Predestinadas. Verónica Gálvez Lorente
para llevarla a la habitación.
Mi cara fue un poema. No podía entender lo que ocurría. Estaba tan asustada que ni pude levantarme del suelo para recoger todo el desorden. Más pánico tuve al levantar la mirada y al ver a mi ex marido con sus ojos llenos de maldad y el brazo de nuevo levantado. Parecía preparado para un segundo ataque.
—¡Fran! ¿Qué haces? ¿Por qué me has empujado? ¿Qué te pasa, joder? —le dije con lágrimas, protegiéndome la cara por si acaso volvía a tocarme.
Pero él no dijo nada. Se quedó mirándome muy cabreado durante unos segundos y, con las mismas, se dio media vuelta para coger las llaves del mueble de la entradita y se largó. Cerró la puerta de un portazo tan fuerte que me sobresalté estando todavía en el suelo.
Seguí sentada, con toda la ropa limpia dispersa por la tarima del pasillo cerca del salón. Me toqué el pecho, donde me dio el golpe, me levanté la camisa fina del pijama y vi un parche de color rojo en la piel. Sentí una tremenda explosión de tristeza en mi alma. Rompí a llorar de la impotencia.
Fue la primera vez que Fran me puso la mano encima.
Reuní fuerzas para levantarme y recoger todo el barullo de prendas esparcidas por todo el corredor. Mientras agrupaba los trapos para colocarlos en el cesto, intentaba entender aquella situación:
Primero me eché la culpa. Si le hubiera contestado a lo de antes, seguro que no habría pasado nada. Pero si me dijo que le dejara en paz… ¡pues eso fue lo que hice!
Después pensé que al fin y al cabo todo era por una tontería. Solo quería saber qué le pasaba, porque le noté raro. Así que aprendí a estarme con la boquita cerrada (aunque por dentro me moría) y así no entrarían moscas.
En seguida, me sequé las lágrimas con las manos. Recogí rápidamente todo aquello, puse en orden la ropa en el armario de nuestra habitación, me senté en el sofá del salón y así tuve un poco de tiempo para mí.
Aprovechando que Fran se había ido de casa, puse en la minicadena que nos regalaron mis primos en la boda el casete de Alejandro Sanz que con esa edad me volvía loca. Ahora el que más me llena es Pablo Alborán. Mónica Naranjo y Malú son de mis cantantes favoritas también. Me encantan, sobre todo, las letras de sus canciones. Me llegan muchísimo al corazón. “Eres mía” sonó en aquellos altavoces de la radio. Cerré los ojos y, junto a Alejandro Sanz, hacía el dueto de la hermosa canción.
Pasaron varios minutos cuando escuché las llaves abriendo la puerta de casa. Abrí los ojos, dejando de canturrear, y, al ver a mi ex marido, me alcé del sofá para apagar el aparato de música.
—Tranquila cariño, sigue escuchándola —me dijo Fran al acercarse al salón. Estaba mucho más tranquilo. Parecía que se le había pasado el enfado de antes.
—Vale —sonriendo.
Se sentó a mi lado en el sofá y me obsequió con un tierno beso en la mejilla. Yo me quedé muy tranquila, mirándole. Parecía que no hubiera pasado nada antes.
—Cielo, perdóname, por favor. Me he comportado como un estúpido…
—No importa. No pasa nada.
Las palabras terminaron con un abrazo mimoso mientras sonaba Alejandro Sanz de fondo. Parecía que él mismo nos cantaba a nosotros en un concierto privado.
El achuchón no acabó hasta que las manos de Fran, que acariciaban mi espalda, las trasladó poco a poco a mis pechos. Me di cuenta cuando rozó suavemente sus dedos por mi pezón blandito. Noté ese hormigueo agradable y se me escapó un pequeño suspiro.
En ese momento, nuestros labios se encontraron en un ardiente beso. Con muchísima delicadeza, le quité la camisa azul de mangas cortas que tanto le gustaba para descubrir su perfecto pecho.
—Déjame ver cómo te quitas la camisa, mi vida —dijo Fran a mi oído sutilmente.
Me levanté de aquel sofá, me coloqué enfrente de mi ex marido para que observara el pequeño show improvisado y, con unos movimientos sensuales de cadera, comencé a desprenderme del atuendo que cubría mi delgadito cuerpo.
—Amor mío, estás tremenda. Ven aquí que te voy a hacer toda una mujer —dijo cuando me vio completamente desnuda.
Volví a su lado, pero esta vez me puse sobre él. Se tumbó en el improvisado lecho de amor y dejé caer mi torso sobre el suyo. Abundaron las caricias en nuestras aterciopeladas pieles. Rebosaron muchos besos por cada centímetro de nuestros cuerpos… Comenzó el juego favorito de los dos.
Después de aquel día todo siguió (casi) igual que de novios: enamorados y muy felices. Hasta que llegó mi primera falta del periodo. Le comenté a Fran que debería hacerme una prueba de embarazo porque tenía un retraso.
Dio positivo.
—¡Vamos a ser padres, cariño! —le expresé con muchísimo entusiasmo y con inmensa alegría.
—¡Sí, Vicky! ¡Vamos a ser papás!
La noticia fue una bendición para nosotros y para toda la familia. A nuestro primer hijo, Samuel, le pusimos el nombre en honor al padre de Fran.
Los primeros meses fueron difíciles. Pasaba todos los días abrazada a los váteres de cualquier baño que estuviera cerca. Me veía gorda, fea… y Fran me lo recordó todos los días. “Hay que ver lo que comes… ¿seguro que estás embarazada o tienes ansiedad y lo que te estás es poniendo como una foca?”
A los cuatro meses de embarazo, me quise dar de baja en el trabajo por maternidad, pero vi que la empresa ya había prescindido de mí. Me despidieron.
A la casa llegó una carta de la compañía con la que trabajaba, con tan mala suerte que la abrió mi ex marido.
—Oye, Vicky, ¿cuándo me ibas a contar que te han despedido?
—¿Qué? —le dije extrañada.
—Mira, no me estoy inventando nada. Aquí pone: “Gracias por el tiempo que has trabajado con nosotros, pero ya prescindimos de tus servicios.” ¡Ves! ¡Te han despedido!
—Pero si eso no puede ser. Si iba a darme de baja porque estoy ya de cuatro meses y no puedo hacer mucho esfuerzo —salté con voz nerviosa.
—¡Qué inútil eres!… ¿Ahora qué hacemos? Porque me imagino que con esa pedazo de panza no te van a coger en ningún lado. ¿Qué te vas a tirar, el resto de los meses arrascándote el coño mientras yo estoy en el bar trabajando como un burro? Tú estás muy equivocada, eh.
—Pero Fran, no he dicho que vaya a estar haciendo el vago. En la casa también se trabaja.
—¡Uh! ¡Ya ves tú! La señora que no tiene que fregar un plato porque se lo hace el lavavajillas… ¡Eso no es trabajar! Es más, ¡es tu obligación como mujer!
No di crédito a lo que soltó por su boca. Esas palabras me hirieron tanto el corazón que la puñalada hizo estallar lágrimas en mis ojos por el dolor que sufrió.
—¿Ahora por qué lloras, tonta? —puso su nariz contra la mía pegando un pequeño toquecito.
—¡Déjame! ¡Vete! —le contesté entre sollozos, mientras sentía su respiración en mi cara.
—¿Que me vaya? ¿Pero de qué vas? ¿Te me vas a poner chula tú a mí?
En ese momento, me pegó tal bofetón en la cara que la huella de su mano me la dejó tatuada. Mi reacción fue protegerme el vientre. Solo pensaba en el bebé. Mientras, Fran, una y otra vez me volvía a pegar puñetazos cerca del ojo y el pecho. Por lo menos, fueron dos o tres veces las que sentí el impacto de su puño en mi indefenso cuerpo.
—¿Ahora quién es más chulo que quién, eh? ¡Dime! —desquiciado—. ¡Que no se te olvide que soy yo quien manda aquí! ¡Que tú no eres nada! ¡Guarra!
—No me pegues más, por favor, Fran —le contesté lloriqueando a moco tendido.
—¡Esto