Predestinadas. Verónica Gálvez Lorente
me sentía tan feliz en ese momento que hubiera pactado con el tiempo para prolongar las horas y, de ese modo, seguir disfrutando de la compañía de Fran. El resto me sobraba. El día, tan singular, estaba a punto de acabar y la hora de ir a casa se fue acercando.
—Bueno, chicos, ha sido un placer estar con todos vosotros, pero tengo que irme ya —le dije al grupo en general.
—¿Ya te vas?
—¡No, no te vayas! Quédate un ratito más —dijeron los compañeros.
—Lo siento de verdad. Me tengo que ir.
—Pues espera, que pago lo mío y te acompaño. No voy a dejar que vayas sola.
—Vale Fran, te espero fuera.
Salí de aquel bar despidiéndome de los cuatros colegas que nos hacían compañía. Cuando abrí la puerta, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. ¡Qué gélida estaba la noche! Mientras tiritaba por el frío, fuera del antro, ansiaba que Fran saliera.
De espaldas a la puerta, noté cómo un abrigo abrazaba mi espalda protegiéndome de esas bajas temperaturas. Asustada, me volteé, cogiendo la chaqueta para que no se cayera al suelo, que estaba mojado de tanta humedad.
—Póntelo, niña, que te vas a enfriar —refiriéndose al abrigo.
—Pero ¿y tú? Vas a coger frío.
—¡Yo soy un machote! Yo no cojo frío, no te preocupes —terminó guiñándome el ojo izquierdo.
Mientras íbamos caminando, pensaba que era la noche perfecta. Yo y Fran, el frío, las estrellas mirándonos desde lo alto. La oportunidad que tanto anhelaba; estar a solas con la persona que deseo. Pensaba que era el momento exacto para decir, de una dichosa vez, lo que sentía por él. Así que agarré el toro por los cuernos y…
—Vicky, ¿puedo preguntarte una cosa? —me dijo Fran antes de que yo dijera nada.
—Claro, dime —dije un tanto inquieta.
—¿Tú qué eres del Barça o del Madrid?
Me quedé muerta con la pregunta. Patidifusa. No supe qué contestarle, porque mis pensamientos describían a otra situación muy distinta.
—Del Madrid —lo primero que se me ocurrió le contesté—, pero no lo sigo mucho que digamos.
—Jajaja. Pues ya tenemos algo en común. También soy del Madrid.
Se hizo el silencio entre nosotros. Me concentré muchísimo en lo que tenía que contarle. Era algo muy importante para mí. Sabía que, si no lo hacía esa misma noche, seguramente no hubiera otra ocasión para declarar mis sentimientos a Fran.
Me armé de valor y, como quién no quisiera la cosa, rocé tímidamente mi mano derecha con su izquierda. Él captó enseguida el mensaje. Dejamos de andar y nos miramos tiernamente. No hubo palabras. Lentamente, acercó sus labios carnosos a los míos, que estaban helados por el frío. Nos dimos un cariñoso pico simplemente, con mucho sentimiento. Y él deseó un poco más. Unió de nuevo nuestras bocas desencadenándonos en otro espléndido y apasionado beso.
Nuestras lenguas se conocieron y no dejaban de jugar. Sus brazos, rodeando mi cintura, me ceñían fuertemente a su cuerpo, pudiendo notar sus manos acariciando cada centímetro de mi trasero. Yo solo podía dejarme llevar.
De repente, en ese instante, la voz de mi conciencia me traicionó: “Tienes que volver a casa, es muy tarde.” En mitad de nuestro arrebato de carantoñas, abrí los ojos para volver a la realidad. Me sentí como Cenicienta que, al llegar la media noche, tenía que volver a su morada porque el hechizo concluía.
Sin ganas, terminé con aquel beso que tanto tiempo había idealizado platónicamente. Fran se extrañó al sentir que me despegaba de él.
—¿Te pasa algo? ¿Estás bien?
—Sí, sí. No te preocupes. Es que me están esperando en casa y no quiero llegar muy tarde. Mis padres podrían preocuparse —le dije algo triste.
—Antes de que lleguemos a tu casa, quiero decirte una cosa. Pero esta vez es en serio.
—Dime.
Fran me cogió las manos con fuerza y me miró fijamente a los ojos:
—Me gustas mucho, Vicky. No eres como las demás. Eres diferente. Tenía tantas ganas de contarte que cada noche sueño contigo y quería preguntarte si quieres salir conmigo, que seamos novios.
—¡Sí! ¡Sí! —le contesté muy entusiasmada por sus palabras, con una grandísima sonrisa en mi rostro—. Tú también me gustas mucho, Fran. Llevo enamorada de ti desde primero y nunca he tenido el valor de decirte nada por miedo. Te quiero, Fran.
Retomamos de nuevo aquel beso que tanto deseé desde el primer día en que le vi sentado en la mesa de al lado en clase. Esta vez, nos abrazamos con más entusiasmo que antes, porque ya éramos novios. No podía creerme que el príncipe platónico se declarara a la princesa enamorada y que el cuento que tanto tiempo idealizaba en mis sueños se hiciera por fin realidad, cuando menos lo esperaba.
Y todo gracias a la misteriosa carta de San Valentín.
TRANSFORMACIÓN INESPERADA
Dime lo que crees ser y te diré lo que no eres.
Henri-Frédéric Amiel
Las cosas como son. El noviazgo con Fran fue increíble. Era lo que había soñado y más. Podía decir que fuimos muy felices o al menos eso creía yo. Cada catorce de febrero, por nuestro aniversario, me regalaba un gran ramo de rosas rojas preciosas con una pequeña dedicatoria: “Por siempre tú y yo. Te quiero, Vicky.”
Éramos la pareja perfecta, todo iba muy bien. A los dieciocho años, cuando llevábamos cinco años de pareja, cogimos nuestras maletas y nos independizamos de la casa de nuestros padres. Empezamos a vivir juntos. Nuevos proyectos, nuevas ilusiones… ¡No podía pedir más! Yo trabajaba en una tienda de ropa como dependienta, cerca del centro de Málaga, y Fran ejercía de camarero en el bar de su padre, justo al lado de nuestra casa en Vélez-Málaga.
Cada día de mi vida con Fran, en esa etapa, fue un regalo.
Por eso mismo no entendí, ni sigo entendiendo aún, el gran cambio que dio Fran cuando, a los dos años de estar conviviendo bajo el mismo techo, decidimos casarnos.
La semana después de la boda, él seguía estando como siempre: tan educado, caballeroso, tan atento y cariñoso, pero, al paso de los días, le notaba la mirada cambiada.
—Cariño, ¿te pasa algo? —le decía para averiguar si le ocurría algo que no supiera.
—Nada, hija, ¿qué me va a pasar?
—Es que como te noto tan raro estos días, pensé que había pasado cualquier cosa.
—¡Mira que eres tonta, eh! Déjame un poquito en paz, anda. Y vete a comprar ropa, que es lo único que sabes hacer —me dijo con tono enfadado y muy chulesco.
Yo no le contesté. No le dije nada. Pensé por dentro: “¿Para qué? Seguro que habrá tenido algo en el trabajo y no me lo quiere contar. Ya se le pasará.” Así que continué con los quehaceres de la casa. Pero al rato de esa conversación, Fran se dirigió a mí con paso muy firme, el rostro con gesto receloso y los puños cerrados. Se puso en frente mía para gritarme:
—¡Me cago en tu puta madre, guarra! ¿Pues no vas y pasas de mí, cacho cerda?
—Oye, Fran, no me insultes, que yo no he dicho nada.
—Ese es el problema! ¡Qué no has dicho nada! Pasas de mí como de la mierda. ¡No te importo nada! ¡Joder!
—No digas tonterías. Sabes perfectamente que sí me importas y muchísimo —le dije muy asustada.