Santiago. Fragmentos y naufragios. . Luisa Eguiluz
ciudad, Raymond Williams5, cambian con las circunstancias y resucitan tópicos literarios6 que por lo demás no estaban muertos, sino que dormían una especie de sueño de vampiros y podían despertar para encontrar savia nueva. Así sucede con el revival de la revista de los estados, la galería de la picaresca o con el motivo literario clásico del ubi sunt, en los textos.
La ciudad habla también a través de las heridas, de las cicatrices y del cuerpo, que a menudo, sobre todo en la poesía de mujeres (pero no en exclusiva), se calca o se despliega con la cartografía de la ciudad en los textos de la experiencia urbana. Asimismo, monumentos o lugares o no lugares se convierten en símbolos que logran entronizarse en el inconsciente colectivo y van constituyendo los imaginarios de la ciudad.
Acerca del espacio y el tiempo, parámetros constantes de nuestra experiencia, también se ajustan de modos diversos. A estos efectos, viene a justificarse la aplicación que ya algunos estudiosos han utilizado, del concepto de cronotopo, aludiendo a la medida en que tiempo y espacio se relacionan en los textos. Los espacios predominan sobre los tiempos en los textos poéticos. En tanto, el tiempo se ahorra con la virtualidad tecnológica.
La velocidad con que cambia la ciudad (tiempo consumido) se hace patente, cuando ya no se reconoce esa esquina, lo erigido antes es ruina (consumida y consumada), y en breve, también, es nuevo lugar erigido, contribuyendo a la sensación de desconcierto y de confusión del tiempo con el espacio.
Esta sensación que produce lo inestable del dónde se pisa, dónde se está, del vivir y experimentar la ciudad de hoy, brota en los textos de la poesía en ese andar perdidos, que se traduce en diversas metáforas de habitáculos provisorios, por ejemplo, balsas, que significan un desarraigo, lo flotante, y que movió a Javier Bello a designar a los poetas de los 90 como “náufragos”7.
Claro que este desarraigo, con pérdida de raíces mucho más hondas, se vivió ya y se experimentó con creces desde la fecha en que se inician los textos de poesía chilena aquí seleccionados, 1973, textos escritos tanto por los que tuvieron que enfrentar el desarraigo físico, el ser arrancados de su terruño, como por los que se quedaron sujetos a raíces que la dictadura raleaba. Algunos de los poetas exiliados y después desexiliados, al regresar, fueron incapaces de sustentarse de las raíces que habían logrado sobrevivir en la tierra natal.
Así, los conceptos de arraigo y desarraigo son fundamentales en la instancia de lectura de los textos poéticos de cómo se vive Santiago de Chile. En mi Tesis, punto de partida del tema, se incluyen entrevistas a poetas y críticos/as en que se aborda su validez8 y a los que renuevo mis agradecimientos.
El vivir urbano mostrado por los poetas es el de una sobrevivencia, a través de una mirada bastante sombría, no obstante bella, correspondiente a la eterna contradicción de las ciudades modernas. Han sido decisivos en esto los cambios sufridos por la capital, que determinan una visión distópica de Santiago –a veces de contenido nostálgico por lo que fue– y por lo que no es.
Después de los 90, la expresión poética se abre a nuevas formas, más acordes con los imaginarios de hoy, adheridas a la visualidad y a la fragmentación, propias del encuadre de esos medios tecnológicos; a la música y a los crecientes movimientos sociales. He querido dar una muestra de algunos textos que se publican a partir del 2000. En su poesía, el descontento social manifiesta con fuerza el desarraigo. Son precisamente las voces de los más nuevos las que parecen identificar mejor a la audiencia de los jóvenes, por lo que implica también poder vivir la calle, las vías, los lugares y no lugares urbanos como propios. Y de esa sensibilidad, asimismo, yo me siento cercana.
En cuanto a mi aproximación al problema de la interpretación y experiencia del arte, mi perspectiva parte de que “toda comprensión es interpretación”, frase del filósofo Gadamer que me quedó grabada.9 Además, el encuentro con una obra debe consistir en un intento de “fusión de horizontes”, donde el propio tiempo, sin anularse, se pone al servicio del tiempo otro. No podemos estudiar la historia desde un pretendido punto neutral. De la misma manera, la experiencia de interpretación existe solo en virtud del lenguaje y como lenguaje, ya que el lenguaje conforma una unidad con nuestra experiencia concreta de las cosas, la palabra pertenece en algún modo a la cosa misma y el ser que puede ser comprendido es lenguaje: una visión anticonvencionalista que seduce. Pensamiento inserto en la metáfora del juego del mismo Gadamer, en que el señor del juego no es quien juega, sino el juego mismo o el lenguaje mismo. El encuentro con los textos tiene el significado de un encuentro con una cosa que se impone como tal.
Una necesaria aproximación al contexto histórico
Partiré, en una primera aproximación, hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX, ya que si bien los textos poéticos seleccionados pertenecen al período entre 1973 y 2006, se hace necesario delinear algunos antecedentes históricos de la ciudad que abrieron la perspectiva que se verá en su período de plenitud.
La sociedad latinoamericana, ya desde poco antes de la independencia declarada de los países, era mezclada, mestiza y de carácter marcadamente urbano, en que se consideraba el rol hegemónico y centrista de las ciudades con respecto a las regiones10. Dichas sociedades criollas cedieron el paso a un patriciado que constituyó la clase dirigente de las ciudades, un tipo entre urbano y rural, entre progresista y conservador, como lo caracteriza Romero (en estas medias tintas suele debatirse, o más bien parapetarse, un acendrado habitante latinoamericano, o, al menos, chileno). De modo que hacia 1880, las nuevas generaciones patricias habían consolidado su arraigo económico y la mentalidad del antiguo hacendado se contagió asimismo de las tendencias del hombre de empresa. En Chile, fue el auge de las exportaciones de salitre, que enriqueció a niveles de vida europeos a los emprendedores, que encargaban al viejo continente sus muebles, vajillas y telas. Constituyeron linajes. Si bien cabían las ideas liberales, el régimen de la propiedad de las tierras seguía siendo el mismo, aunque se hubiera producido un cambio de manos.
Este nuevo patriciado es el que según el historiador chileno Armando De Ramón11 dirige la denominada “ciudad primada”: Santiago, que él enmarca entre 1850 y 1930. Menciona, entre sus referencias, una del diplomático Horace Rumbolt, quien habla de la ciudad ejercida como un gobierno oligárquico fundado sobre las bases de la ortodoxia española. En realidad eran dos las ciudades en que se reflejaba este tipo de vida, la ciudad puerto de Valparaíso, cosmopolita entonces, y Santiago, que ya ostentaba el Club de la Unión, el Teatro Municipal, el Hipódromo y los lujosos bailes en la casa réplica del Palacio de la Alhambra, propiedad de Claudio Vicuña Orrego. Entre los ricos se acostumbraba el ritual de los viajes a Europa, entre ellos el prolongado por 18 años de la familia de Francisco Subercaseaux Vicuña, por ejemplo. Esta es Santiago, la soberbia, que encandiló a Rubén Darío en su paso por nuestro país (entre 1886 y 1889), y cuyas palabras aquí se reproducen:
Santiago en América Latina es la ciudad soberbia. Si Lima es la gracia, Santiago es la fuerza. El pueblo chileno es orgulloso y Santiago es aristocrática. Quiere aparecer vestida de democracia, pero en su guardarropa conserva su traje heráldico y pomposo. Baila la cueca pero también la pavana y el minué. (…) Toda dama santiaguina tiene algo de princesa. Santiago juega a la Bolsa, come y bebe bien, monta a la alta escuela, y a veces hace versos en sus horas perdidas. Tiene un Teatro de fama en el mundo, el Municipal, y una catedral fea; no obstante Santiago es religiosa. La alta sociedad es difícil conocerla a fondo; es seria y absolutamente aristocrática”.12
Este lujo también atrajo a las clases medias, aunque todavía en forma de simulacro. Un ejemplo se puede encontrar en el personaje del siútico en Blest Gana. En las ciudades latinoamericanas, las clases populares, debido a las migraciones en busca de trabajo, pasaron de la miseria rural a la miseria urbana. Romero nos habla de La Chimba en Santiago, como de un suburbio tétrico.
Para 1875 había terminado la gestión edilicia de Benjamín Vicuña Mackenna, quien había renovado el rostro de la capital y segmentado ya a sus habitantes en dos sectores: la ciudad sujeta a beneficios y cargos del municipio y los suburbios, de que se habló recién, con otro régimen. Construyó además un camino de cintura que operaba