Los colores de tu alma. Emma Hurtado

Los colores de tu alma - Emma Hurtado


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cosas no va a ayudar a que pueda empezar con esa difícil tarea.

      Cierro la puerta tras de mí, cortando la voz de Samantha, que creo que me devolvía una respuesta.

      Me encuentro entonces cara a cara con la chica que me devuelve la mirada en el espejo. No me gusta que el espejo esté frente a la puerta y siempre que mis ojos se detienen sobre él cuando entro, suelto una maldición.

      No me gusta lo que veo.

      No me gusta esa chica paliducha y delgada que me devuelve la mirada, de cabello corto, negro teñido, aunque el recuerdo de que fue rubio es evidente en las raíces que empiezan a mostrar su verdadero tono. Lo único que me gusta de la chica del espejo son sus ojos, azules como el mar, igual que los de mi abuela. Su don no es lo único que heredé de ella, aunque si me hubieran dado a elegir, hubiera querido recibir todas aquellas cosas por las que siempre la admiré.

      Aunque eso ya da igual, al fin y al cabo, hace algunos años que ya no está.

      Mi aura tampoco me gusta porque no tiene colores. Es completamente gris, como un día de tormenta. Las cicatrices la recorren entera, colmándola de agujeros a través de los que puedes ver el paisaje de mi espalda. Ninguna está remendada.

      Todavía.

      Para eso estoy aquí; para remendarlas. Y no me marcharé hasta que no lo haya conseguido.

      Cuando vuelvo a escuchar la puerta cerrarse, salgo de mi escondite: Samantha debe de haberse marchado a trabajar o habrá quedado con alguna amiga para ir a una cafetería. A veces también la envidio a ella, me gustaría poder seguir su ritmo, poder contar con alguien con la que salir a tomar algo y olvidarme de los fantasmas que abordan mi cabeza.

      En un intento de hacer precisamente eso, pongo la tele de nuevo, esperando de que su zumbido invada en el pequeño salón que Samantha y yo compartimos. Hay una película mala de Antena 3, y a pesar de que ya está empezada, la dejo puesta, aunque no le hago demasiado caso.

      Pascal salta de pronto sobre mi regazo, sobresaltándome. Gira sobre sí mismo y se acurruca a mi lado, con la cabeza lo suficientemente cerca de mi mano como para que con solo un corto movimiento pueda rascarle entre las orejitas.

      Cuando me mudé aquí, Samantha me advirtió de que su gato solía ser algo desagradable con los extraños, que no le gustaban demasiado las visitas y que necesita pasar contigo mucho tiempo antes de permitirte un mínimo de confianza. Conmigo, por supuesto, es diferente; siempre tan cariñoso y cercano. Supongo que tiene que ver con el hecho de que siempre me haya llevado bien con los animales. Ellos también pueden ver el alma de las personas, como yo. Por eso lo tienen fácil para con una breve mirada ver más allá de la capa más superficial que todo el mundo deja ver. Pascal es receloso con los desconocidos, pero cuando me vio por primera vez, recuerdo que ladeó la cabeza, curioso. Se acercó a mí con lentitud y me olisqueó antes de dejarme acariciar su pelaje completamente negro.

      Vio en mí, por primera vez en mucho tiempo, una compañera, alguien como él.

      El alma de los animales no tiene colores, como la de las personas, todas son blancas. Puras. A ellos no les mueven deseos egoístas o superficiales, tampoco sentimientos complejos, no van más allá de la alegría, la tristeza, la añoranza o el miedo. Todas sus cicatrices se remiendan enseguida, en el momento que encuentran a alguien con quien compensar ese dolor pasado. Pascal tiene algunas cicatrices, pero están olvidadas, tanto, que apenas son perceptibles. Samantha me contó que lo rescató de la calle cuando se mudó a Madrid, que le habían abandonado y maltratado por su pelaje completamente negro, probablemente alguien lo suficientemente supersticioso como para tragarse los bulos que relatan por ahí sobre los gatos negros.

      Pero mi compañera le dio un nuevo hogar, le dio el cariño que siempre había necesitado y Pascal sanó sus cicatrices en cuestión de meses. Ahora, supongo que apenas recuerda una vida anterior y si todavía lo hace, la olvidará con el tiempo, en el momento que haya compartido con Samantha y conmigo los suficientes momentos felices para él.

      Ojalá las cicatrices fueran tan fáciles de sanar para nosotros. Ojalá sirviera con compensar el daño, con olvidar un tiempo anterior y con dar gracias por haber logrado superarlo. No. Definitivamente los humanos somos mucho más complejos, mucho más… complicados. Nuestras almas no son puras, se van ensuciando con las decisiones que tomamos, vemos en ellas reflejadas nuestra naturaleza.

      Y las cicatrices nunca dejan de ser parte de nosotros, por muy remendadas que estén.

      Pascal me lame la mano cuando dejo de acariciar su cabecita y me devuelve un maullido.

      —Es nuestro secreto, ¿verdad, Pascal?

      Me tomo su segundo maullido como un asentimiento.

      Siento como el silencio me arrastra

      a la más profunda oscuridad y como

      me acaricia con sus largos y huesudos

      dedos.

      Los gritos ensordecedores se clavan en

      mi cabeza, hieren mi piel como espinas

      de rosal cortando mis brazos. Mi alma.

      El arcoíris desaparece y torna a un color

      grisáceo.

      Dolorida.

      Angustiada.

      Muerta.

      Porque todo está muerto en el silencio.

      Y ahora, todo es silencio.

      Leyre.

      Samantha.

      Leyre y yo llevamos cerca de dos meses viviendo juntas y, a pesar de eso, tengo la sensación de que vivo con una extraña. Apenas pasa tiempo en casa; por lo que me ha contado alguna vez tiene tres trabajos: uno de turno de mañana, otro de tarde y otro de fines de semana. Además, creo que estudia una carrera a distancia, algo de economía o ADE. No estoy segura porque siempre que trato de hablar con ella, me rehúye, se marcha a su habitación como acaba de hacer o se limita a dedicarme respuestas cortas con las que es imposible seguir una conversación y eso que me considero una buena conversadora.

      Algo me dice que debería dejar de intentarlo, que, si quiere estar sola, no soy nadie para romper ese equilibrio, pero lo cierto es que el orden y el equilibrio siempre me han sacado de quicio. No me puedo creer que una persona pueda llevar la vida que lleva Leyre: siempre trabajando o encerrada en casa. A veces me pregunto si no necesitará a una amiga, alguien que esté a su lado. Si yo tuviera la vida que ella lleva, me volvería loca, loca de remate.

      El timbre resuena por todo el salón con insistencia, por eso, no me hace falta siquiera preguntar quién está en el portal para imaginar que se trata de Álex. Casi puedo oler desde aquí esa colonia tan empalagosa de frutos del bosque que se echa últimamente a pesar de que no ha terminado de subir las escaleras.

      Llega jadeando y colocándose las enormes gafas de pasta, que siempre le bajan hasta la punta de la nariz.

      —¡Estas escaleras van a acabar conmigo un día! Ya podías haberte mudado a un primero, Samantha Reyes.

      —Así haces ejercicio, que se te está cayendo el culo.

      Ella me lanza una fingida mirada envenenada antes de sonreír. Quizá no le costaría tanto subir la escalera si no fuera tan cargada: lleva una mochila a la espalda, la bandolera del portátil y un bolso colgado del hombro. No me hace falta que empiece a hablar antes de imaginar a lo que ha venido, lo que me hace soltar un bufido exasperado antes de tirarme sobre el sofá, espantando a Pascal.

      —¡Por dios, Álex! ¡No me digas que has venido a…!

      —A ponerme al día —responde por mí—. Pues sí, y tú vas a decirme todo lo que habéis hecho toda la semana.

      —Se supone que estás de baja, ¿sabes? Disfruta un poco de la libertad.

      —No puedo disfrutar pensando que estáis haciendo todos mis trabajos y que yo no estoy ahí para


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