Habanera para un condecito. Juanjo Álvarez Carro
o al dineral que le estaba costando a su país la ocupación de Alemania, privándole a él de mejores trajes y sombreros. Sea como fuere, Darryl torció el gesto y con la mueca contestó que ya lo sabía.
—Skorzeny es un pajarraco como los demás, Colinas. Les he visto reunirse en esa casa de Belgrano, en la misma que ahora ocupan la Señora y su marido, a celebrar el nacimiento del Führer. Le enseño fotos si quiere.
Cuando dijo I could show you the pictures, if you will, lo expresó con toda la intención. Para los americanos, la palabra pictures abarca tanto el cartel de la película, como los boletines sobre la proyección entregado por el amable acomodador, o las fotos con las tomas en color más impactantes del filme que encuentra uno sobre un gran panel a la puerta de la sala cuando acude a la sesión del cine. The pictures.
Tras unos momentos de silencio, esos en los que los ojos de cada uno de ellos se van hacia los niños, hacia los pájaros o los paseantes, sólo para evitar ofender al amigo con una mirada comprometedora y respetar su silencio, Darryl sacó su cartera. De ella, pellizcó una foto pequeña, muy ajada, y se la pasó a Gorgonio. Éste se colocó las gafas y miró. En ella se veía a algunos miembros de una sección de la XIV Brigada. Ahí estaba Darryl con boina, veintipocos años, junto a una docena de hombres, abrazando a dos de sus compañeros. Y de cuclillas, delante de todos ellos, el comandante Henri Rol-Tanguy. En el reverso de la foto, alguien había escrito Albacete, 14 de febrero de 1937. La fecha era un hito para los dos. A pesar de que ambos llevaban tiempo en Buenos Aires, Colinas nunca había visto esa foto.
—Todos muertos, Gorgonio. Menos Henri. Bueno, aún no sé nada de él, en realidad. Es el que me falta. Sé que anduvo después con la Resistencia Francesa. El día que lo averigüe, dejaré todo esto, George, y pediré destino otra vez en Estados Unidos.
Y volvió a guardar la foto en la cartera.
Gorgonio levantó la vista al cielo, torciendo el cuello hacia atrás con dolor. Dio un breve y acallado ay. Se palmeó los muslos con fuerza para espantar el nudo en la garganta dando por finalizada la tregua. Un largo minuto.
—A mí me faltan tantos que he dejado de preguntar. Por eso no suelo llevar fotos encima, Darryl.
Dos viejos actores en compañías distintas, en papeles distintos, pero actores en servicio. No se podían engañar.
—No me siga, Darryl. Déjeme trabajar y le haré saber lo que pueda serle útil. No creo que tenga dudas sobre mí.
—¿Quién debe darme más miedo, Colinas: Jekyll o Hyde?
—Por hoy tenemos suficiente, don Florián. Se me hace tarde para una charla con los medios locales sobre el asunto. No me ha contado todavía nada del joven que aparece en la foto y desaparece de su auto en Chile… ¿Le parece que nos veamos aquí en la comisaría mañana?
Don Florián se levanta despacio, más por dignidad que por los años, sin decir palabra. Ya ha hablado mucho.
Miércoles, 6 de agosto de 1947
Comisaría de Policía de Cruz del Eje
(Córdoba-Rep. Argentina)
—Buenos días, don Florián. El cabo Bianchini me dice que hoy parece usted cansado.
—Bueno. No más de lo habitual, comisario. Sólo que…
—Dígame. Sólo que…
—Que, ahora que veo los bancos de esta plaza, me invitan a que nos sentemos allí, hoy.
El comisario sabe que necesita al viejo cómodo. Para que se explaye. Cruzan la calle hasta los bancos más cercanos a la comisaría y se sientan bajo la palmera chilena centenaria, al frío exigente de agosto...
—Así, después de verse con Darryl en Plaza Italia, Gorgonio se dirigió a su apartamento en la avenida Juan B. Justo. Allí vivía desde que volviera de su incursión en la guerra civil, a principios del treinta y nueve. Fue una época de desolación. Colinas vivía con un desamparo en el alma que se encargaba de despertarlo por la mañana, a veces a horas terriblemente tempranas. Y se acostaba con la misma tristeza, solo que mareada con el vidrio de la botella. Me acuerdo que, a cada trago que daba, brindaba por sesenta de los muertos en la orilla oeste del Ebro. Diez tragos. Y si no le alcanzaba, pedía otra. A veces le pillaba en la barra del Tortoni, con Darryl de copiloto. Otras, en algún kilombo de copete, donde recibía atenciones de alguna vieja conocida de la época de Ramos o de alguna recomendada.
—¡Ramos! El viejo sinvergüenza. Ese tipo y yo nos habríamos caído muy bien…
—Así es, comisario. Ramos se llevaba muy bien con Gorgonio. Pero este pobre andaba tan atormentado que ni las putas ni las copas conseguían recomponer el desaguisado. Fue el tal Darryl quien me contó hace años lo que acabó por desesperanzar a Gorgonio…
… cuando Gorgonio había querido buscar soluciones a su desgraciada idea en el frente del Ebro, vino el incidente con el acorazado Deutschland. Estando Gorgonio en España, poco después de lo del Ebro, los alemanes se habían adueñado, con total impunidad, de las Baleares como base de suministro y apoyo, cuando dos pilotos rusos atacaron al acorazado, confundiéndolo —habían dicho— con el Canarias, enrolado del lado de Franco. Gorgonio vió una oportunidad y aconsejó a Modesto y a Vicente Rojo que sugirieran al gobierno republicano admitir que había sido intencionado. Que los rusos hundieran el buque suponía declarar la guerra al Eje, y obligaría a Francia y Reino Unido a apoyar a España, finalmente. Pero la URSS, responsable de la decisión de aquellos dos pilotos, no quería todavía romper el pacto y ofender al Führer. Así que se endilgó el bombardeo al error de dos pilotos españoles. Gorgonio se volvió a quedar solo. España se había vuelto a quedar sola. Gorgonio Colinas regresó a Buenos Aires antes de que los nacionales tomaran Barcelona.
De regreso a Buenos Aires a principios del treinta y nueve, se pasó meses como alma en pena. Como si se hubiera comido él solo todo aquello e intentara digerir aquel potaje venenoso. Noches y noches bajo la sombra tétrica de los sueños de Poe, para comprender que la guerra civil no era culpa suya. Para comprender que la semilla que habían sembrado en su país, crecería lentamente y que tardaría muchos años en dar frutos. Que su país se parecería a un burdel tras una redada a las ocho de la mañana: en silencio, sucio y vacío, pero que mantendría su hedor a vómito y orines durante décadas. Para comprender que su país jamás volvería a recuperar la inocencia de la quinta del biberón.
El piso de la avenida Juan B. Justo era de su propiedad. Y allí, el coronel Gorgonio Colinas y Rubio, agregado militar de la Embajada Española, colaboraba, sostenía y conducía toda la actividad relacionada con la Asociación de Refugiados de España. Eso lo obligaba a mantener esa vivienda como lugar clandestino. La correspondencia de los refugiados, exiliados y republicanos en general pasaba por su piso, aparte de otros lugares de Buenos Aires, repleta de asociaciones, personas y lugares con recuerdos de la guerra civil, casi olvidada ya, por cierto, tragada por la ballena de la guerra mundial. Ya ni recordaba a cuántos había ocultado o refugiado.
Siendo gente a quien tenía el deber de seguir o denunciar, él los guiaba, informaba y ocultaba. Conseguía papeles, tal vez dinero, refugio más lo que hubiera menester. Buenos Aires era española, era argentina, era inglesa y alemana, italiana y turca. Buenos Aires se movía entre el imperio de la carne, a mayor gloria del rey Jorge, los inmigrantes y autóctonos, los nazis a su libre albedrío.
Una enorme planicie a fin de cuentas, ancha y larga como la pampa, en un mundo nuevo, muy difícil de entender desde el sistema métrico mental de los europeos, con un lenguaje distinto, de posguerra y tierra quemada, donde realidad y proyecto, verdad y mentira convivían sin tabiques hasta confundirse. Una riqueza insultante, galopando a lomos de un caballo con patas de cristal, conteniendo al aliento por estar siempre a punto de quebrarse o a punto de ganar.
Colinas seguía siendo miembro de la agregaduría militar de la embajada española en La República Argentina, y como tal, cumplía con su obligación. Derrotado el Eje, con nuevos amigos en el Río de la Plata, él debía entregarse “a colaborar