Pinceladas del amor divino. Erna Alvarado Poblete

Pinceladas del amor divino - Erna Alvarado Poblete


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misericordia aflora de las manos de una mujer cuando ofrece un to­que cariñoso a la madre que sufre por no saber guiar a su familia; fluye de los labios llenos de sabiduría cuando una joven acude en busca de consejo. El ejemplo supremo del “ministerio de la misericordia” lo encontramos en Jesús, que a cada paso que dio por los polvorientos caminos de Galilea fue prodigando amor, ternura y compasión. Elena de White afirma: “Solo el método de Cristo dará éxito para llegar a la gente. El Salvador trataba con los hombres como quien deseaba hacerles bien. Les mostraba simpatía, atendía a sus nece­sidades y se ganaba su confianza. Entonces, les decía: ‘Síganme’ ” (Un ministe­rio para las ciudades, p. 60).

      Abrevar de la fuente de misericordia, que es Cristo, debe ser la prioridad de la mujer que desea ser un instrumento de su gracia. Así, investidas por el poder del Espíritu, ayudaremos a llevar abundancia donde hay escasez, sani­dad donde hay enfermedad y paz donde hay abatimiento.

      Ocupemos nuestro lugar en el campo de batalla, junto a nuestro capitán Jesucristo, y hagamos la tarea con gozo, sabiendo que cada alma que cae presa de las artimañas del enemigo puede ser sanada y salva gracias a nuestra opor­tuna intervención.

      Lo que piensas de ti misma

      “Ninguno piense de sí mismo más de lo que debe pensar. Antes bien, cada uno piense de sí con moderación, según los dones que Dios le haya dado junto con la fe” (Rom. 12:3).

      El amor y las expresiones de afirmación que damos a otros tie­nen una relación directa con el amor y la estimación que sentimos por nosotras mismas. Sin embargo, el hecho de que nos amemos a noso­tras mismas es considerado por muchos como un signo de soberbia o ego­centrismo. Con esa forma de ver las cosas, negamos nuestra individualidad, y nos criticamos y juzgamos sin compasión. Como bien afirma Bárbara de Angelis: “Si tienes dificultades para amarte a ti, tendrás dificultades para amar a otros, ya que resentirás el tiempo y la energía que le das a otra persona en lugar de dártelos a ti”.

      El único parámetro bíblico que nos da luz acerca de este asunto dice: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mat. 22:39). Con esto se entiende que el amor que damos a otros es una réplica del amor que nos damos a nosotros mismos. De esta forma, el amor propio es el que nos lleva a respetar, apreciar, no juzgar y tener consideración por los otros. Ahora bien, ninguno piense de sí mismo más de lo que debe pensar. Como en todo, el justo equilibrio es la clave.

      Para la mujer cristiana, el amor propio tiene que ver con su condición de hija de Dios. Criticar, menoscabar y despreciar constantemente la actuación propia es no valorar esa creación de Dios que eres tú. Aplicando ese rasero a ti misma, con certeza se lo aplicarás a los demás.

      Amiga, quererte a ti misma es también nutrir tu cuerpo con alimentos sanos, vigilar apropiadamente las avenidas del alma, es decir, tener cuidado con lo que entra por tus oídos, tus ojos y tu boca. También incluye regocijarte por tus cualidades personales y celebrarlas, pues son dones de Dios para tu desarrollo.

      Para que logres un sentido de valor personal sano y equilibrado es im­portante que:

       Revises tu concepto de lo que significa ser mujer a la luz de la Biblia. Aprendas a autocriticarte sin descalificarte.

       Seas competente, mas no competitiva.

       Reconozcas tus emociones y sentimientos.

       Refuerces cada día tu creencia en ti misma.

      Eres afortunada, porque eres amada por Dios. Ante tus errores, no te cul­pes; corrige. Ante tus problemas, busca soluciones. Ante tus tristezas, busca consuelo en Dios y en quienes te aman. Nunca desistas.

      Guerreras de esperanza

      “Mujer virtuosa, ¿quién la hallará? Su valor sobrepasa largamente al de las piedras preciosas” (Prov. 31:10, RVR 95).

      No puedo recordarla de otra manera. Todavía, a pesar de los años transcurridos, puedo cerrar los ojos y traer a la imaginación su pequeña figura, menguada por la enfermedad. En la cama del hos­pital se veía frágil; sus manos pequeñas y arrugadas descansaban sobre su re­gazo, mientras sus resecos labios intentaban sonreír en señal de bienvenida. Aquel día fue como cualquier otro en un hospital: olor a medicina y desinfec­tante, y altavoces solicitando la presencia del doctor.

      El doctor apareció casi reverente en la habitación, se acercó y nos anunció que el tiempo para ella se estaba acabando. Salí un momento al jardín y comen­cé a llorar; no quería que nadie me viera así, y menos ella. Más serena, me paré a su lado y ella levantó su mano en señal de despedida. Le pregunté a dónde iba y me señaló con el índice hacia arriba. Lo demás fue rápido; cerró los ojos y se quedó dormida. Entonces dejé las apariencias a un lado y lloré, no sé cuánto tiempo.

      A pesar de su ajetreada y, a veces, tormentosa vida, se fue llena de paz, y con una fe inquebrantable en Dios. Su legado es un tesoro que gozo hoy a pe­sar de que ya no está conmigo. Durante su vida habló poco, pero hizo mucho. Los recuerdos que me dejó son dulces y hacen más fácil mi presente.

      En la Biblia leemos: “Mujer virtuosa, ¿quién la hallará?” Yo respondo: “Yo la hallé en la figura de mi madre”. Querida amiga, si tienes a tu madre conti­go, hónrala; haz por ella lo que ella hizo y hace por ti. Abreva de su sabiduría; los consejos de una madre nunca pierden vigencia, pues emanan de un cora­zón amante y generoso, parecido al del Padre celestial. Por otro lado, si tú eres madre, asegúrate de que tus hijos te honren, sembrando en tu camino hacia la eternidad semillas de amor, que darán su fruto cuando te hayas ido.

      Hoy, antes de iniciar tus actividades diarias, reúne a tu familia y presén­tala ante Dios, oren unos por otros y repitan: “Cuando se extinga la flama de mi vida, cuando mi largo caminar haya terminado, solo quedará el perfume de recuerdos de cariño y de bondades” (Óscar Cruz).

      ¿Dónde están los papás?

      “El Señor dirige los pasos del hombre y lo pone en el camino que a él le agrada” (Sal. 37:23).

      Estaba sentada frente a mí, con apenas catorce años de edad y varias expulsiones de la escuela. Llegó a mi consulta más por obliga­ción que por decisión propia. Aunque venía con antecedentes de re­beldía y brotes de ira incontrolada, sus ojos tenían una chispa de dulzura y de inocencia.

      Comencé a escuchar su caso. A su edad había tenido varias parejas; por supuesto, mayores que ella. Los reportes escolares hacían alusión a compor­tamientos atrevidos con los chicos y enojo con las chicas. Allí estaba una madre afligida y con un sentido elevado de culpa, preguntándose y preguntándome qué había hecho mal. Durante el proceso de terapia, varias veces solicité la presencia del padre y... ¡qué sorpresa!, era totalmente ajeno a la situación de su niña. Él consideraba que las madres son las que deben encargarse de educar a las niñas; él solo actuaba como proveedor de bienes materiales y nada más.

      La niña de ojos dulces tenía una explicación clara para su situación: “Mi papá no me quiere porque siempre esperó tener un varón. Él piensa que las mujeres somos tontas y solo servimos para tener hijos y cuidar la casa”. ¡Cuánto daño puede causar un padre ausente en la vida de sus hijas! La figura masculina, específicamente la del padre, es vital. Las madres debemos estar conscientes de esto y promover las relaciones afectivas de los padres con sus hijas, pues a través de ellas se encuentra un sano equilibrio personal y relacional.

      Cuando el padre está ausente, las hijas crecen con un vacío existencial que buscarán llenar de algún modo. Desarrollan un concepto frágil de ellas mismas, lo que las lleva a tener relaciones afectivas con hombres mayores, con el con­sabido riesgo que esto supone. La niña que se relaciona bien con su padre tiene un buen modelo de lo masculino, y este modelo será el que la guiará y moti­vará en sus relaciones futuras con los varones. Las hijas que crecen teniendo una relación


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