóvil», escuchó mentalmente la voz de su padre.
No se consideraba un optimista y constantemente se encontraba a sí mismo quejándose de situaciones que no le parecían correctas. Aun así, aprendió a disfrutar de los pequeños detalles del día a día. El mundo y la vida cambian constantemente y nunca se sabe cuándo volveremos a presenciar ciertos eventos sencillos que nos alegran el día. Para Jessav, uno de esos detalles era observar el cielo y las nubes. Le reconfortaba mirar el contraste de colores y cómo las nubes se iban alejando a su propia velocidad, independientemente de lo que sucediera en el mundo.
Era una mañana fresca y algunas corrientes de aire hacían que la temperatura pareciera más baja. Al salir de su vecindario, caminó por su calle preferida. De un lado había casas pequeñas y de construcción similar, con gente haciendo sus rutinas de la mañana. Al frente se veía un campo verde con colinas al fondo. En cierto momento del camino un olor a fresas llenaba su nariz, debido a un sembradío que había junto las colinas. Veía el cielo azul y su imaginación volaba con el paisaje; en su mente había creado miles de historias que ocurrían en ese trayecto. Algunas sencillas como imaginarse volando por encima de las colinas. En otras él y sus amigos peleaban contra un dragón que atemorizaba a los habitantes.
Una calle antes de llegar a la escuela, miró su inseparable reloj. Llegaría temprano como siempre. La puntualidad era una obsesión que tenía, la cual aumentó hace unos años cuando llegó tarde a la escuela por quedarse dormido. Decidió que no le sucedería de nuevo y por eso adelantó los relojes de su casa.
Atravesó la puerta principal y caminó sin prisa recorriendo los múltiples patios y estructuras del colegio. Fue al salón de computación que se encontraba casi al final del conjunto de edificios. Había muchas computadoras libres debido a la hora tan temprana. Siempre elegía las que se encontraban al final del aula; no le gustaba que otros leyeran de su pantalla. Mientras caminaba vio a su amigo Agztran sentado. Era un joven de estatura baja, cabello corto, de complexión atlética y piel tostada por las largas horas de ejercicio diario bajo el sol. Jessav le dio un ligero golpe en la cabeza y dijo:
—¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar en clase?
—Perdóname, papá. Llegué tarde y el maestro no me dejó entrar —contestó sin dejar de mirar la pantalla.
—No me sorprende, tardas demasiado en arreglarte —dijo Jessav riendo.
Le parecía increíble la frecuencia con que su amigo llegaba tarde a la primera clase del día, siendo que vivía a solo una cuadra de la escuela. Tenía un repertorio interminable de excusas para su impuntualidad: no sonó el despertador, olvidé las llaves o la tarea a la mitad del camino, no había agua caliente. La lista siempre aumentaba especialmente al final del año escolar.
Los dos jóvenes dejaron de conversar mientras perdían el tiempo en lo que daba la hora de asistir a clase. Mientras cargaba la página, Jessav vio su propio reflejo en la pantalla. No le gustaba usar lentes, pero sin ellos la miopía podía hacer estragos especialmente al tomar notas en las clases. De soslayo miró a su amigo. Estaba sentado sin postura alguna con la cabeza casi tocando el respaldo de la silla. A pesar de eso se veía bien. Secretamente envidiaba que Agztran podía verse bien sin siquiera esforzarse. Ahí estaba, ligeramente despeinado con un brazo sobre la mesa y con la camiseta apretada sobre los bíceps morenos. Más de una persona lo miraba discretamente al pasar sin que él estuviera al tanto.
Dejando a un lado los sentimientos de inseguridad, Jessav abrió su correo electrónico, tenía