La hora de la Re-Constitución. Sebastián Soto Velasco
y el anarquismo que habitan las aulas del Instituto Nacional y otros establecimientos educacionales; luego, ellos y otros oportunistas destruyeron torniquetes y dependencias del metro de Santiago. El viernes 18 el objetivo no fue solo destruir sino también detener el transporte público y luego quemar estaciones del metro. Los fríos números muestran la temperatura que alcanzó el conflicto. El gerente general de Metro, Rubén Alvarado, informaba al día siguiente que, de 77 estaciones dañadas, 20 fueron incendiadas y de esas, 9 fueron completamente quemadas.
Frente a ese nivel de violencia, el Gobierno actuó como cualquier otro lo hubiera hecho: ante la grave conmoción pública, decretó un estado de excepción y destinó las fuerzas armadas a la protección de la infraestructura crítica. ¿Qué hubiera pasado si no lo hubiera hecho? Imposible saberlo, porque no existe la historia contrafactual. Pero podemos presumir que el Presidente habría sido criticado duramente por todos los sectores al dejar de utilizar todas las herramientas para controlar los desmanes ese 18 de octubre.
El estado de excepción no detuvo las cosas. De hecho, parece haberlas agravado. Las cifras de daños y hechos violentos tendieron al alza, alcanzando su punto más alto en los días posteriores al 18 de octubre. En octubre hubo un promedio de noventa eventos graves diarios (incendio, saqueos y destrucción de propiedad pública o privada). En noviembre el promedio se redujo a treinta y en diciembre ya fue solo de tres.
A mi juicio, más angustiante que la violencia desatada fue otra cosa: a partir de ese día se hizo evidente que el Estado no tenía real capacidad para controlar el orden público. Nunca un Estado podrá controlar a numerosos grupos violentos que, actuando con mayor o menor coordinación, pretenden destruir y causar temor en la población. Esta es una máxima de cualquier sociedad compleja donde el temor a la sanción y una cierta confianza entre nosotros disuade los comportamientos antisociales. Cuando el caos impide la sanción estatal y la confianza entre nosotros lleva años suficientemente deteriorada, la disuasión desaparece y volvemos a vivir en una sociedad donde, por momentos, las reglas no las fija el Estado. Así vimos arder el metro; saquear supermercados, iglesias, museos, comercio, hoteles; enfrentamientos con las policías; calles arruinadas y paredes vandalizadas. La destrucción de la ciudad fue el inicio de los tiempos recios.
En este escenario de violencia y movilización disruptiva, el país se detuvo. El Gobierno intentó sin éxito hacerlo andar de nuevo dando mayores certezas respecto al orden público. Y la oposición, quién sabe si por irresponsabilidad o por culpa, dio un significado a lo sucedido que terminó, al menos en alguna medida, por validar la violencia destructiva. No es posible condenar la violencia y al mismo tiempo vestir de épica aquello que sucedía diariamente en todo el país, pero con especial fuerza en las decenas de cuadras que rodean la Plaza Baquedano, el palacio de La Moneda u otros espacios céntricos de las ciudades de Chile. Por eso finalmente las oposiciones terminaron confundidas en una sola voz, la más vociferante, que terminó por significar lo que había ocurrido38.
En todo este ambiente había que jugar alguna carta lo suficientemente poderosa para retomar la pacificación. Y todos saben que, en los momentos de crisis, solo algunas cartas están sobre la mesa.
La más común en el mundo es la salida, cruenta o incruenta, de quien ocupa el sillón presidencial. Haber siquiera pensado en esta fórmula hubiera sido no solo el fin del Gobierno, sino también un gesto de debilidad que se hubiera repetido una y otra vez en los años sucesivos. El término de los gobiernos no sería ya, como en las sociedades desarrolladas, con el cumplimiento del plazo, sino que con la llegada de alguna asonada más o menos violenta acostumbrada a derribar gobiernos. Por eso, repetía la política democrática, el Gobierno debe gobernar hasta el último día.
La otra carta que estaba sobre la mesa era la constitucional. No la había puesto el Gobierno sino que, ya lo dijimos, la centroizquierda. Era, sin embargo, la carta que permitía hablar de política. Y, si había una cosa en la que era necesario insistir, es que la salida a la crisis debía ser política. Por eso, a las pocas semanas el presidente Piñera y su coalición iniciaron las conversaciones para ver la posibilidad de jugar esa carta. Y se jugó, con el dramatismo propio de los momentos difíciles, ese 15 de noviembre cuando la mayoría de las fuerzas políticas, con excepción del Partido Comunista y parte del Frente Amplio, suscribieron el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución.
9. ¿Fue acertado jugar esa carta?
Pienso que sí. Ante todo, es claro que había que generar una reacción a la altura de las circunstancias. La crisis social más profunda que había vivido Chile desde el año 1982 requería reacción y no simple inercia. Por eso no podía seguir hablándose desde el programa de Gobierno y se requería algo más para mostrar que había conciencia de lo sucedido. La Constitución era una carta muy preciada, es cierto; pero la única que estaba a la altura.
Por lo demás, la historia del mundo muestra que las constituciones suelen cambiarse en momentos de profundas crisis. Nadie las cambia cuando el país progresa o cuando la política regular sigue en pie. Por eso es que siempre cuestioné, hasta antes del 18 de octubre, el eslogan de la “nueva constitución”. No había entonces una crisis institucional o social como la que surgió tras esa fecha.
Algunos, no sin razón, han sostenido que el Acuerdo que abrió la puerta al cambio constitucional fue celebrado bajo condiciones de violencia extrema. Por eso, aseguran, el consentimiento estaría viciado. Pero, más allá de lo no pertinente que resulta aplicar a este caso las normas de formación del consentimiento de contratos, lo cierto es que la política y la historia enseñan que es justamente en estos momentos de crisis cuando nacen las nuevas constituciones. Así ha sido el caso de todas las chilenas. Y no será esta una excepción.
Elster, un estudioso de estas materias, lo muestra con elocuencia en una investigación que ya es un clásico. En ella aparecen como causas comunes de cambios constitucionales en los últimos dos siglos una crisis social o económica (Estados Unidos en 1787 o Francia en 1791); una revolución (constituciones de Francia y Alemania en 1848); el colapso de un régimen (en la Europa del Este tras la caída de la dictadura comunista en los noventa); el temor al colapso del régimen (la Constitución francesa de De Gaulle en 1958); la derrota en una guerra (las constituciones alemana y japonesa tras la Segunda Guerra Mundial); la reconstrucción de la posguerra (la Constitución francesa de 1946); la creación de un nuevo Estado (Polonia y Checoeslovaquia después de la Primera Guerra), y la independencia del orden colonial (como los países hispanoamericanos)39.
¿Cuál de ellas se asemeja al caso chileno de 2019? Mucho podrá debatirse al respecto, pero lo cierto es que lo que ocurrió tiene una fuerza desestabilizadora suficiente como para exigir una respuesta institucional a la altura de las circunstancias.
Pero la carta constitucional tiene otra virtud: es una carta que apela al diálogo y ello nos conecta con nuestra propia historia. Si miramos las crisis chilenas de los últimos cincuenta años, podemos ver que de todas ellas se ha intentado salir por la vía del diálogo, y en muchas de ellas el diálogo ha involucrado a la Constitución.
Recordemos lo que ocurrió entre septiembre y noviembre de 1970. En la elección presidencial de ese año ninguno de los candidatos obtuvo la mayoría absoluta y, por lo tanto, correspondía al Congreso Pleno ratificar al elegido entre las dos primeras mayorías: Salvador Allende o Jorge Alessandri. En esas semanas se elucubraron todo tipo de teorías para evitar la elección de Allende. Incluso se produjo el triste asesinato del Comandante en Jefe del Ejército, general René Schneider, como una absurda medida de presión para motivar la intervención de esa institución armada. ¿De qué forma se buscó superar esa crisis que enfrentaba la política? A través del diálogo transformado en una reforma constitucional conocida como Estatuto de Garantías Constitucionales. Por medio de esa reforma se intentaron fortalecer diversas garantías que tradicionalmente se veían amenazadas con la llegada de gobiernos marxistas al poder. El tiempo nos ha permitido comprender que la Unidad Popular no fue sincera en su compromiso pues, como el mismo Allende lo reconoció, el Estatuto era una “necesidad táctica” ya que “en ese momento lo importante era tomar el gobierno”40. Pero eso no resta valor al diálogo inicial y a su resultado, el propio Estatuto, como una forma de intentar superar la crisis.
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