Los colores de tu alma. Emma Hurtado
y la sonrisa vuelve a su rostro; coge otra pequeña pizza y la mordisquea mientras se cruza de piernas sobre la silla. Imagino a mi madre en la sala, mirándola con horror y preguntando qué clase de posición es esa para estar en la mesa, pero yo lo único que hago es soltar una pequeña carcajada.
—Me mudé para estudiar Bellas Artes en la universidad y desde entonces aquí sigo. —Se encoge de hombros—. No me disgusta esto, la verdad, hay muchas más oportunidades de trabajo.
En eso tiene razón, de hecho, creo que me ha comentado alguna vez que trabaja en una empresa de ilustraciones. Yo también he tenido suerte en ese aspecto y he conseguido tantos puestos como me he planteado. Desde el primer momento que puse un pie aquí, supe que no quería desaprovechar el tiempo y que quería abordar todo lo que estuviera a mi alcance, por eso tengo tres trabajos: uno por las mañanas, como recepcionista en una academia de inglés, otro por las tardes, como teleoperadora, y uno los fines de semana, como dependienta en un supermercado. Llego a casa tan agotada que hay días que solo vivo para dormir y trabajar, pero eso me impide estar en casa. Sola. Entre el silencio. No me gusta esa sensación, no me gusta tener tiempo para pensar, por eso, para los escasos días libres que tengo, me apunté a la universidad a distancia, donde curso un par de asignaturas de economía. No me interesa demasiado la economía, pero era de lo único que quedaban plazas, así que no tuve muchas oportunidades donde elegir.
Sé que todo el mundo piensa que estoy loca, que vivo para trabajar, que si no necesito el dinero no tiene sentido tener tantos trabajos, pero a mí tener la cabeza ocupada es lo que me ayuda a sobrevivir.
Pero prefiero tampoco pensar en eso, por eso, interrumpo el silencio continuando con la conversación:
—Bellas Artes tiene que ser una carrera muy bonita.
Samantha parece sorprendida con mi comentario y es que imagino que no recibirá demasiados comentarios como ese. Conozco muy de cerca los prejuicios, al fin y al cabo, yo también fui a la universidad en San Sebastián y esos están a la orden del día aquí, en Donosti y en la Conchinchina.
—¿Qué estudiaste tú?
Pensar en eso también me transporta a un tiempo que no quiero recordar, pero al menos guardo algunos buenos recuerdos de esa época. La universidad, la ilusión por graduarme, salir ahí fuera y trabajar en lo que siempre quise.
—Estudié Educación Primaria en San Sebastián y… también fui al conservatorio de música.
—¿De verdad? ¡Entonces sí que debes tocar bien!
No tenía que haber dicho eso. Me he ido de la lengua y ahora preguntará. No quiero responder, por eso, hago un gesto con la mano, tratando de restarle importancia.
—No creas, hace mucho que no. —Y, sin embargo, pensar en la música, hace que una bonita calidez inunde mi pecho—. Tocaba el piano y después aprendí a tocar la guitarra, pero lo dejé hace unos años.
—¿Por qué?
Dos palabras, dos simples palabras que se clavan en lo más profundo de mí y me arrebatan el habla. Boqueo de nuevo, sin tener muy claro cómo contestar. ¿Por qué lo dejé? Ni yo misma lo sé. La música siempre me hizo feliz, me dio ganas para continuar, para enfrentarme a las situaciones complicadas. En el fondo, la echo de menos, pero para llegar a ese sentimiento hay que recorrer una espesura de miedo. Y el miedo es más fuerte.
En mi caso, siempre es más fuerte.
Samantha parece comprender que ha metido la pata y se apresura a disculparse, pero no hace que me sienta mejor.
—Oh, perdona, he sido una cotilla.
—Da igual.
El pesaroso silencio vuelve sobre nosotras como un pesado manto del que no me puedo deshacer. Siento ganas de encender la tele y tenerla de fondo, pero supongo que ese gesto sería algo maleducado para Samantha, que ha organizado todo esto con intención de conocernos mejor, por eso, intento volver a una conversación sencilla:
—He visto tus dibujos, son muy bonitos.
Los suele dejar tirados por toda la casa, así que es complicado no verlos. A mí, por el contrario, me gusta el orden. Me gusta que cada cosa esté en su lugar, ocupando el espacio que se le ha asignado, por eso, las cosas de Samantha parecen siempre estar rompiendo ese orden, pero a veces no me importa porque eso me hace ver sus pequeñas obras de arte. Es cierto que son bonitos, admiro mucho esas manos, capaces de crear verdaderas maravillas.
—¿De verdad lo crees? —Es la segunda vez que logro sorprenderla con un cumplido.
—Sí, a mí nunca se me ha dado bien dibujar.
—Es cuestión de práctica, supongo que como la música.
Quiero decir que nunca es suficiente con practicar, que también tienes que sentir esa necesidad por lo que haces. Ese cosquilleo cuando tus dedos acarician las teclas del piano o el evadirte con las primeras notas musicales. Hay que sentir pasión para practicar sin descanso hasta que comienzan las mejorías. Supongo que ella siente lo mismo al dibujar, como un escritor al escribir o un escultor al agarrar el dintel. No basta con practicar sin descanso, también hay que vivirlo.
Y creo que eso es lo que me falló a mí, el motivo por el que lo dejé. Había desaparecido ese sentimiento; cuando tocaba, no sentía nada, tan solo el incesante vacío al que ya me había acostumbrado.
¿De qué servía seguir con eso si era yo la primera que no disfrutaba con mis obras?
Terminamos de cenar entre conversaciones banales y yo casi que agradezco ese cambio en el que dejamos de hablar de nuestros pasados y nos remontamos a nuestro presente, a nuestros empleos, compañeros de trabajo, anécdotas del día a día…
Estoy a punto de decir que me voy a la cama, que mañana tengo que madrugar, cuando Samantha me pide que no vaya sin hacer una última cosa. Espero, mientras saca de uno de los cajones del salón un tablero de ajedrez y una caja con las figuras.
—¿Sabes jugar? —me pregunta, a lo que respondo con un asentimiento—. ¿Una partida antes de ir a dormir? ¿Por qué no lo ponemos interesante? ¿Qué te parece si nos jugamos arte?
Samantha.
—¿Jugarnos arte? —pregunta Leyre, algo confusa mientras observa cómo coloco las piezas—. Creo que no te sigo.
Levanto la mirada durante un segundo para encontrarme cara a cara con la duda de sus ojos. Sonrío. Es como el brillo inocente de los ojos de un niño, solo que mucho más serio y… casi apagado. Pero a pesar de eso, todavía puede verse dibujado en sus pupilas azules como el cielo. Nunca me había detenido a observar sus ojos. Son muy bonitos.
Me levanto, todavía sonriendo.
—Es fácil: yo me muero de ganas por verte interpretar algo con la guitarra y además lo único que se me da bien es dibujar. —Señalo el tablero, preparado para el juego—. Si tú ganas, te hago un dibujo, el que tú quieras, has dicho que son bonitos, así que te lo dedicaré solo para ti, pero si yo gano... en tu próximo viaje a San Sebastián traes tu guitarra.
Logro hacer que abra mucho los ojos, como si no esperara para nada lo que tengo en mente. Vuelvo a acomodarme en el suelo, con las piernas cruzadas y una evidente invitación en mi forma de mirarla para que tome asiento. Ella lo hace, algo tímida; también se sienta en el suelo, con el tablero delante, pero con una expresión no demasiado convencida.
—Samantha, no sé yo si...
—¿Por qué no? ¿Tan mala eres?
Sin querer, parece que atino en el punto exacto que la hace fruncir el ceño y que la duda abandone su rostro, de hecho, cuando vuelve a hablar, capto un cierto tono resignado en sus palabras:
—Fui campeona de varios torneos en mis años de instituto.
No tiene pinta de ser la típica que jugaba al ajedrez en el instituto, aunque en realidad, no me la imagino cumpliendo ningún rol en el instituto. Quizá la chica guapa