La hora de la Re-Constitución. Sebastián Soto Velasco

La hora de la Re-Constitución - Sebastián Soto Velasco


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debate constitucional que se avecina indudablemente tendrá muchas dimensiones y el libro adelanta casi todos los temas que serán centrales en la discusión. Tal vez el principal se referirá a la naturaleza misma del ser de las constituciones, pues la historia del constitucionalismo occidental moderno nos indica que estas son, por sobre todo, mecanismos de control del poder de las mayorías para asegurar los derechos de los individuos y de los grupos minoritarios, garantizando esferas de autonomía personal no sometidas a la soberanía popular, por mayoritaria que haya sido la expresión de esta, y en general para asegurar el mayor grado de libertad compatible con la vida en sociedad. El autor teme, no sin razones, que esa visión se enfrentará a enfoques que son “más bien tributarios de otras formas de constitucionalismo radical o revolucionario, que ven en las constituciones un reflejo de la acción de las masas. Y, por ello, otro instrumento para enfrentar a las élites y hacer la revolución”.

      Los eventos del último año son una manifestación clara de la crisis institucional que vive el país, no solo por el grave desprestigio del Congreso, de los políticos y sus partidos, sino también por el populismo que moviliza transversalmente de derecha a izquierda, por el uso de la violencia como instrumento para lograr objetivos políticos y por la complicidad activa o pasiva frente a ella. Una contribución muy principal de esta obra es la diferenciación que introduce entre los que son problemas políticos y los propiamente constitucionales. No se trata solamente de que por definición las constituciones no puedan resolver los problemas económicos y sociales, los cuales son materia de políticas públicas, sino también de que muchos de los problemas institucionales tampoco pueden ser resueltos por el mero expediente de escribir una nueva Constitución. Como afirma el profesor Soto: más allá de su ratificación mayoritaria en el plebiscito reciente, el Acuerdo del 15 de noviembre de 2019 no puso fin a la política como campo de batalla y solo cinco días después se presentó una acusación constitucional para destituir al Presidente de la República, confirmando que los sucesos anteriores ciertamente tenían un objetivo político central. Lo grave es que esta acusación fue apoyada prácticamente por toda la centroizquierda, sometida a las estrategias del Frente Amplio y del Partido Comunista. En suma, concluye que “la política es el principal problema que padece el país; es el estado actual de la política como institución mediadora y demuestra prácticas que, no hay que olvidarlo, no necesariamente son efecto directo de la Constitución. Digámoslo de otra forma: lo que está en crisis es la forma de hacer política y ella depende tanto de reglas escritas como de muchas no escritas que guían el actuar de los políticos. El liderazgo, la amistad cívica, los acuerdos, la importancia de la responsabilidad y el cumplimiento del deber, la misión y el servicio, y tantas otras máximas que, con altos y bajos, han guiado la política, hoy parecen encontrarse en su nivel más bajo. Abundan el desprestigio y la desconfianza respecto a su rol; también la atraviesa una cierta incapacidad e indolencia; y, por último, padece una creciente farandulización”. Lo anterior también demuestra que el problema actual no deriva tanto de las reglas constitucionales, sino más bien de la cultura política que se ha generado bajo el actual Congreso y de actos y políticas que han sobrepasado los límites constitucionales de las funciones de los miembros de la Cámara de Diputados y del Senado. Ninguna institucionalidad es viable cuando los principales encargados de respetarla dejan de hacerlo.

      Tampoco es viable el sistema democrático cuando se desprecian los acuerdos, se ensalza la polarización y se establecen dinámicas de relación más propias de “amigos-enemigos” que de legítimos adversarios, unidos al menos por el propósito común de defender la democracia y sus instituciones.

      Otro gran tema que también dividirá la Constitución se refiere a qué derechos deben ser incluidos en ella: si solo los derechos liberales clásicos o si hay que agregar derechos sociales y económicos, pero sobre todo si es que estos deben o no ser susceptibles de ser reclamados y determinados por el Poder judicial. El libro arroja importantes clarificaciones respecto a los que son, por una parte, los derechos “negativos de abstención”, que exigen que el poder político simplemente se abstenga de intervenir en campos como el derecho a la vida, la igualdad ante la ley, el debido proceso, la privacidad, la inviolabilidad de las comunicaciones y del hogar, la libertad de conciencia, reunión, religión, pensamiento, opinión y expresión, la libertad de enseñanza y todos los otros clásicos derechos individuales —aquellos que Bobbio llamaba “el territorio inviolable”— que son “atributos de la persona cuya protección se debe reclamar al Estado”. Por la otra parte están los “derechos positivos” económicos y sociales que implican una prestación del Estado y que, por definición, no pueden ser absolutos pues son contingentes a las posibilidades materiales de un país y difíciles de definir, y si bien constituyen aspiraciones loables del mundo civilizado, su definición y alcances, que no pueden ser estáticos, deben quedar librados a la deliberación democrática y deben ser alcanzados por medio de políticas públicas. De más está señalar cuántas constituciones en el mundo “garantizan” toda suerte de derechos que en la práctica no valen la tinta con que fueron escritas. En efecto, la Constitución actual garantiza el derecho a la salud, a la educación y al medio ambiente libre de contaminación. ¿Alguien podría sostener que los avances en la eliminación de la desnutrición infantil, la reducción de la mortalidad de los niños, el aumento de las expectativas de vida, el incremento del número de años de escolaridad o el aumento vertiginoso de estudiantes en la educación superior, son atribuibles a que hay derechos constitucionales en estos ámbitos? ¿O bien son definitivamente el resultado del crecimiento económico y de las políticas públicas adoptadas?

      Será objeto de controversia también el derecho de propiedad, el cual, aunque se suele ignorar, en la Constitución actual ya está condicionado por las exigencias de su “función social”, de modo que no será el derecho de propiedad mismo el objeto de discusión, sino cómo entendemos la función social y, más precisamente, las formas de indemnizar eventuales expropiaciones exigidas por el bien colectivo.

      Posiblemente habrá una pugna entre la democracia representativa y la democracia directa, o sea, se decidirá si tendremos un sistema político que por medio de la representación logre una síntesis y priorización de los legítimos intereses múltiples existentes en cualquiera sociedad plural, o bien si existirá un enfrentamiento crudo entre los grupos de interés que se dirimirá en razón del poder de presión de cada uno de ellos, sin posibilidad de una deliberación compleja, o de negociar y de generar soluciones que no signifiquen un juego de suma cero. Finalmente, en la discusión, algo bizantina para algunos, entre los cuales me cuento, entre el “Estado subsidiario” o el “Estado solidario” el debate versará sobre el rol del Estado, pero por sobre todo sobre el derecho de la sociedad civil de participar, como lo ha hecho desde los inicios de la República, en la solución de los problemas públicos, como los atingentes a la educación y la salud. En todo caso, como bien señala el autor, el principio de subsidariedad de ninguna manera elimina la acción del Estado; prueba de ello es que bajo el imperio de esta Constitución (que en ninguna parte menciona el principio de subsidariedad) tenemos que el 87% de la educación escolar es financiada por el Estado y el 80% del sistema de salud es público. Es por eso que Soto argumenta que la adhesión de los gobiernos de la Concertación a ciertos principios o procedimientos característicos del orden liberal y de la economía de mercado, como las concesiones o privatizaciones, no fueron por imposición de la Constitución sino por la creación de un consenso respecto a los beneficios que el sistema estaba produciendo. Dice el autor: “Si la Concertación creyó en el Estado mínimo, no se debía a la camisa de fuerza que imponía la Constitución, sino a la convicción que inundaba a sus políticos. Las privatizaciones de los noventa, la alianza público-privada que sirvió de base al crecimiento de Chile no era un mandato constitucional; fue una decisión política”.

      Hace bien este texto en recordarnos que las constituciones no son programas de gobierno ni deben consistir en una serie de demandas o aspiraciones agregadas; “por el contrario, deberían ser documentos más bien neutros con vocación de permanencia”, pues el rol que pueden jugar es acotado y “que es la política regular la llamada a resolver estos temas”.

      Finalmente, no podemos sino hacer nuestros los deseos del autor: “Confiamos en que quienes deliberarán en torno a la futura Constitución serán capaces de construir una cultura política nueva, más responsable y colectiva, menos


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