Tigresa Acuña. Alma de Amazona. Gustavo Nigrelli
COINCIDENCIAS
Mi madre había nacido el 3 de diciembre de 1950.
Y mi padre, Bernabé Acuña –que falleció en febrero de 2009-, el 11 de junio del mismo año que mi madre, o sea, 1950. Pero curiosamente, nació el mismo día que su padre, es decir, que mi abuelo paterno, también llamado Bernabé Acuña. Era jefe de comunicaciones en Casa de Gobierno.
Acuñas y Chaparros, es decir, todos mis antepasados por una u otra rama, ya van a ver que estuvieron siempre ligados a la política de un modo u otro.
Mi padre y mi abuelo paterno no sólo nacieron el mismo día, el 11 de junio, sino que se llamaban exactamente igual. ¿No es otra rara coincidencia?
De mi abuela paterna casi no tengo registro, porque falleció cuando yo tenía 4 años, así que ni la recuerdo.
La otra coincidencia numérica de mi querida familia es que mi hermano, Guillermo Federico -el único que tengo-, es 1 año y 5 meses menor que yo. Nació el 15 de marzo del ’78, mientras que yo el 16 de octubre del ’76. Él en marzo, yo en octubre.
Y da la casualidad que mis dos hijos se llevan casi esa misma edad: Alexander Maximiliano (Maxi) nació el 14 de marzo del ’93 –casualmente, un día antes que mi hermano-, mientras que Josué Ezequiel lo hizo el 4 de octubre del ’94, es decir, en mi mismo mes.
Mi hermano y yo nos llevamos casi la misma diferencia que se llevan mis dos hijos, y nacimos en los mismos meses, invirtiendo el orden.
Si faltara alguna coincidencia más, mi abuelo materno, Ramón Carísimo, que fue presidente del Partido Justicialista de Formosa –ya desde entonces que en mi familia estamos en la política bajo el mismo signo, no de ahora- falleció un 17 de octubre, el Día de la Lealtad peronista, un día después que yo naciera, aunque no en el mismo año, sino varios después. Debe hacer unos 10.
Y la última: mi marido y el de mi abuela Petrona se llamaban igual: Ramón. Para algunos puede pasar inadvertido. Para mí es demasiada coincidencia.
Tuve también otra hermanita, pero nació muerta. Otra historia triste. Nació 10 años después que yo: Patricia Alejandra, pero por esas cosas del destino, Dios quiso que naciera sin vida, y no supimos por qué. Estaba todo bien cuando de repente se complicó.
Alejandra, por Alejandro Magno, y Patricia, por una amiga querida que yo tenía en mi escuela primaria, de 1° a 4° grado, que después no vi más… Qué habrá sido de Patricia, pienso a veces.
Hago cuentas, y me quedo pensando que si mi hermanita nació cuando yo tenía 10 años, y mi madre falleció 8 después, incluyendo todo su período de enfermedad -que duró más o menos lo mismo-, advierto que algo habrá tenido que ver una cosa con la otra, aunque no podré saber qué habrá originado qué.
LA ESCUELA
Como todo chico de aquel entonces, a los 5 años hice el jardín de infantes en la Escuela N° 66 del Barrio La Pilar, del cual casi no tengo recuerdos. Antes no se estilaba empezar a los 2 ó 3 años como ahora.
Pero al mudarnos a La Paz comencé la primaria en la N° 19, aunque sólo hasta 5° grado, porque después, por una cuestión de practicidad y cercanía, nos cambiamos a otra que se llamaba Gustavo Striens, donde terminé 6° y 7° grado.
No fue mucho lo que ahorramos, apenas 3 cuadras, pero la ventaja era que matábamos dos pájaros de un tiro, porque allí mismo funcionaba el secundario Arturo Jauretche, un bachiller con orientación en informática, lo cual nos resolvía el problema de dónde continuar los estudios.
Hablo en plural porque conmigo venía siempre mi hermano, que me seguía a todos lados porque yo además de su hermana mayor lo cuidaba más o menos como si fuera la madre, lo protegía, y él nunca se movía de mi lado. Siempre andábamos juntos, al punto que a muchos les generaba cierta bronca, sospecha, o curiosidad, la relación tan unida que teníamos. Hoy él es policía de la bonaerense.
Pero mis primeros recuerdos, los más firmes, arrancan en la nueva casa de La Paz: una casa de dos pisos, con un patio de tierra descubierto abajo. Un dormitorio, baño, y cocina/comedor en esa planta, y una pieza más arriba, con una terraza. Y en la Escuela 19, donde empecé 1° grado, y donde de algún modo se empezó a gestar mi historia.
Mi maestra de 1° era la señorita Alicia. Es a la que más recuerdo por su bondad. A ella siempre le llamaba la atención que yo fuera tan callada, más aún cuando se enteró de que practicaba artes marciales. No podía entender cómo yo siendo tan buenita, tan tímida, que no mataba una mosca, hiciera full contact, o algún deporte de contacto, de pelea, de violencia.
Es que yo jamás me peleaba ni discutía con nadie. Bueno, no tan con nadie, porque en el secundario pasó algo que ya contaré más abajo, cuando tuve que darle un “estate quieto” a un compañero, ja. Fue la única vez, y yo ya era conocida como “La Tigresa”, al menos en el barrio.
Siempre fui responsable y estudiosa, por eso jamás me llevé materias. En el secundario llegué a ser 1° escolta de la bandera, nunca abanderada, porque siempre mi amiga Silvia, con quien estábamos juntas, me ganaba con las centésimas.
Competíamos sanamente en notas, pero me terminaba ganando. Yo me destacaba más en lenguas y ciencias naturales, pero también andaba bien en matemática, historia, geografía y estudios sociales, que era una especie de temas políticos.
Pero tanto mi madre, como los familiares o conocidos, jamás sospecharon hasta ese momento cuáles eran mis verdaderas potencialidades, aunque en casa yo siempre fui muy inquieta e hiperactiva. Entonces mi madre me mandó a hacer danzas españolas, a ver si gastando un poco de energía se me pasaba.
ARTES, PERO MARCIALES
Tenía 6 años e iba a hacer eso, porque era de las pocas opciones para mujeres, y mi madre además siempre fue partidaria de que hiciéramos algún deporte.
Me aburría como la mejor, pero yo obedecía. Hasta que ocurrió algo que cambió el destino de todo, y fue cuando nos mudamos a La Paz, al poco tiempo.
Es que en el afán de encontrarle a mi hermano algo para que él desarrollara, mi viejo vio camino a casa, en la esquina, que habían abierto un lugar donde se practicaban artes marciales, y de inmediato pensó en llevarlo allí.
El gimnasio daba a la calle, y era vidriado, por lo que desde afuera se veía todo. Era el Club Polideportivo La Paz.
Hacía muy poco nos habíamos mudado, cambiado de escuela, de casa, de todo. Pero como con mi hermano estábamos siempre juntos, fue él y atrás suyo fui yo a acompañarlo.
Estaban los chicos practicando, unos 30 pibes de entre 17 y 18 años, y también unos chiquitos entre los cuales estaba mi hermanito, cuando Ramón –que era el profe- se me acercó y me dijo: “¿querés probar?”. Yo pensé: “¿por qué no?”. También había niñas, ¿cómo no iba a poder practicar yo también?
- “Sí”, le respondí.
Ni bien puse un pie en el gimnasio, y Ramón me hizo tirar la primera patada, me dije: esto es lo mío.
Pateé, pegué, hice ese día los primeros movimientos del full contact, y volví enloquecida a casa. Miré a mi vieja en la cena y le comenté: yo voy a seguir haciendo esto. Y a danzas no voy más.
Vi que se miraron un poco, pero nadie dijo nada. Y en ese silencio sentí una especie de aprobación. Mi viejo, porque de por sí él siempre me apoyó y porque le gustaban esos deportes, y mi madre por naturaleza, porque nunca se oponía a los gustos nuestros, mientras no se tratara de algo malo, le gustara o no.
A partir de allí, cuando me preguntaban qué quería ser cuando fuera grande, mientras todos decían médico, abogado, o arquitecto, yo decía: campeona de full contact.
Por supuesto, todos se reían y me volvían a preguntar, esperando la respuesta “seria”, “convencional”, pero yo volvía a repetir la misma. Y bueno, en el fondo me tomarían por loca, pero me