Pinceladas del amor divino. Erna Alvarado Poblete

Pinceladas del amor divino - Erna Alvarado Poblete


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que Dios no nos usa por los grados académicos que tengamos, sino más bien por un corazón humil­de, inclinado a hacer su voluntad bajo cualquier circunstancia.

      Sé una inspiración para las mujeres que te observan; no consideres a nadie como inferior a ti, pero tampoco te veas a ti misma como alguien in­significante. No intentes cubrir tu baja estima exagerando los errores de las demás, jactándote de tus aciertos. Dios dice: “Ninguno piense de sí mismo más de lo que debe pensar. Antes bien, cada uno piense de sí con modera­ción, según los dones que Dios le haya dado junto con la fe” (Rom. 12:3).

      Dios bendiga el quehacer que te traerá este día. Antes de comenzar, in­clínate reverente ante él y, con humildad, suplica para que su presencia no te abandone.

      Dejando huella

      “Encomienda a Jehová tu camino, confía en él y él hará. Exhibirá tu justicia como la luz y tu derecho como el mediodía” (Sal. 37:5, 6, RVR 95).

      Hace una década que mi madre descansa esperando la resurrec­ción. Vivir sin su presencia física ha sido difícil; sin embargo, me doy cuenta de que casi todos los días la siento presente a través de sus enseñanzas, ilustraciones y frases, que han pasado a ser un legado familiar.

      Mi madre fue una mujer sencilla. La mayor parte de su educación la reci­bió en la escuela de la vida. Siendo apenas una niña, enfrentó la orfandad, asumiendo el papel de madre de sus hermanos pequeños. Formó su familia con la fragilidad de sus 18 años. Fue una madre amorosa y una es­posa fiel; y hoy, aunque ya no está en vida, el eco de su voz resuena en mi corazón, ayudándome a vivir sabiamente.

      Lo que decimos y hacemos deja huellas imborrables. Con cada paso que damos escribimos nuestra historia y afectamos la historia de los demás. Cada cosa que tocamos, cada palabra pronunciada, cada mirada, cada acción en favor o en contra de alguien deja una huella. Lo mismo ocurre con las omisiones, es decir, lo que hubiéramos podido decir y hacer pero no hicimos ni dijimos.

      Andemos con cautela. Nuestras acciones, por muy insignificantes que nos parezcan, marcarán la vida de alguien positiva o negativamente. Piensa en al­guna persona que en algún momento de tu vida te dio apoyo, quizá, con una palabra, una mirada o un gesto, y lo que significó y aún significa para ti. “Ca­da persona que pasa por nuestra vida es única. Siempre deja un poco de sí, y se lleva un poco de nosotros. Habrá los que se llevan mucho, pero no habrá de los que no nos dejan nada” (Jorge Luis Borges).

      Amiga, toma conciencia de esta gran responsabilidad y anda como con­viene en el Señor. Piensa en tus familiares y en las personas que encontrarás al transitar las horas de este día; ¿qué tipo de huella dejarás en sus vidas?

      No estás sola. La promesa del Señor dice: “Confía en Jehová y haz el bien; habitarás en la tierra y te apacentarás de la verdad. Deléitate asimismo en Jehová y él te concederá las peticiones de tu corazón. Encomienda a Jehová tu camino, confía en él y él hará. Exhibirá tu justicia como la luz y tu derecho como el mediodía” (Sal. 37:3-6, RVR 95).

      Vejestud, divino tesoro

      “Las ancianas deben portarse con reverencia. […] Deben dar buen ejemplo y enseñar a las jóvenes a amar a sus esposos y a sus hijos, a ser juiciosas, puras, cuidadosas del hogar” (Tito 2:2-5).

      Revisando libros en una biblioteca, encontré un título que llamó mi atención: La vejestud. Leí algunos fragmentos que me parecieron interesantes. Una frase de Bonnie Prudden, reconocida escaladora, me inspiró a escribir esta reflexión: “No podemos volver el reloj atrás, pero le podemos volver a dar cuerda”.

      La vejez es una etapa de la vida no solo cargada de años, arrugas y achaques; también de experiencias, vivencias y recuerdos. Es cuando la cuenta de los años pasa a un segundo plano, para entrar en el camino nuevo que nos lleva a la espiritualidad, a lo esencial, dejando atrás las cosas banales y superfluas de la vida. Todo esto y mucho más es lo que hace de la vejez una etapa que nos ofrece un caudal de opciones.

      En la vejez, somos conductoras expertas de la vida. Lo físico y lo temporal se desplazan a un segundo plano y nos convertimos en maestras para los que vienen detrás. Siempre he escuchado frases como “juventud, divino teso­ro”; ¿menospreciaremos el tesoro de los que han pasado por todas las edades del ciclo de vida, convirtiéndose en “maestras del bien”? Vivimos tiempos en que la gente cree poder comprar la juventud a través de sesiones de spa, clí­nicas rejuvenecedoras, o cremas y aceites. Pero ¿quién nos ha hecho creer que llegar a viejos es equivalente a ser inservibles?

      Tus sienes grises y los surcos de tu piel no son signos de derrota; te con­vierten en una guerrera triunfadora, te avalan como maestra del bien, te ponen en una condición de guía, orientadora y consejera. Es una posición de privi­legio que debes asumir con gratitud y gozo. No te mires en el espejo con molestia pensando que tu compromiso con la vida ha terminado. La juventud no es solo un estado físico; tiene que ver con la actitud. Aprende a vivir con tus años; aún tienes alas y, si te pones en las manos de Dios, volarás muy alto.

      Dios dice: “Los muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; mas los que esperan en Jehová tendrán nuevas fuerzas, levantarán alas como las águilas, correrán y no se cansarán, caminarán y no se fatigarán” (Isa. 40:30, 31, RVR 95).

      Sed de paz

      “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da” (Juan 14:27, RVR 95).

      La búsqueda de la paz a través de la violencia es cosa de todos los días en este mundo. Los titulares de los periódicos y las primeras noti­cias televisivas de la mañana están cargados de actos violentos que pretenden ser excusados al atribuirse a la búsqueda de la paz. Pero la paz bus­cada por tantas organizaciones mundiales se ve cada día más lejana. ¿Qué hace que la paz sea tan difícil de lograr?

      Por supuesto, la falta de paz tiene su raíz en el egoísmo humano. Todos, de algún modo, deseamos que nuestros puntos de vista, ideas, opiniones y creen­cias sean los rectores de la conducta de los demás y, al no lograrlo, entramos en pugna. Creo que la paz del mundo tendría una vía más expedita si cada uno trabajara en su paz interior. ¿Cómo? Liberándonos de resentimientos, ren­cores y enojos; permitiendo que los demás piensen diferente a nosotros y, a pesar de eso, simpatizar con ellos.

      La paz es posible cuando ponemos nuestra confianza en Dios y nos amis­tamos con él. En la Biblia leemos: “Dios les dará su paz, que es más grande de lo que el hombre puede entender; y esta paz cuidará sus corazones y sus pensamientos por medio de Cristo Jesús” (Fil. 4:7). La paz de Dios es el antídoto para nuestras preocupaciones, angustias y temores. La mujer que acudía al pozo día a día tenía sed de paz y no de agua. Y solo fue saciada en su encuentro con Jesús.

      Querida amiga, la paz de Dios está a tu alcance y va más allá de tus du­das, miedos, complejos y soledad; solo necesitas pedirla. En su Palabra leemos: “Dejen todas sus preocupaciones a Dios, porque él se interesa por ustedes” (1 Ped. 5:7). La paz interior no te exime de luchas, conflictos y pruebas; es el resultado de saber que, en medio de las tribulaciones, Dios está contigo, aunque haya momentos en los que no lo sientas.

      Que al comenzar este día, tu oración sea estas palabras de Mery Bracho:

       “En tu paz viviré y confiaré,

       en tu paz no temeré;

       a ti te llevaré mis preocupaciones

       y aflicciones, mis luchas,

       mis mezcladas emociones,

       y me relajaré en tu gran amor”.

      Una


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