Los colores de tu alma. Emma Hurtado
y, a pesar de eso, me encuentro sonrojándome al contestar.
—Siempre quise poder acceder a una de esas becas para artistas en las que viajas por todo el mundo para ver, conocer e inspirarte —revelo, tragando saliva—. Después, quizá, exponer mis obras para que todos puedan verlas...
Las palabras se quedan atascadas en mi garganta. Bajo la vista, lo que ella malinterpreta y se apresura a disculparse:
—Oh, lo siento mucho.
—No —niego, volviendo a sonreír para demostrar que no pasa nada—. Es solo que… mucho me temo que estoy lejos de conseguir algo así: el arte no está demasiado valorado y… tampoco tengo conocidos que puedan ayudarme. Algunos de mis compañeros de universidad han conseguido más en este año que yo desde que salí de la carrera.
Es un tema con el que llevo castigándome mucho tiempo: han pasado más de dos años desde que terminé la carrera y no he logrado nada de lo que me había planteado mientras que ya he visto algunas obras en exposición de antiguos compañeros míos. Algunas están colocadas en pequeñas exposiciones y más que por su talento están ahí por conocer a «x» persona importante. Sé que no debería avergonzarme por ello, pues cada uno alcanza las oportunidades que se le ofrecen y que quizá en un futuro yo tenga las mías, pero no por ello puedo evitar sentir ese pinchazo de culpabilidad cuando un antiguo compañero nos invita a ver su obra en yo qué sé qué exposición o cuando otra conocida me dice que han seleccionado su diseño para un cartel publicitario. Su diseño. El que ella ha diseñado y creado, no sintiéndose obligada a seguir los parámetros de una empresa.
—Bueno… tú tienes un trabajo, ¿no? —Sonríe, tratando de animar la mueca decepcionada que se me habrá quedado.
—Uno que no me entusiasma —respondo—. Donde no se valora una obra y donde todas son anónimas. Tan solo hechas por la empresa de ilustración.
Leyre oculta sus ojos como cielo en un gesto que vuelve a pretender ser una disculpa, pero yo sonrío, aunque en una sonrisa menos sincera, tratando de restarle hierro al asunto.
—Paciencia supongo, seguro que todo va cambiando poco a poco.
—Supongo.
La partida continúa en silencio y puedo comprobar que, tal y como afirmaba Leyre, es buena. Es como si ya pudiera ver mis movimientos antes de que los haga, pero, a pesar de eso, mi padre me enseñó los mejores trucos y puedo hacerle frente, incluso con ventaja.
Aunque, finalmente y disimulando, dejo que haga ese movimiento que le da la victoria, a pesar de que hace unos cuantos que podía haberlo evitado e incluso tenderla una emboscada.
Pero esta no es mi noche.
Sonríe, victoriosa, y tras ayudarme a recoger las piezas, todavía liberando orgullo por cada poro de su piel, se despide alegando que es muy tarde y que mañana tiene que trabajar.
Y yo no puedo evitar soltar una carcajada silenciosa al pensar qué haría si supiera que la he dejado ganar. Supongo que es hora de que prepare mis pinturas, aunque tengo más que claro qué voy a dibujar.
Manos que oprimen mis muñecas,
uñas que se clavan en mi piel y la
sangre dejando una carretera escarlata
a su paso.
Me despierto entre jadeos y aún con
la mente nublada me pregunto:
¿Pesadilla o recuerdo?
Tal vez ambas.
Leyre.
Leyre.
Pasan tres días hasta que logro sacar un momento para mí y es tras el trabajo de tarde, a casi las nueve de la noche. Parece que Samantha no está y es que no he tenido oportunidad de encontrarme con ella desde su improvisada cena y la partida de ajedrez.
Por primera vez en mucho tiempo, esa noche dormí bien, sin pesadillas. Me acosté con una sensación de felicidad que hacía mucho que no sentía y creo que fue eso lo que ahuyentó a los malos pensamientos. Fue agradable. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de algo agradable.
Creo que ha sido eso lo que me ha movido a llamar a Lucía, a pedirle que venga a verme, a pesar de la hora que es. Ella, por supuesto, ha aceptado y me aseguró que se pasará en cuanto eche el cierre a su tienda. Lleva mucho tiempo queriendo verme y sé que recibir mi llamada la invadió de felicidad. Fue agradable volver a hablar con ella y me encuentro ilusionada por una visita por primera vez, también en mucho tiempo. Incluso he cocinado. Antes, adoraba cocinar y lo cierto es que todos me decían que se me daba muy bien. Coloco un bol con ensalada en el centro de la mesa y espero que el horno suelte el pitido que indique que el pollo con limón está preparado.
Cuando suena el timbre, sin embargo, no puedo evitar sobresaltarme, a pesar de que voy rápida al telefonillo. Me asomo al descansillo pasados unos minutos, con el ceño fruncido, algo preocupada por todo el tiempo que está necesitando para subir. Lucía es algo más joven de lo que debería ser mi abuela Marian, probablemente ronde los sesenta y cinco, pero a juzgar por la energía que todavía lleva dentro cualquiera podría asegurar que es mucho más joven.
Al fin, escucho sus jadeos al principio de la escalinata.
—Malditas sean estas dichosas escaleras —protesta, cuando se deja ver—. Niña, si quieres acabar con esta pobre vieja ya podías haber buscado un método menos cruel.
Me arrebata una sonrisa, pero no solo su comentario: es agradable ver que la mujer no ha cambiado ni un ápice desde la última vez que nos vimos. Su melena castaña continúa tan resplandeciente como siempre ocultando sus canas y cortada con cuidado a la altura de los hombros. Apenas un par de arrugas surcan su rostro y es que Lucía siempre ha sido muy cuidadosa con la cosmética de la piel, lo que parece que está dándole resultados ahora. Su estilo, por supuesto, impecable, la ropa moderna se ajusta a su cuerpo como un guante y es que no dudo de que ella misma se la haya hecho a medida.
—Pasa, Lucía, qué placer verte.
Lucía me rodea las mejillas con las manos y me da un beso en la frente. Huele a flores. Es algo que no ha cambiado tampoco.
—Mira qué guapa estás, te sienta bien estar aquí, quién lo diría, con este aire envenenado que respiramos.
Irrumpe en el salón, pasando entre el marco de la puerta y yo, y cuando entro detrás, veo cómo ya está analizando cada rincón de la casa. Supongo que le parecerá horrible, sin estilo alguno, pero la verdad es que no me he parado a hacer este salón algo mío y me sorprende que Samantha no lo haya hecho tampoco, teniendo en cuenta que lleva viviendo aquí mucho más tiempo que yo. Es completamente impersonal, como las fotos de un piso piloto. Lucía trata de ocultar su gesto, pero lo percibo antes de que pueda lograrlo por completo.
—Te ofrecería algo para tomar, pero la cena está casi servida.
Esta vez es su turno de sonreír.
—¡Qué maravilla! Supongo que mantienes ese don tuyo de chef. Yo he tenido que aprender también algo de cocina casera, aunque sabes que siempre he odiado cocinar, pero qué le vamos a hacer… una debe quitarse comida basura a medida que se hace vieja.
Exagero una mirada de arriba abajo, mostrándole que no es para tanto. Quizá ha cogido unos pocos kilos desde la última vez que nos vimos, pero es que hace ya mucho de eso. Creo que todavía vivía mi abuela Marian. Lucía y ella fueron amigas inseparables. Recuerdo los veranos que la abuela invitaba a Lucía a pasar las vacaciones con nosotras. Yo, que siempre he formado parte de esa casa tanto como su propietaria, también disfrutaba de su compañía. Nos contaba cómo su negocio iba creciendo, cómo se había convertido en una conocida modista, aunque nunca me dio esa sensación, supongo que porque no me cuadraba que alguien famoso pudiera estar en un pequeño pueblo de Guipúzcoa. Pero ni un verano faltó para hacer compañía a mi abuela hasta que esta se fue, incluso se mantuvo firme a su lado cuando la abuela empezó a enfermar.
—Pero