Predestinadas. Verónica Gálvez Lorente

Predestinadas - Verónica Gálvez Lorente


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de ser su novia y estar con él para el resto de su vida.

      Recuerdo la cantidad de hojas que malgastaba con juegos tontos para ver si congeniábamos. La de veces que dibujaba un corazón con nuestras iniciales, pero rápidamente lo borraba para que nadie lo viera… Así estaba yo, suspiraba por todos los rincones, a escondidas, por el amor de Fran.

      Hasta que un precioso catorce de febrero, cuando estaba en 2º de la ESO, recibí de una compañera de clase una sospechosa carta común. No tenía nada dibujado. Blanca impoluta. En el verso del sobre, estaba escrito mi nombre: “Para Vicky”.

      Yo la cogí sin ningún entusiasmo, porque todos los catorce de febrero se hacía en el instituto una pequeña fiesta de San Valentín. Se regalaban cartas entre unos y otros, ya fueran amigas o a amigos. Algunos hacían siempre la broma de hacerse pasar por un chico o una chica para engañar al compañero. Hubo algunos que se demostraban de ese modo la amistad que había entre ellos.

      También estaban los escasos que realmente desde el corazón escribían una declaración de amor a su amado o amada, y no se atrevían a entregar ese mensaje por el temor de no ser correspondido. Yo fui una de aquellos poquitos.

      Pues, cuando tuve esa carta en las manos, lo único que hacía era fijarme en la letra que escribía mi nombre para ver si la reconocía. Pero no me sonaba de nada. De Fran no era, porque tenía grabado en la retina su tipo de letra. Le tenía fichado. Y, claro, mi curiosidad creció al no tener ni idea de quién era el remitente.

      Cuando llegué a casa ese mismo día, mi madre estaba en la cocina preparando el almuerzo cuando me preguntó que qué tal me había ido el día, pero no le contesté. Me fui directa a mi habitación para abrir esa carta.

      Me tumbé en la cama con los brazos en alza y la carta en mano. Me quedé mirándola fijamente. En mi cabeza solo se escuchaba “Para Vicky”, pero volví a la realidad cuando mi madre llamó a la puerta, preocupada.

      —Nena, ¿estás bien? —me preguntó mientras abría la puerta para entrar al cuarto.

      —Sí, mamá. Estoy bien.

      —Es que como has entrado a la casa sin decir nada… pensé que te había pasado algo.

      —No, de verdad, mamá, estoy muy bien —le contesté con una gran sonrisa de oreja a oreja. Así se quedaba tranquila.

      —Vale, Vicky. En unos minutos te llamo para comer, que estará lista la comida.

      —¡Qué sí, mamá!

      Nada más cerró la puerta, rápidamente me incorporé en la cama para abrir el sobre. Tengo que reconocer que estaba algo nerviosa, pero no me temblaba el pulso. La abrí cuidadosamente, sin que se rompiera la solapa. En ese instante, saqué con la mano derecha el folio donde, al trasluz, se veían varias líneas escritas con bolígrafo negro:

      “Hola Vicky.

      Me imagino que te extrañará mucho esta carta. Lo primero es pedirte perdón por no ser valiente y entregarte a ti, en persona, este mensaje. Perdóname.

      Y créeme cuando digo que es el miedo quien no me deja decirte a la cara todo lo que siento por ti. Vicky, hace tiempo que tú iluminas mi vida.

      No sé cómo explicarlo. Cada mañana, al entrar en clase, tu fina voz dándome los buenos días que luego se termina con tu maravillosa sonrisa… no hay día que no se me escape en mi mente un “buenos días, cariño” intentando salir de mis labios.

      Detrás de ti llevo desde el primer año de Instituto.

      Ahora mismo te preguntarás quién soy yo o si esto es una broma por ser el día de San Valentín… Pues no. Déjame demostrártelo.

      Vente a la plaza que está al lado de la estación esta misma tarde sobre las ocho. Yo estaré allí, esperándote. Y, con todo el valor del mundo, declararé mi amor por ti.

      Te quiero.”

      Aún sigo conservando la carta en el cajón de mi escritorio. Ahora se ve el papel más amarillento por el paso del tiempo. Fue la primera declaración de amor que me hicieron y le tengo mucho cariño.

      Me quedé en shock cuando terminé de leerla. No tenía ni idea de quién era. Ni si quiera imaginaba que podría ser Fran, ya que su letra no era. Con los ojos como platos, repasé cada renglón en busca de cualquier indicio para saber a quién pertenecía la carta. Pero nada, no me quedó otra que ir a la plaza para conocer a mi admirador secreto.

      Pasé el día con nervios de acero. No tenía mucho interés por averiguar quién se escondía detrás de la carta. Yo solo podía pensar en Fran. Él era quien me mantenía la mente despejada del tema. Pero claro, también estaba la curiosidad. ¿Quién será? Si os soy sincera, me sentí alguien importante cuando me di cuenta de que tenía un admirador secreto.

      ¿De verdad le podía gustar a alguien?

      Llegaron las siete y media de la tarde y cogí el abrigo porque hacía algo de frío. Muy decidida, me acerqué a la plaza donde se me citaba en la carta. La llevaba en el bolso, guardada entre el monedero y las llaves, por si acaso me la pedía.

      Iba tranquila, paseando entre árboles desnudos, con el viento acariciando las ramas. La luz del sol se apagaba dando paso a la luminosidad de las estrellas y a una preciosa luna que predominaba en el cielo.

      No tardé mucho en llegar desde casa a la plaza. Me encontré con la fuente que está en el corazón de aquel lugar y allí no había nadie.

      Miré a mi alrededor y solo las pequeñas casas blancas me hacían compañía mientras esperaba a la persona misteriosa. Al momento, sentí delicadamente un eclipse ante mis ojos. Unas manos suaves y grandes me taparon la mirada.

      —¿Quién soy? —oí levemente por mi lado izquierdo e incluso noté su respiración un tanto nerviosa.

      —¡Yo qué sé! Déjame que te vea.

      —¡No, no! Jajaja.

      En ese instante, sí noté en mis entrañas esa inquietud por saber quién me tapaba los ojos. Peregriné mis manos sobre las suyas, rastreando, pero sin ningún resultado.

      —¿Quién soy? —me volvió a preguntar.

      Cogí fuerzas para retirar esas atractivas manos y, por fin, pude ver la claridad de las farolas que alumbraban la plaza. Me giré ciento ochenta grados a mi izquierda y… ¡ahí estaba él con su inconfundible sonrisa y esos maravillosos ojos que me tenían cautiva!

      —Fran, ¿eres tú? —le dije con voz temblorosa de la emoción y con una risita un poco tonta.

      —¡Pues claro! Quién voy a ser si no. Te veo muy sola por aquí, ¿estás esperando a alguien?

      —Eh… pues sí —le dije muy ruborizada—. Supuestamente me habías citado a las ocho aquí, ¿no?

      —¿Yo? ¡Qué va, mujer! Si he quedado con mis colegas para tomarnos algo. Desconectar un poco de tantos deberes y estudio, que estoy un poco saturado. Ya sabes, ¡a pasarlo bien!

      —¡Ups! Vaya…

      Agaché la mirada al suelo, decepcionada, meditando lo ocurrido. En ese instante, solo podía pensar en qué tonta había sido creyendo que realmente era Fran el autor de esa situación. Qué ingenua que fui.

      Delicadamente, como si estuviera cogiendo una flor, agarró mi mentón para que le mirase a los ojos.

      —Vicky, no te pongas así. Si te han dado plantón es porque realmente no merece la pena. Si quieres, vente conmigo y con mis amigos, de esta forma seguro que te lo pasarás genial.

      —Pues mira, sí, tienes razón.

      Nos sonreímos mutuamente. Creo que en ese momento mi corazón se llenó por completo si en algún lugar quedaba algo vacío. Era lógico. Me fui con él, mejor dicho, con ellos.

      Entre tantas risas, refrescos, cruces de miradas de Fran y yo, no podía estar en ningún lugar mejor. Se me olvidó por completo


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