La hora de la Re-Constitución. Sebastián Soto Velasco

La hora de la Re-Constitución - Sebastián Soto Velasco


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Estas y otras irregularidades no debieran sorprendernos demasiado. Después de todo, nunca una constitución chilena había nacido en épocas de plena normalidad democrática —no, al menos, como la entendemos hoy— y la de 1980, dictada en el marco de un régimen autoritario, no fue la excepción.

      En estas circunstancias el triunfo del apruebo era esperable. Recibió el 67,04% de los votos mientras que el rechazo 30,19%. El resto fueron votos nulos. Finalmente, las cláusulas transitorias de la Constitución, que eran entonces lo relevante, entraron en vigencia el 11 de marzo de 1981.

      La pregunta sobre qué hacer con la Constitución rondaba una y otra vez en las mentes de los opositores al régimen de Augusto Pinochet. Era evidente, decían muchos, que no podían validarla, que tenía defectos insaneables. Pero muy temprano la visión de algunos líderes empezó a cambiar. Las violentas protestas de 1982 no hicieron caer al Gobierno, como algunos esperaban, y promover la violencia solo traería más violencia. Por eso, Patricio Aylwin en 1984 fue el primero en dar el paso y reconocer que el tránsito a la democracia debía hacerse siguiendo las reglas de la Constitución de 1980.

      Dejemos que sea el mismo Aylwin quien narre su posición: “Tanto el Grupo de los 24 como la Alianza Democrática sostuvimos sistemáticamente que no reconocíamos la Constitución como legítima. Hasta que se efectuó un seminario en 1984 en el Hotel Tupahue, organizado por el Instituto Chileno de Estudios Humanísticos, cuyo Director Ejecutivo era Gutenberg Martínez. Participamos Pancho Bulnes, por su sector, Carlos Briones, por el mundo socialista, Enrique Silva Cimma, por el mundo radical y yo por el democratacristiano. Lo que se debatía era cómo salía Chile, desde el punto de vista constitucional, del problema en que estaba. Ahí sostuve que debíamos abandonar la tesis de la ilegitimidad de la Constitución del 80. Textualmente dije: ‘(…) lo que debemos estudiar es, sin entrar a discutir la legitimidad de la Constitución, qué reformas son necesarias para que sea aceptable para nosotros. Entonces, acepto la legitimidad para el solo efecto de reformarla’. Desde aquel seminario quedó flotando esa tesis, que fue la que inspiró posteriormente la política de la Alianza y luego de la Concertación”6.

      El liderazgo de Aylwin es indudable. Su realismo, que hoy llamaríamos pragmatismo, combina ponderadamente con la búsqueda de un objetivo preciso. No hay utopía en sus proyecciones sino una estricta planificación política que, con la perspectiva de hoy, solo lo hacen crecer. No deja de ser una paradoja que la figura de Aylwin se debilite ante los ojos de la izquierda al mismo tiempo que esta empieza a adquirir rasgos propios de un utopismo político peligroso.

      Poco a poco entonces comenzó a estructurarse la oposición que vencería a Pinochet en el plebiscito de 1988. Jugaron con las propias reglas transitorias de la Constitución de la que desconfiaban y ganaron limpiamente en un plebiscito ejemplar en términos de garantías electorales y participación ciudadana.

      Tan solo semanas después del plebiscito empezó a circular la idea de reformar la Constitución. Cuentan que, al dejar el Ministerio del Interior tras la derrota, Sergio Fernández le habría dicho a su sucesor, Carlos Cáceres, que no modificara la Constitución, que esa sería una concesión inaceptable. Pero Cáceres tuvo una visión más precisa. Se dio cuenta de que la reforma a la Constitución permitiría reducir la presión por el cambio constitucional durante el nuevo Gobierno que se avecinaba. La forma de reforzar la Constitución era modificándola. Y así empezó un largo diálogo con diversos actores que, para sorpresa de muchos, terminó en un acuerdo tan relevante como olvidado en el Chile de la transición.

      Cáceres lo relata en detalle. Desde otro ángulo también lo narra Ascanio Cavallo. Ambos muestran cómo el acuerdo pendió de un hilo durante casi todas las negociaciones. A las desconfianzas profundas entre los bandos, se sumaba la tensión interna entre duros y blandos. Tanto en el Gobierno como en la oposición había “duros” que se oponían a cualquier acuerdo y “blandos” que los promovían. El ministro Cáceres narra un intenso intercambio de visiones con Hugo Rosende frente a Pinochet. Rosende sostenía que la reforma era una claudicación innecesaria7. En el otro bando, Cavallo cuenta un tenso encuentro que enfrentó a Aylwin con Lagos. También este último sostenía que la reforma era insuficiente8. Visto con perspectiva, hay que agradecer a Aylwin, Cáceres y tantos otros que vieron en ese paso un camino hacia una transición que tendiera a acercar a quienes antes eran enemigos. Todos ellos permitieron superar las críticas fundamentales a la Constitución, dando inicio a las décadas más prósperas de la historia de nuestro país.

      El apoyo que recibió la reforma en las urnas fue contundente: más de seis millones de personas, que representaban al 85% de los votantes la ratificaron. Esta masividad del voto y la densidad de las reformas hicieron que este acto electoral fuese un punto de quiebre en nuestra historia constitucional9. Su contenido fue profundo: se introdujeron 54 modificaciones para afirmar el pluralismo político, robustecer libertades y fortalecer el principio democrático, además de modificar los mecanismos de reforma de la Constitución10. Y su simbolismo fue mucho más profundo aún: Silva Cimma, vocero de la Concertación, afirmó que se trataba de “un segundo hito que marca nuestro camino ascendente hacia la recuperación democrática”; Francisco Cumplido, futuro Ministro de Justicia de Aylwin, destacaba que la “aprobación de las reformas en el plebiscito significa el éxito de una transición a la democracia gradual, pacífica y moderada”11, y Silva Bascuñán escribió que las reformas favorecían “la marcha hacia la democracia sobre la base de un estatuto constitucional de indiscutible admisión ciudadana”12.

      Una experiencia en torno a este último da cuenta del cambio que generó la reforma frente a sus antiguos críticos. Silva Bascuñán, tal vez el constitucionalista chileno más relevante del siglo XX, dejó de enseñar el curso de Derecho Constitucional en la Universidad Católica el año 1980. Le parecía que hacerlo implicaba validar un texto que consideraba ilegítimo. Tras la reforma de 1989, retomó su cátedra, pues ese acto había transformado la Constitución en un pacto político que, pese a ser perfectible, había adquirido legitimidad democrática.

      Los tres primeros gobiernos de la Concertación, de los presidentes Aylwin, Frei y Lagos, fueron gobiernos realizadores que adhirieron al discurso reformista y no al refundacional. La Constitución entonces no fue un impedimento programático sino una regla más del juego, que a veces favorecía y otras complicaba.

      Estos fueron años donde todavía estaba demasiado cerca la profunda división que había marcado al mundo: el muro de Berlín, que dividía a la Europa libre de la dictadura comunista, recién cayó el 89 y la Unión Soviética lo hizo poco después. Chile entonces iniciaba la década de los noventa no solo con la recuperación de la democracia, sino también con su expansión por el mundo. La única excepción en la región se llamaba Cuba.

      El cambio entonces fue paulatino. La democracia protegida que caracterizaba el texto original ya podía liberarse de algunos de sus temores. La izquierda —lo estaba demostrando en el Gobierno— había dejado de creer en la revolución y en la lucha armada como la vía para alcanzar el poder. La socialdemocracia vestía incluso al Partido Socialista, ahora renovado. Este había dejado atrás los sueños revolucionarios para volver a creer en la democracia como forma pacífica de alcanzar el poder. Solo un pequeño grupo reivindicó las armas y algunos incluso las tomaron para intentar desestabilizar y esparcir el miedo. El hito inolvidable de esta prédica es el aún impune asesinato del senador Jaime Guzmán.

      En este contexto, Chile empezaba una época de regularidad que se encarnaba en la política de los acuerdos, en la reivindicación del diálogo y el gradualismo, en la más absoluta invalidación de toda forma de violencia y en el ejercicio de los cargos con dignidad y conciencia de responsabilidad. Mucho se ha vapuleado a esta época. Más allá de sus claroscuros inherentes al fenómeno humano, la historia se encargará de recordarla como años buenos, quién sabe si los mejores. Quien quiera reivindicarla políticamente y hacerla parte de su relato fundacional, probablemente sacará frutos de ello. Hoy esto último parece una herejía: que gobiernos de centroizquierda con la oposición responsable de la centroderecha hayan sido capaces de transformar el país


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