La hora de la Re-Constitución. Sebastián Soto Velasco

La hora de la Re-Constitución - Sebastián Soto Velasco


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estaba en los afectos. “La Constitución que nos rige, dijo una vez el entonces ministro del Interior Jorge Burgos, es un problema para Chile, y lo es porque carece del aprecio que las constituciones necesitan”30. Tampoco resulta persuasivo desechar la Constitución simplemente por la falta de aprecio ciudadano. Desde hace un buen número de años las simpatías de la ciudadanía parecen haber abandonado todo lo público, desde el Congreso Nacional a los partidos políticos. Culpar a la Constitución de esa falta de sintonía es demasiado simple. Posiblemente los afectos, que no es más que otro de los tantos factores que integran eso que llamamos legitimidad, no pasan por cambios jurídicos formales sino por problemas más profundos. Pese a ello, era más fácil culpar a la Constitución nublando nuevamente el problema de fondo.

      ¿Por qué una nueva Constitución? Visto todo lo anterior, todavía no es posible dilucidar la enfermedad que padecía la Constitución desde inicios de la década. Si no era su origen ni su contenido, la respuesta hay que buscarla fuera de ella. Y ahí encontramos más luz para entender mejor las razones que llevaron a la izquierda a abandonar el hito del 2005.

      Creo que el auge de la crítica constitucional se debió a que esta era una forma privilegiada de discutir sobre nuestra transición y, más específicamente, sobre el modelo de desarrollo que nos hemos dado. Romper con la Constitución genera un hecho histórico que permite también decir que rompimos con la transición, con el pacto político inscrito en ella y con su modelo. Permite así poner un punto final y partir un nuevo ciclo cuyas características esenciales no serán las antiguas sino las de un nuevo modelo. La nueva constitución es entonces ese hito político, histórico y sociológico cargado de algo nuevo que desconocemos, pero por el que la centroizquierda decidió apostar.

      El objetivo de romper con el legado de la Concertación y los años de la transición fue una misión asumida casi con obsesión por cierta izquierda. En un libro breve pero contundente editado a inicios de 2017 por Faride Zerán, un conjunto de esos rostros lo muestra con claridad. La memoria que construyen en torno a las décadas que van desde el retorno a la democracia hasta esos días es devastadora, al punto que decir “concertación” es decir una mala palabra. Faride Zerán habla de la “falla de origen” derivada de la “naturaleza excluyente que asume la transición”; Gabriel Boric sostiene que la Concertación y la Nueva Mayoría “responden a intereses cupulares” que buscan “resolver dilemas y demandas sociales o de acceso a derechos solo regulando los excesos del mercado”; Cristián Cuevas denuncia que la política “ya lleva mucho tiempo secuestrada y colonizada por tecnócratas y políticos lacayos del poder económico”; Daniel Jadue intenta construir un relato diciendo que “luego de la derrota política y cultural de 1973 y después de más de cuarenta años de estar sumergidos en una larga época marcada por la derrota, se percibe el inicio de un proceso de incremento de la conciencia de clase”; y Carlos Ruiz concluye que “los sucesivos gobiernos de la Concertación han llevado más lejos que las herencias dictatoriales originales esta privatización de la reproducción social”31.

      Desde esta vereda, el cambio constitucional es el instrumento para generar un hito político de proporciones. Y es que discutir sobre la Constitución es más atractivo que discutir del modelo. La Constitución resucita a Pinochet y nos vuelve a dividir entre amigos y enemigos. El modelo, en cambio, es algo mucho más etéreo, incomprensible y, al menos hasta el 18 de octubre del 2019, parecía despertar menos pasiones. Además, si los efectos de la Constitución son abstractos, los del modelo están demasiado presentes, tanto por sus deudas como por sus múltiples aspectos positivos. Estos últimos se pueden olvidar e incluso echar por la borda, pero ahí están en las historias personales de millones de familias que vieron cómo su vida mejoraba en estas tres décadas.

      Entonces, el enfrentamiento cultural y político debía darse a nivel de la Constitución y no del modelo. Algo como esto lo anunció hace ya bastante tiempo Gabriel Salazar, historiador que, con su tono calmo, nunca ha tenido pudor al predicar la revolución e incluso la violencia. El año 2004 Chile fue sede del foro APEC y algunos grupos de izquierda extraparlamentaria convocaron a movilizarse, sin mayor éxito. En ese contexto, Salazar sostuvo que “el verdadero enemigo nuestro es la Constitución de 1980”. Ese “nuestro” entonces era solo la izquierda más radicalizada ajena al Gobierno y a la Concertación que ejercía el poder. Y agregaba: “Creo que esta lucha contra la APEC es en el fondo lucha contra la Constitución del 80, que es la que abre las puertas a la APEC y a toda la globalización”32.

      Todo esto da cuenta de lo evidente: estamos ante un debate ideológico más que puramente constitucional. Y los debates ideológicos no se ganan ni se pierden en los artículos de una constitución, sino en la política diaria y en las ideas que alimentan esa política y la reflexión sobre la cuestión pública. Olvidar eso es derrota segura.

      Preguntarse sobre lo que hizo y lo que debía hacer la centroderecha frente a esta ola no es tarea sencilla. Partamos con lo que hizo.

      Ante todo, como hemos visto, la centroderecha dio vida, a través de una moción, y concurrió con sus votos a aprobar la reforma constitucional de 2005; e incluso apoyó el gesto simbólico que implicó autorizar que fuera firmada por el presidente Lagos. No concurrió, con todo, a apoyar lo que algunos ya empezaban a decir: que se trataba de una nueva constitución. Se suele citar al entonces senador Andrés Chadwick quien, pocas semanas después de la promulgación, sostuvo que no estábamos ante un nuevo texto constitucional. La verdad es que esta declaración es poco relevante pues, como ya se anotó, las nuevas constituciones se configuran como tales con el transcurso del tiempo. Y la que empezó a ver la luz en 2005 fue tempranamente decapitada por la propia izquierda.

      Cuando la ola empezó a crecer en 2008, la centroderecha se vio en la clásica disyuntiva de las oposiciones: subirse a ella o aguantar hasta que pase. Con una elección presidencial ad portas y un candidato con altas probabilidades de triunfo, tomar la bandera del cambio constitucional no parecía oportuno. Era además un tema que no encendía a los propios parlamentarios ni al electorado que le daría el triunfo. Por eso el primer programa de gobierno contemplaba algunas reformas constitucionales menores, pero giraba en torno a temas más íntimamente vinculados con el ideario del nuevo Gobierno que posiblemente llegaría a La Moneda. Como era evidente, la “nueva forma de gobernar” no dependía entonces de lo constitucional.

      Y llegó el 2011. Ese año la ola constitucional adquirió más densidad, pero también se confundió con otras demandas que requerían de una acción inmediata. El primer gobierno del presidente Piñera se concentró en la educación superior, intentando responder con sensatez a las peticiones estudiantiles. Poco ha valorado la intelectualidad de derecha que el Presidente no ofreciera educación superior gratuita y se mantuviera firme, pese al descalabro y al descontento, ante una propuesta que parecía tan evidentemente irracional en esos tiempos. Por eso se plantearon diversas alternativas vinculadas con la educación superior sin que el cambio constitucional haya estado sobre la mesa de las ofertas.

      La elección presidencial de 2013 estuvo mucho más constitucionalizada que cualquiera de las anteriores. José Antonio Gómez, como candidato en la primaria de la centroizquierda, vociferaba su apoyo a la Asamblea Constituyente y luego en la elección todos los candidatos apoyaron el llamado a la nueva constitución. La candidata Bachelet la incorporó como una de sus tres grandes reformas (educacional, tributaria y constitucional) sin definir el mecanismo que seguiría. En la centroderecha, la candidata Evelyn Matthei repitió la fórmula de 2009 agregando densidad a las propuestas, pero rechazando una asamblea constituyente y una nueva constitución.

      El segundo Gobierno de la presidenta Bachelet fue mucho más activo en llevar adelante su agenda. Siempre alejándose de los contenidos, anunció en su segundo año el inicio de un proceso participativo. Este se llevó a cabo durante 2016, generando como resultado un conjunto de críticas y un contenido algo difuso que fácilmente podía adelantarlo cualquier encuesta.

      El recién formado Chile Vamos fue crítico del discurso constitucional y participó a medias en el proceso participativo convocado por el Gobierno. Elaboró un conjunto de ochenta propuestas y también algunos constitucionalistas más próximos participaron en el Consejo de Observadores del proceso,


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