Los colores de tu alma. Emma Hurtado

Los colores de tu alma - Emma Hurtado


Скачать книгу

      He hablado a mis amigas de mi compañera de piso y todas parecen estar de acuerdo con Álex en que es una rarita. No me gusta que empleen ese calificativo con ella, de hecho, no me gusta nada esa palabra. Todos somos raros a nuestra manera, pero algunos tenemos la suerte de encontrar quien comprenda y adore nuestras rarezas. Probablemente si Leyre viera mi habitación colmada de dibujos también pensaría que soy una rara, pero Álex comparte conmigo el amor por el dibujo. Es una de las cosas que nos unió desde el principio y por el que esta amistad continúa a pesar de que ya no vamos a la universidad. Estoy segura de que la vida que lleva Leyre tiene una explicación lógica, aunque, a decir verdad, si yo trabajara tanto, me volvería completamente loca.

      —No… casi nada —ironiza Álex, volviendo a posar la mirada en el portátil.

      —Creo que tenía el día libre en la oficina, aunque no me ha dado detalles...

      —¿Habéis mantenido una conversación normal en todo este tiempo?

      Es evidente que no, aunque no puedo decir que no sea porque yo no lo he intentado una y mil veces, pero Leyre siempre huye a su habitación antes de que pueda profundizar un poco más en los pensamientos de mi compañera de piso.

      —Lo intento, pero nunca parece dispuesta a hablar. —Me fijo en el lugar que siempre ocupa cuando está en casa: frente al cristal—. Había pensado que tal vez pudiera invitarla a cenar o algo así, para conocerla.

      —No creo que quiera salir por ahí, si nunca lo hace.

      Una loca idea cruza mi mente de pronto. Una loca idea que quizá no sea tan mala.

      —Quizá pueda solucionar eso...

      Leyre.

      Paso el resto del día estudiando y cuando me planteo salir a dar un paseo, la lluvia torrencial que lleva chocando con los cristales de mi habitación toda la tarde me recuerda que no es el mejor día para salir. Es tarde, fuera hará frío, así que con un suspiro hastiado tengo que convencerme de que no podré dar mi paseo hoy. Me gusta pasear, perderme por las calles mientras escucho una música de fondo con mis auriculares, pero nunca tengo tiempo para hacerlo. Hoy, el primer día libre que tengo en semanas, llueve y hace un frío propio de San Sebastián. Allí llovía mucho más que aquí, por eso, cuando me fui, seleccioné un sitio algo más cálido, aunque es evidente que no ha sido suficiente.

      Samantha parece que ha pasado el día con alguien, pues he podido sentir el aura de alguien más en el salón, aunque no he prestado demasiado atención: no parecía un alma distinta a cualquier otra, tenía colores y cicatrices, sí, pero nada fuera de lo común.

      Cuando por fin salgo de mi fortaleza, supongo que Samantha habrá terminado de cenar y se habrá ido a su habitación, por eso casi me sobresalto cuando la encuentro en el salón, poniendo una mesa para dos. Olfateo el ambiente, comprobando que algo se está cocinando en el horno.

      —Hola… —saludo, algo confusa—, ¿tienes invitados?

      —Lo cierto es que no, esto es para nosotras.

      No me considero una persona fácil de impresionar, al fin y al cabo, poseo un don digno de la ciencia ficción, pero debo admitir que las palabras de mi compañera logran impresionarme. ¿Para nosotras? ¿Insinúa que está preparando la mesa para que cenemos juntas? En este par de meses nunca lo hemos hecho, aunque a decir verdad en estos meses apenas hemos mantenido una conversación digna de ese nombre.

      Las excusas que puedo poner para volver a mi refugio pasan por mi cabeza casi de inmediato, pero algo en esa sonrisa con la que me mira hace que cuando intente soltar cualquiera de ellas, boquee como un pez fuera del agua, sin llegar a decir nada con sentido. Creo que ella imaginó cuáles son mis intenciones y me hace un gesto para que calle.

      —Escucha… sé que no hemos compartido demasiadas palabras y no hemos pasado nada de tiempo juntas, a pesar de que compartimos piso y… no me gusta, la verdad, estoy acostumbrada a llevarme bien con mis compañeros de piso y quiero que contigo sea igual… si tú quieres, claro. Por eso he pensado que deberíamos empezar por conocernos un poco mejor.

      El pitido del horno interrumpe lo que estoy a punto de contestar y por un momento creo que no ha sido casualidad, que de verdad el universo quiere que me guarde las excusas y las palabras y no destroce esa sonrisa sincera que Samantha me dedica. Ella acude corriendo a recoger lo que quiera que ha terminado de hacer en el horno y me fijo en su jersey ajustado y en su falda de cuadros mucho más corta de lo que yo la llevaría. Siempre va descalza. Es algo que me saca de mis casillas. Extiende los pelos de Pascal de un lado a otro, por no hablar de lo frío que está el suelo y…

      Por Dios, estoy hablando como mi madre.

      Me presenta la comida en una bandeja navideña, a pesar de que todavía estamos en noviembre y cuando la coloca en el centro de la mesa, hace un gesto para que me siente frente a ella.

      —¿Pizza? —pregunto, al ver lo que ha sacado del horno.

      Ella me dedica una carcajada antes de responder, orgullosa:

      —Mini pizzas —corrige—. Son mucho mejor que la pizza: están igual de ricas, pero son pequeñas y lo pequeño siempre es mucho más cuqui. Ven, siéntate, no dejes que se enfríen.

      No sé qué es lo que hace que finalmente me siente, pero estoy segura de que no son las mini pizzas, a pesar de que Samantha coge la primera con avidez y le da pequeños mordisquitos mientras sopla para que se enfríe. Supongo que es el detalle, esa sonrisa sincera y… la verdad es que también me gustaría conocer un poco más a fondo a mi compañera de piso. Vine a Madrid con intención de empezar una nueva vida, conocer gente nueva, amigos nuevos… quién me dice a mí que Samantha no podría formar parte de esa nueva vida, quizá como amiga o simplemente alguien con quien poder cenar al llegar cansada del trabajo.

      Parece contenta cuando me sirvo un par de esas cosas pequeñas y precocinadas en el plato y sonrío tras el primero mordisco.

      —¿Sabes? Llevamos casi dos meses viviendo juntas y ni siquiera sé con certeza de dónde eres.

      —De San Sebastián.

      Abre muchos los ojos en una mueca impresionada, como si le acabara de decir que nací en la mismísima Atlántida.

      —¡Vaya! Tiene que ser un sitio muy bonito, ¿por qué viniste aquí?

      Vuelve el silencio entre nosotras; Samantha roe una de sus pizzas, mientras mis manos se echan a temblar. Las oculto debajo de mi sudadera, demasiado grande para mi esmirriado cuerpo; ella no parece percatarse de mi incomodidad ante esa pregunta, por eso, prefiero no pensar demasiado una respuesta estándar, la misma que doy cuando me hacen esa misma pregunta en el trabajo o en alguna entrevista.

      —Necesitaba cambiar de aires. San Sebastián es bonito, muy bonito... Pero cuando llevas veintitrés años allí se empieza a quedar un poco pequeño. —En parte, no es mentira. Ella queda satisfecha con la respuesta y veo el momento de cambiar de tema—. ¿Y tú?

      Se limpia la boca con una servilleta y sus ojos se iluminan de pronto. En su aura se dibujan unas espirales alegres, que remueven todos sus colores, dejando una mezcla preciosa, similar a la paleta de un artista que se dispone a pintar un paisaje. Le gusta hablar de ello, sea lo que sea.

      —Nací en Nueva York, pero me he criado en Barcelona. —Pestañeo, confusa, sin esperar esa respuesta y eso la hace reír—. Mi madre era estadounidense y mi padre viajaba allí a menudo por trabajo, vivieron juntos un par de años, pero mi padre echaba de menos España y no tardó en volver. Mi madre insistió en que lo mejor para todos era que me llevara con él.

      De pronto, poco a poco, las espirales desaparecen y el movimiento torna a un tono mucho menos alegre, los colores vuelven a su lugar, alrededor de la muchacha y una marcada cicatriz a medio remendar se abre paso entre ellos, mostrándose mucho más evidente. Supongo que tiene que ver con su madre, pero no me atrevo a preguntar más al respecto. Ella tampoco parece dispuesta a seguir hablando.

      —Oh,


Скачать книгу