Pinceladas del amor divino. Erna Alvarado Poblete

Pinceladas del amor divino - Erna Alvarado Poblete


Скачать книгу

      ¿Qué te parece si oramos por los papás que crían a sus niñas con alto sen­tido de responsabilidad y también por aquellos que, por desconocimiento, no han asumido este gran privilegio?

      Los niños también tienen sentimientos

      “¿Acaso una madre olvida o deja de amar a su propio hijo? Pues aunque ella lo olvide, yo no te olvidaré” (Isa. 49:15).

      El psicoanalista René Spitz expresó: “La inanición física es tan pe­ligrosa como la inanición afectiva. Sin la satisfacción emocional, los niños mueren”. Los niños tienen emociones profundas. Es triste y la­mentable cuando los padres no toman en cuenta los sentimientos de los niños, y estos reciben humillaciones y son constantemente avergonzados frente a otras personas.

      Los niños necesitan crecer y desarrollarse en un ambiente de seguridad dentro de su hogar, donde sepan que no serán criticados, censurados ni aver­gonzados; donde haya respeto, consideración y tolerancia para la naturaleza infantil. Cuando el niño se siente atropellado, se vuelve rebelde y agresivo. A medio y largo plazo presentará conductas antisociales con sus iguales y con toda persona que represente autoridad.

      Los niños y los jóvenes necesitan sentirse aceptados; esto sucede adecua­damente cuando los padres son capaces de elogiar sin ser permisivos, y de reconocer sus logros por muy pequeños que estos parezcan. Los padres tie­nen el deber de crear un ambiente cordial en el seno familiar, de modo que ningún hijo quede excluido; cuando un niño es “señalado” y queda confina do al aislamiento, recibe un daño emocional cuyas secuelas arrastrará hasta su vida adulta. Recuerda que cada uno de tus hijos es un individuo. Nunca lo compares con otro niño, ni con sus hermanos; cada quien tiene su propio “ritmo” de desarrollo y su propio “lente” por donde percibe el mundo que lo rodea. La maternidad es un desafío. Es posible que hoy te hayas levantado pre­sionada por las demandas de tus hijos y te sientas abrumada e impaciente. Los niños van y vienen, corren y juegan, ríen y lloran, y a veces pelean entre ellos, haciendo que tu día sea interminable. Elena de White dice: “Ma­dres, dejen que su corazón se abra para recibir la instrucción de Dios, recordando siempre que deben hacer su parte de conformidad con la voluntad de Dios. Deben colocarse en la luz y buscar la sabiduría de Dios, con el fin de saber cómo obrar, para que reconozcan a Dios como el obrero princi­pal, y comprendan que ustedes son colaboradoras juntamente con él” (Con­ducción del niño, p. 64).

      En esta labor sagrada, Dios es tu ayudador y sustentador. Cada mañana, antes que tus hijos se despierten, corre en busca de dirección divina. Recibe la bendición de su presencia y la tarea del día con tus hijos será dirigida por él.

      La bondad de Dios - I

      “Enséñanos a contar bien nuestros días, para que nuestra mente alcance sabiduría” (Sal. 90:12).

      La bondad infinita de Dios se manifiesta aun en los actos más sen­cillos de la vida diaria. Cuando la rosa se marchita y cae, toda la natu­raleza presencia el nacimiento de un nuevo capullo que abre sus pétalos.

      Hace algún tiempo, este milagro de la vida tuvo lugar frente a mis ojos y me hizo comprender una vez más cuán grande es la bondad de Dios. El mismo día que mi nieta nació, mi madre fue ingresada a la sala de terapia intensiva. Mientras mis manos recibían los pétalos marchitos de un amor que se extin­guía, mi alma era consolada con el cálido toque de una diminuta nueva vida que se acurrucaba entre mis brazos. Esa experiencia extraordinaria y singu­lar me hizo comprender que la vida y la muerte no son enemigas; son cóm­plices perfectas que hacen que nuestra estancia en este planeta tenga sentido y valga la pena.

      La vida es el espacio de tiempo en el que tenemos la oportunidad de con­struir y de llegar a la autorrealización personal. En ella encontramos la fuerza para lograr metas, trabajar en proyectos y llegar a ser mujeres productivas y felices. La vida nos provee el tiempo para desarrollarnos plenamente; para crecer por fuera y por dentro; y para madurar a la semejanza de nuestro Crea­dor. La vida es la que nos da la energía para levantar la cabeza cada día y la que nos hace desear el reino de los cielos.

      Por otro lado, la muerte no es el fin de todo; por el contrario, la muerte nos acerca un poco más a nuestro destino final, al hogar eterno que tanto anhela­mos. El sueño de la muerte es solo un compás de espera hasta que toda la sin­fonía del universo se despliegue y el Señor Dios eterno, Rey de reyes y Señor de señores, regrese en gloria y majestad a buscar a todos sus hijos.

      Amiga, vive este día sabiamente, reconociendo que cada instante, cada respiración, cada latido de tu corazón es un regalo de Dios. Aprovéchalo traba­jando y descansando, riendo y llorando, sembrando y cosechando, ayudando y dejándote ayudar, ganando y perdiendo... Todo tiene sentido cuando lo vi­ves intensamente y por los motivos correctos. Inspírate en las palabras del sabio cuando dice: “En este mundo todo tiene su hora; hay un momento para to­do cuanto ocurre” (Ecl. 3:1).

      La bondad de Dios - II

      “Yo soy el primero y el último, el que vive. Estuve muerto, pero vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte” (Apoc. 1:17, 18, RVR 95).

      La vida y la muerte, aunque aparentemente antagónicas, se unen para dar sentido a la existencia humana. Quien sabe vivir recibirá la muerte sin miedo ni angustia, con la convicción de la misión cum­plida y la tranquilidad de quien sabe que el porvenir no se acaba en la oscu­ridad de una fosa ni en el silencio lóbrego de un cementerio.

      La promesa de Dios es: “No tengas miedo; yo soy el primero y el último, y el que vive. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre. Yo tengo las llaves del reino de la muerte” (Apoc. 1:17, 18). Esto significa que nos espera un des­tino glorioso que Jesús nos otorgó cuando pagó el precio de la muerte eterna al entregar su vida en la cruz. Esta promesa es para cada una de nosotras.

      Vivamos con sabiduría en el temor de Dios, reconociendo que cada día vivido nos acerca al sueño de la muerte, y con él, al día de gozo eterno junto a nuestro Padre y Señor. Qué reconfortante es saber que “el Señor destruirá para siempre la muerte, secará las lágrimas de los ojos de todos” (Isa. 25:8).

      El primer llanto de mi nieta al nacer fue su grito de lucha al enfren­tar por primera vez los imperativos de la vida en esta tierra. Desde ese momento, con los valores que sus padres le inculcarán y con la bendición de Dios, tendrá que salvar obstáculos para no desperdiciar las oportunidades que ella misma irá creando con trabajo, dedicación, esfuerzo, tenacidad y, sobre todo, con una búsqueda incansable de la voluntad de Dios.

      El último suspiro de mi madre, sereno y apacible, fue su mensaje para to­dos los que la conocimos y la amamos: un símbolo de la misión cumplida. Su último aliento fue su canto de triunfo, no un lamento de derrota.

      La vida y la muerte, las lágrimas y las risas, la luz y la oscuridad, el comien­zo y el final son pinceladas que cada ser humano pone en el lienzo de su exis­tencia. Y finalmente, cuando el cuadro esté concluido, pondremos frente a los ojos del Artista supremo la obra terminada para recibir el veredicto final. La muerte no es la mayor pérdida; la mayor pérdida es sentirnos muertas estando vivas.

      El pecado de la impureza

      “Hagan, pues, morir todo lo que hay de terrenal en ustedes”

      (Col. 3:5).

      La impureza parece estar convirtiéndose en algo común. Es evidente el deterioro de la naturaleza misma, receptora de toda la inmundicia ocasionada por los seres humanos. Como muestra de esta realidad, comparto la siguiente información transmitida por un médico del Hospital Infantil de México: “En la zona metropolitana de la Ciudad de México se con­centran dieciocho millones de personas, circulan tres millones de automó­viles, hay más de treinta mil fábricas, hoteles, baños públicos y hospitales.


Скачать книгу